José Antonio Otegui - El gorrión en el nido

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El gorrión en el nido: краткое содержание, описание и аннотация

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Gorri nace en un pequeño pueblo del interior del País Vasco a mediados del siglo XX y se encuentra con una cultura que ha permanecido inamovible durante siglos salvaguardada por el cura, el maestro y el «el amo». Conforme el protagonista va pasando de la niñez a la adolescencia tiene que ir afrontando su «primera vez» en forma de retos que tiene que superar y que corren paralelos a los retos que su entorno también tiene que superar y que trastocan los cimientos de una sociedad, anclada en el pasado, que se ve obligada a evolucionar. No siempre se consiguen alcanzar los objetivos de los retos, lo que conlleva desagradables consecuencias.La novela utiliza las «primeras veces» como inicio de los cambios: el primer amor, el primer beso, el primer desengaño, el primer cigarro, la primera televisión y las sensaciones que provocan: desasosiego, confusión, ilusión, esperanza, alegría, miedo o decepción, que son emociones que la mayor parte de las personas han sentido alguna vez y que se vuelven a revivir conforme el protagonista las va experimentando.El libro está escrito en un lenguaje coloquial fácil de leer, estructurado en historias con moraleja que tienen sentido en sí mismas y que unidas al resto conforman una novela de estilo costumbrista, con personajes y situaciones fácilmente identificables por quienes conocieron la vida de los pueblos a mediados del siglo XX, todo ello tratado en tono irónico, socarrón y a menudo divertido.

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El hecho de que Joseba no recordase nada de su primer año de vida no quiere decir que no sucediesen un montón de acontecimientos a su alrededor. Durante este tiempo, fruto del matrimonio de su tía con el músico, nació su prima Blanca y la tía, que vivía al otro lado de las montañas, tuvo a su prima Garbiñe. Las hermanas de Paka, arrastradas por el reflujo de la boda de su hermana, comenzaron a tomar posiciones para encontrar pareja entre los mozos del pueblo, al abuelo le habían nombrado concejal en el ayuntamiento y la abuela se había hecho cargo de un surtidor de gasolina que había en la esquina del prado del amo.

El primer año en la vida de un bebé somete a su madre a un desgaste importante entre cambiar y lavar pañales, dar el pecho al pequeño cada poco tiempo sin respetar las horas de sueño de su progenitora y seguir atendiendo el resto de labores de la casa, gallinero incluido. Para una madre, que además es primeriza, el llanto de un niño al que no consigue consolar, ya sea por sus primeros dientes, por los gases que no acaba de expulsar o porque se aburre y quiere atención, supone una carga adicional teñida de un sentimiento de impotencia que puede llegar a derrumbarla, sobre todo si no consigue dormir las horas suficientes un día tras otro. Paka padeció lo que la mayoría de las madres padecen, y para poder descansar se apoyó todo lo que pudo en su familia, como la mayoría de las madres lo hacían, y delegó en la abuela, que siempre que sus obligaciones se lo permitían ayudaba en todo lo posible con las necesidades del recién nacido, hecho que, por otra parte, era del total agrado de todos.

Si el niño estaba durmiendo en su cuna en la habitación de sus padres y se le oía algún sonido, enseguida salía la abuela pasillo adelante diciendo aquello de que su «gorrión» ya estaba cantando, que ahora iba a su encuentro para llenarle de besos. De tanto llamarle «gorrión» todos le acabaron llamando «gorrión» y se pasaban el día con el «gorrión» para arriba, el «gorrión» para abajo, y por ese afán de ahorro que distingue a toda la familia de Paka acabaron castrando al «gorrión», dejándolo en «Gorri»; desde entonces arrastró aquel alias a lo largo de su vida, sin que él hubiese tenido ni arte ni parte en aquella decisión tan importante, como muchas de las decisiones que llegaron a afectar a Gorri sin que él tomase parte en ellas.

Finalmente —y tras varios ensayos—, se decidió que Paka echase la siesta todos los días para estar fresca el resto del tiempo que necesitaba dedicar al pequeño y que, durante el descanso de Paka, la abuela se hiciese cargo de atender a Gorri, y si ella no podía se haría cargo una de sus tías, así que todas las tardes Gorri contaba con la presencia de su abuela o una de sus tías, quienes amenizaban con sus charlas las horas vespertinas del bebé.

Las hermanas de Paka eran Edurne y Caridad, se llevaban apenas nueve meses y un día, así que crecieron juntas, como si de hermanas gemelas se tratase. Edurne había querido ser rubia desde pequeña y ante la insistencia su madre le aplicó en el pelo infusiones de manzanilla un día tras otro, hasta que se quedó rubia y comenzó a lucir una hermosa melena rizada de ese color al que acompañaba un grácil cuerpo pizpireto y sonrisa heredada de su madre, por suerte no le castraron el nombre, ya que quedaba Edu, que era nombre de varón, pero con Caridad era diferente y todos la llamaban Cari que, además, quedaba muy femenino, como femeninos eran sus andares con un ligero contoneo muy sensual acompañado del movimiento de su larga melena morena. Tanto Edurne como Cari se turnaban con la abuela en los cuidados de Gorri y, de paso, se entrenaban en el mundo del cuidado de los bebés, al que querían acceder lo antes posible como demandaba su biología, el ejemplo de su hermana y la presión social.

Las rutinas de la tarde comenzaban cuando Paka había terminado de recoger la cocina y Patxi regresaba a la fábrica tras su cabezada, a esa hora Gorri empezaba a cantar como si de un reloj suizo se tratase y pedía su comida a gritos, como lo hacen los vascos cuando tienen hambre; parecía que los gritos se oyesen en todo el pueblo, ya que al momento se presentaba la abuela o una de sus hijas y ayudaban a Paka con el aseo, cambiar al niño, lavado de pañales, dejarlo limpio como un día despejado y charlar con Paka mientras amamantaba al bebé, que bien pareciese que iba a deshincharla de los chupetones que pegaba. Terminado este ritual, Paka se retiraba a su cuarto a descansar y Gorri, con la barriguilla llena y tras haber soltado todos los gases como truenos, se quedaba tumbado sobre unas mantas puestas sobre la mesa mientras le hacían cosquillas, le cogían de los mofletes o le hablaban dirigiéndose a él como si las entendiese, mientras el pequeño atendía a la conversación como lo hace un perro con su amo, escuchando sin interrumpir, ladeando la cabeza de un lado a otro sin apartar la vista y variando la expresión, subiendo y bajando las cejas, incluso en ocasiones, si veía risas, se reía y se agitaba moviendo brazos y piernas con gran alegría.

La primera en relatar sus inquietudes en las tranquilas tardes de La Central fue la abuela, pero no tardaron en seguirle con las suyas las hermanas Edurne y Cari, sin que entre ellas hablasen nunca de la facilidad de escucha que poseía el niño y la tranquilidad que les daba el desahogar con él sus vicisitudes, penas y alegrías.

—Mira, Gorri —le decía la abuela preocupada—. Edurne y Cari siempre se han llevado bien, pero, últimamente, les falta tiempo para saltar por cualquier nimiedad contra todo y contra todos. He intentado indagar en lo profundo de sus corazones, que siempre han estado abiertos para mí, pero ahora ambas han cerrado sus puertas y cualquiera que sea su pena se la guardan para ellas insistiendo en que nada les pasa. Pero algo les pasa —continuaba contándole la abuela a Gorri—, porque sus miradas están perdidas, su silencio es como el de una cueva y parecen cepos de ratón que, a la menor brisa, brincan sin coger presa perdiendo el cebo. Por mucho que digan que no les sucede nada sus hechos hablan por ellas y los hechos dicen a gritos que algo pasa por sus cabezas, o por sus corazones, por mucho que ellas lo nieguen.

Todo esto le decía la abuela a Gorri mirándole a los ojos sin que él apartase los suyos de los de ella, atento a cada una de sus palabras.

El día que apareció Cari y, tras el rosario de carantoñas a los que tan aficionadas son las mujeres, observando que el niño estaba como a la espera de que ella comenzase a decir algo, se lanzó de plano como quien pierde la inhibición tras los preámbulos y se deja llevar, sin más, venga lo que venga y pase lo que pase.

—Mira, Gorri —le dijo Cari sin ningún pudor al absorto niño—. Estoy locamente enamorada de Gotzi.

Gotzito era el hijo del maestro don Gotzón, que en realidad era don Ángel y procedía de un pueblo de Granada, pero en el pueblo le habían euskerizado el nombre, dotándolo de una fonética que más parecía un apodo que un nombre. Su hijo portaba su mismo nombre, pero para distinguirlo del padre y evitar equívocos todos le llamaban desde muy pequeño Gotzito, aunque con la manía de la familia de Paka por capar los nombres también habían capado a Gotzito y le llamaban Gotzi. Gotzi era un mozo bien parecido de los que no abundaban en el pueblo y sin pareja conocida, aunque a todas les echaba un tiento. Un bocado muy apetecible para las hermanas Cari y Edurne.

Pasados unos días, la que apareció a animar las tardes del niño fue la tía Edurne, que no necesitó ningún preámbulo, directamente se puso a llorar y a balbucear palabras que el niño no entendía, en realidad tampoco las hubiese entendido, aunque no las hubiese balbuceado, pero tal vez por lo extraño de la situación su interés se multiplicó y los ojos casi se le salían de la órbita hasta que, algo asustado, exhibió algunos pucheros en solidaridad con su afectada tía. Edurne se sintió conmovida por la expresión doliente del niño, se sonó aparatosamente y comenzó a relatarle sus penas:

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