José Antonio Otegui - El gorrión en el nido

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El gorrión en el nido: краткое содержание, описание и аннотация

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Gorri nace en un pequeño pueblo del interior del País Vasco a mediados del siglo XX y se encuentra con una cultura que ha permanecido inamovible durante siglos salvaguardada por el cura, el maestro y el «el amo». Conforme el protagonista va pasando de la niñez a la adolescencia tiene que ir afrontando su «primera vez» en forma de retos que tiene que superar y que corren paralelos a los retos que su entorno también tiene que superar y que trastocan los cimientos de una sociedad, anclada en el pasado, que se ve obligada a evolucionar. No siempre se consiguen alcanzar los objetivos de los retos, lo que conlleva desagradables consecuencias.La novela utiliza las «primeras veces» como inicio de los cambios: el primer amor, el primer beso, el primer desengaño, el primer cigarro, la primera televisión y las sensaciones que provocan: desasosiego, confusión, ilusión, esperanza, alegría, miedo o decepción, que son emociones que la mayor parte de las personas han sentido alguna vez y que se vuelven a revivir conforme el protagonista las va experimentando.El libro está escrito en un lenguaje coloquial fácil de leer, estructurado en historias con moraleja que tienen sentido en sí mismas y que unidas al resto conforman una novela de estilo costumbrista, con personajes y situaciones fácilmente identificables por quienes conocieron la vida de los pueblos a mediados del siglo XX, todo ello tratado en tono irónico, socarrón y a menudo divertido.

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—¿Tú que sabrás? —le dijo Edurne—. Te crees el Papa, que lo sabe todo y nunca se equivoca, pues que sepas que tú te equivocas igual que todos —concluyó Edurne dando por finalizada la conversación.

Desde que el noviazgo con Edurne era oficial las rutinas de Gotzi apenas habían cambiado. Seguía yendo de vinos con su cuadrilla, jugando las partidas de mus en el casino con su compañero de timba y escapándose a cazar y a pescar siempre que la veda se lo permitía. Todas estas actividades eran devociones que tenía Gotzi y que le hacían disfrutar de la vida. Por otra parte, estaban las obligaciones que consistían principalmente en ir a estudiar a la capital y dedicarle tiempo a su relación con Edurne, tareas a las que no dedicaba una especial atención, solo lo justo para cumplir con el expediente.

Edurne tenía el claro propósito de cambiarle, por un lado, había que restar devociones para pasar ese tiempo a obligaciones y, especialmente, a dedicarle más tiempo a ella, ya que a todas luces le resultaban insuficientes sus momentos compartidos y, por otro, tenía que conseguir que Gotzi se ocupase un poco más de su imagen personal; le gustaba lucir barba de dos días, pelo estilo «a su aire» y vestir prendas holgadas heredadas de sus hermanos mayores en edad y en tamaño, que claramente le estaban grandes y deslucían su hechura juvenil y de buen mozo. Para conseguir sus objetivos, Edurne solo contaba con una herramienta que dosificaba con esmero y sin apurar todo su contenido y era la de dejarse llevar «a lo oscuro».

—Anda, Edurne —le solía decir Gotzi en tono suplicante—. Vamos un rato «a lo oscuro», que te voy a demostrar cuánto te quiero.

—Bueno, ya veremos —le contestaba Edurne haciéndose de rogar—. Pero solo uno sin lengua —continuaba diciendo—, y si me prometes que te vas a afeitar todos los días, si no; no pienso volver nunca más «a lo oscuro» contigo.

Paka también mantenía su propia guerra con Gorri en su intento de conseguir quitarle los pañales y que el pequeño pidiese pipi o caca antes de aparecer con el paquete cargado, y para ello recurrió a los consejos de la abuela.

—Mamá —le dijo Paka a la abuela—. Ya va siendo hora de que Gorri vaya pidiendo pipi y caca, pero no sé muy bien cómo hacer para conseguirlo, ¿tú cómo lo hiciste con nosotras?

—Pues mira, Paka —le dijo su madre—. Tienes que ponerle sentado en el orinal a la hora en que normalmente carga el paquete y le estimulas con la cancioncilla de «pipicaca» repitiendo este estribillo con paciencia hasta conseguir el resultado deseado, cuando lo consigas regálale toda clase de carantoñas y mimos.

Paka, de inmediato, se puso manos a la obra y siguió al pie de la letra las instrucciones de su madre. Le quitó los pañales al niño y le sentó en el orinal de loza recién estrenado mientras Gorri le miraba extrañado a ver de qué iba aquel nuevo experimento. Cuando Paka comenzó con la canción del «pipicaca», el niño la miraba con cara de placer, como siempre que oía cantar a su madre y acostumbrado como estaba a acompañarla a dar de comer a las gallinas y oírla cantar el estribillo de «pitas, pitas, purras, purras» al que todas las gallinas acudían en tropel a recibir su ración diaria de comida; relacionó un estribillo con otro y pensó que él tenía que hacer de gallina y acudir a la llamada de su madre para que le diese de comer y, con las mismas, se levantó con el culo y el resto de su anatomía al aire, se dirigió a la zona de la mesa donde habitualmente recibía su ración a la espera de unos granos de maíz, que es lo que habitualmente comían las gallinas. Paka, viéndole de tal guisa, lo cogió y lo volvió a sentar sobre el frío orinal, volviendo a cantarle la tonadilla, ante la que Gorri reaccionó nuevamente, sintiéndose gallina sin que el experimento funcionase ni como uno ni como otra esperaban.

Tampoco a Edurne le iban las cosas mucho mejor con Gotzi en su intento de educarle para que fuese admitido por su familia. Por un lado, el compromiso de cambio por su premio en lo oscuro solo duraba lo que duraba lo oscuro, ya que una vez conseguido el premio, Gotzi volvía a sus rutinas esperando un nuevo premio y una nueva promesa que no cumpliría, lo que exasperaba a Edurne ante su impotencia por conseguir mejorar las rutinas de su pareja, así que tomó la firme determinación de entregar el premio solo cuando la promesa se cumpliera y cortar la fuente de placer cuando los caminos le llevasen a Gotzi a sus antiguos hábitos. Con esta nueva estrategia, Edurne consiguió que Gotzi se afeitase a diario, llevase el pelo cortado y peinado, hiciese arreglar la ropa heredada y llegase puntual a las citas, aunque su principal objetivo, el de que estuviese más tiempo con ella, no acababa de materializarse.

Gotzi le dijo a Edurne que, dado que estaba en el último curso, había decidido dedicar las tardes a estudiar con un grupo de amigos en la biblioteca de la capital y no volvería en el coche de línea del mediodía sino en el de la noche y que las mañanas del domingo también estaría estudiando, así que se verían al mediodía para tomar el vermut en el casino y por la tarde irían a pasear como lo hacían todas las parejas del pueblo hasta la cuesta de Moñete. Todo esto lo interpretó Edurne como un claro esfuerzo por adelantar en lo posible la fecha de su enlace matrimonial, que pasaba por terminar los estudios y por encontrar un trabajo.

Efectivamente, Gotzi se quedaba todas las tardes en la capital, pero no estudiando, sino que con su cuadrilla capitalina acudían al frontón o jugaban una timba o ambas cosas y los domingos se levantaba aún de noche y unos con la escopeta al hombro y otros con la caña y el buzo de agua que le llegaba hasta el pecho, recorría el río en busca de truchas teniendo cuidado de que a su vuelta no fuese visto por aquellos que podían informar a su novia de sus ilícitas actividades. Cuando por fin se encontraba con Edurne, siempre le decía que estaba cansado, ella creía que por el esfuerzo que estaba realizando en pro de la causa y le compensaba por tanta dedicación.

En honor a la verdad hay que decir que Gotzi no era dado a la mentira ni a ocultar la verdad y que no recordaba haber recurrido a estratagemas similares en el pasado, pero que ante el dilema de renunciar a «lo oscuro» o a sus aficiones optó por no renunciar a nada, aunque ello supusiese el tener que llevar una doble vida con la que poder congeniar todo lo que quería tener aun a costa de engañar a quien se preocupaba por llevarle por el buen sendero.

Edurne se encontraba absolutamente satisfecha de su éxito y no dejaba pasar la ocasión de presentárselo a su madre como una difícil batalla que había ganado, aunque su madre, más avezada en los recónditos caminos del ser humano, no dejaba de insistirle en que no fuese tan inocente, que todos los hombres son iguales y que no se ilusionase tanto, porque no era oro todo lo que relucía, que tuviese cuidado con lo que estaba entregando a cambio de tanto éxito y que mantuviese su honra intacta hasta su noche de bodas.

El que lo tenía claro y no necesitaba engañar a nadie era Gorri, que cada vez que se veía sentado en el orinal de loza y su madre le comenzaba a cantar el «pipicaca» se levantaba automáticamente a recibir comida sin obtener nada a cambio, viéndose sentado en el trono una y otra vez sin acabar de entender aquel absurdo juego. Madre e hijo estaban desesperados porque no entendían las intenciones del otro y cada uno insistía en su actitud sin obtener resultado alguno.

Como cada día, Gorri acompañó aquella soleada mañana a su madre a dar de comer a las gallinas. En cuanto Paka abría el portón del cercado que limitaba el gallinero y comenzaba a cantar el «pitas, pitas, purras, purras» las gallinas se agolpaban alrededor de ella y del niño mientras Paka dejaba caer los granos de maíz y trigo que todas picoteaban con manifiesto deleite. Gorri observaba el devenir de todo el gallinero fascinado por el sonido, el color y el revoloteo de todas aquellas aves persiguiendo los granos esparcidos por el suelo y de cómo el gallo, con su andar ceremonioso y su colorido plumaje, disfrutaba de los mejores granos cedidos por sus celosas amantes, deseosas cada una de ellas de ser su preferida.

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