Omar Casas - Octógono de Hallistar
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A medida que nos adentrábamos en la espesura, el camino esmeralda se abría ante nosotros y al mismo tiempo se cerraba por detrás. La luna seguía jugando con nuestro destino. ¿Para qué ayudarnos tanto? La sospecha de una imperiosa necesidad por parte de la amiga circular, me despertó cierta desconfianza. La excesiva generosidad siempre encubre un peligroso propósito. Y a eso nos enfrentaríamos en un futuro.
Después de algunos minutos de caminata el sendero terminaba en una pared de enredaderas y helechos. Tampoco podíamos regresar, pues el paso se encontraba cerrado. Revolvimos el suelo y encontramos una puerta trampa, al abrirla, emergió un vaho similar al de viejos papeles empolvados por el tiempo y una humedad caliente. Nada se apreciaba de aquella boca circular negra, hasta que la luna lo perforara con un grueso rayo de plata. De forma increíble, éste pareció doblarse a cierta profundidad de forma horizontal y se perdió en las entrañas de la tierra. Descendimos apoyando los pies en huecos perforados en la roca. La mayor parte de la superficie cóncava tenía espejos, quienes quebraron el rayo. Al cerrar la compuerta nos invadió la oscuridad. Pero a ciertas distancias, se veían pequeñas esferas flotantes a la altura del techo abovedado que comenzaron a brillar con la luz plateada.
— Absorbieron la luz de la luna - murmuré sorprendido.
— En nuestro mundo no existían estas cosas.
— Claro que no. Es algo imposible. Y esta tecnología no la manejan los aldeanos ni los “cabeza de perro”.- comenté mientras seguíamos avanzando.
— Ni rastros de los constructores, como si se hubiesen extinguido- expuso Ana siguiéndome muy de cerca.
— Si... pero dejaron información en las lunas de vaya a saber cuántos sistemas estelares. Me siento un cobayo en el laberinto.- expresé con cautela pero cierto entusiasmo. Si nos querían muertos, ya formaríamos parte de una colección de cuerpos embalsamados en una vitrina. Era evidente que nos utilizaban para algo.
— Cobayos, puede ser, pero nos necesitan- aseguró Ana como si leyera mi pensamiento.
La caminata por el túnel nos llevó más tiempo que la realizada por el sendero verde. Cuando notamos las manchas de humedad en el techo, y más adelante asomaron las goteras, supimos que cruzábamos el río.
— Vamos directo al templo de los antiguos- afirmó Ana con alegría.
— Exacto, y como no tienen entradas externas a simple vista...
— Los repugnantes lobunos no nos atraparán- completó mi compañera de viaje y nos dimos el gusto de soltar una risotada.
Más adelante, nos topamos con una compuerta con el aspecto de una escotilla de submarino. Giramos el aro superior y cedió. Nos bañó la luz naranja del primer templo. El túnel se convirtió en un ancho pasillo con escaleras de baja alzada. La compuerta podía trabarse desde el interior, lo hicimos. Ascendimos por la escalera traslúcida construida con un material desconocido, el mismo que cubría las paredes y el techo. Divisamos un hueco circular en el cielorraso donde la escalera ascendía. Y al terminar su recorrido, emergimos en el centro del templo octogonal. Era mucho más amplio que el anterior, lo doblaba en altura y tenía las mismas esculturas en las esquinas. Además, su techo no era plano, sino que terminaba en la punta de una pirámide octogonal, cuya parte superior era de cristal.
— Es magnífico... ¿No lo crees?- preguntó Ana boquiabierta.
— Pero está prácticamente vacío- comenté contemplando las pocas sillas y las rugosas paredes. Me dirigí a la segunda arista sin perder más tiempo. Era un duplicado exacto de la pareja empujando el vástago giratorio.
— Supongo que este mecanismo estará en alguna parte- murmuré pensativo. Y posé las manos en la escultura, ésta cedió y se hundió levemente en la pared. Sentimos la vibración desde los cimientos y se propagó en toda la estructura. Todo el edificio comenzó a sufrir una mutación, sus paredes retrocedieron y la sala se amplió. Tras remolinos de polvo, desde las caras triangulares del techo se descolgaron aparejos; y del suelo, cerca de la boca de acceso, emergió la rueda giratoria con los cuatro vástagos perpendiculares entre sí. Sin pensarlo, enfilamos hacia aquella y empujamos a uno de ellos. Tuvimos que inclinar los cuerpos y afirmarnos a cada paso para moverlo. Tras una escupida de polvo desde todas las paredes, brotaron bordes que crecían a medida que desplazábamos el pesado mecanismo. Estanterías plagadas de libros, emergieron tras una vuelta completa de la rueda. La soltamos exhaustos y al recuperar el aliento, me dirigí a una de las estanterías y extraje un libro. Explicaba diferentes métodos para la pesca. El idioma era indescifrable, hasta muchas de las letras eran desconocidas, pero las fascinantes ilustraciones generaban un idioma universal. Era una transmisión de conocimiento a través de imágenes.
— Esto... esto es maravilloso Ana...- afirmé y ella se acercó a ver.
— Tenemos solucionado el aprendizaje de nuestra supervivencia y también podremos mejorar nuestro estado físico.- dijo ella señalando la rueda y los aparejos. Después comprobamos que algunos servían para cubrir los vidrios de la punta de la pirámide. Al moverlos, unas planchas triangulares de metal emergían de las paredes para posarse sobre ellos. Otros se encargaban de desplegar escaleras que llegaban a altos niveles del techo piramidal.
Nos abocamos a construir una red de pesca. Aprendimos a realizar nudos de forma práctica y rápida. Nos llevó varias horas de trabajo y una vez terminada, descansamos hasta el otro día. Al amanecer, Ana me despertó y nos dirigimos al túnel para probar la red afuera. Nuestro principal problema era abrirnos paso entre la espesa maleza que rodeaba la entrada, pero la vegetación cedió sus paredes ante nuestro avance. Ese bosque tenía vida propia y nos cobijaba. Comenzamos a sentirnos seguros bajo su protección. Cuando recorrimos unos doscientos metros, las verdes paredes se abrieron. Una cortina de agua de diez metros de alto por cinco de ancho caía sobre el borde de una laguna de miles de metros cuadrados de superficie. Al avanzar unos pasos, ya pisábamos la arena blanca de una curva playa, bañada por los anaranjados rayos de los soles. Los rocosos paredones, cubiertos de enredaderas y musgos, rodeaban el inmenso hueco. Como niños, nos despojamos de las ropas, nos olvidamos de la red y nos lanzamos al agua. Y después de nadar y de salpicarnos, nos invadió el fuego de una lejana adolescencia, aquella que despierta deseos y enciende pasiones insospechadas. Nos encontramos abrazados y besándonos...
Supongo que los gruñidos nos despertaron, todavía desnudos y tendidos los cuerpos laxos sobre la arena.
Sólo tenía fuerza para incorporarme y esperar el ataque, Ana apoyó su espalda contra la mía. De la espesura emergió un par, luego tres, otro par más y así se fueron sumando hasta rodearnos una docena de bestias. Me maldije por olvidarme la espada. Pero... Si ni sabía cómo usarla... Las bestias llevaban las suyas y con seguridad sabían usarlas. No podía creer que todo se terminaba... Al menos había disfrutado cada momento increíble que habíamos pasado. Doce guerreros armados se aproximaban contra dos idiotas desarmados, dos inexpertos de una época donde las espadas sólo se veían en películas o figuraban en libros de epopeyas.
Y cuando se acercaron lo suficiente como para oler el intenso sudor de su pelaje, de la espesura brotaron látigos verdes que enredaron a las bestias. Las apretaron con tal fuerza que soltaron sus armas y comenzaron a escupir sangre de sus fauces. Después fueron engullidos por el bosque y escuchamos los alaridos del dolor.
— Mierda...- mascullé parado
— Sí... seguro... ¿Te parece si pescamos algo?- sugirió ella ya repuesta de lo sucedido y muy confiada en el loco bosque.
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