Omar Casas - Octógono de Hallistar

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Dos ancianos que se encuentran de forma casual en un puente, son los protagonistas de esta historia. La inquietante luna de plata genera la apertura de un portal que los lanza hacia mundos extraños y peligrosos, donde investigan y aprenden secretos de los antiguos; una raza extinta cuya tecnología no sólo les confiere poder, sino también juventud.

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Después de varios minutos, escuchamos sus ladridos bajo nuestros pies. A pesar del frío, comenzamos a transpirar e instintivamente apretamos la espalda contra la maleza, mientras yo aferraba la espada con ambas manos. Y cada vez sus ruidos aumentaban, no sólo ladraban, parecían comunicarse entre ellos en graves tonos que sonaban como prolongados eructos. La cara de repulsión que puso Ana me causó gracia, pero con seguridad, la mía mostraba algo parecido. El refugio tenía el inconveniente de imposibilitar observarlos, pero ese defecto lo volvía hermético y seguro. El aroma intenso de la resina del pino nos envolvía y cubría nuestro frío sudor, que podía delatarnos por el fino olfato de las bestias. Y así estuvimos por más de dos horas, sin movernos, sin decir palabra alguna, hasta que los ruidos se hicieron más lejanos y fueran tragados por la distancia.

— Creo que llegó el momento- musité y ella asintió para estirar su delgado cuerpo. Movió muy despacio rama por rama y se detuvo unos segundos.

— No veo nada- murmuró al fin y comenzamos el descenso. Cuando llegamos al pié del árbol, sólo quedaban las huellas de los “cabeza de perro”.

3- EL TEMPLO

Descendimos al trote lento y cada tanto mirábamos hacia atrás. Nadie nos seguía, ni siquiera se oía su cuerno de caza. A pesar del silencio, mantuvimos la marcha hasta que la aldea apareció por delante. Todavía quedaban delgados halos de humo que ascendían en la celeste tarde. Los dos soles, generaban dos sombras alargadas contra el sendero revuelto de pisadas. Los círculos lunares, comenzaban a emerger como blancos fantasmas. A medida que nos acercábamos, ansié llegar lo más rápido posible al centro de la aldea, pero la fatiga hizo estragos en mi cuerpo y me detuve. Ana me miró y como si leyera mis pensamientos, asintió y esperó a que me recuperara. Estábamos en el camino correcto y sabíamos que algo nos esperaba a cientos de metros. Era la misma sensación que nos impulsó a caminar hacia el puente. Esa noche... parecía tan lejana...

Avanzamos otra vez apresados por aquella fuerza incontenible, la que nos empujaba de nuevo a la aventura. Alcé la vista al cielo y en uno de los círculos de plata destellaron los ocho vértices del octógono.

— ¿Los viste?- interrogó Ana rompiendo el pesado silencio. Yo asentí.

Aún ardían algunos troncos renegridos de los árboles. De las chozas quedaban montículos de cenizas atravesados por nervaduras rojizas. El humo se arremolinaba con la brisa de la montaña y ascendía en grises torbellinos. Después de esquivar las áreas carbonizadas, alcanzamos a ver la explanada donde se cimentaba un templo. Sus bajas paredes rocosas, de no más de tres metros de alto, tenían aristas debido al cambio en la dirección. Cada una de ellas se remarcaba con columnas prismáticas que sostenían vigas del mismo grosor, donde descansaba un techado con alero.

— Es muy bajo, por eso no lo notamos, parece que no tiene entrada- comentó Ana y tenía razón. Caminamos alrededor de su perímetro octogonal y todas las paredes eran iguales. No había indicio de alguna abertura. El segundo intento fue más minucioso, ya que nos acercamos y tocamos la superficie tratando de encontrar alguna hendidura.

— De alguna manera deberían usarlo los aldeanos- sostuvo Ana desilusionada.

— ¿Y si no lo usaban? ¿Si fue una construcción de otra época y los nativos sólo se establecieron alrededor de ella?- supuse y Ana negó con su cabeza.

— Todo es posible... pero...- se cortó y retrocedió un par de pasos. Y así quedó por un largo tiempo contemplando la estructura, sin soltar palabra alguna. Entonces retrocedió otro par de pasos para tomar envión y saltó para aferrarse al alero. Luego hamacó sus pies que colgaban y dando otro impulso desapareció por encima del techo. No esperé más y la imité. Pero ya aferrado al voladizo, cuando quise impulsarme como ella no pude subir, entonces Ana me tomó de la campera y de un brazo para lograrlo.

— De alguna manera voy a adelgazar- prometí cuando me incorporaba y Ana soltó una risa. El centro de la losa estaba vidriado, la única forma de que entrara luz natural si el templo no tenía ventanas. Inteligente deducción de mi compañera.

— Voy a buscar una piedra para romperlo. Tú no bajes.- Ordenó ella para agacharse y coger el borde del alero otra vez.

— No pensaba hacerlo- aclaré mientras comencé a caminar cerca del borde transparente. Y eché una mirada al interior. Todo el suelo se cubría con la pintura de un mapa, quizás de la región. En el centro se erguía un altar cuya parte superior, de hierro forjado, se abría cerca el cielorraso en diagonales para formar la estructura que sostenía el cristal. Contra las esquinas afloraban esculturas de arcilla. Toda la sala octogonal se bañaba de un color naranja, producido por la refracción de las luminarias solares. Escuché la piedra rodar por sobre la losa y sin esperar a Ana, la aferré para después arrodillarme y darle un golpe seco a uno de los paneles. Tras el estallido del vidrio, con el pié comencé a derribar los pedazos que quedaban.

— No pierdes el tiempo- aseguró Ana otra vez arriba sonriéndome.

— Ten cuidado con los cantos, todavía pueden quedar retazos de vidrio- le aclaré.

— ¿Y por qué iba a bajar antes que tú?- interrogó ella mientras fruncía el ceño.

— Eres más ágil, y si encuentras un banquito o algo que se parezca me lo alcanzas para bajar- expliqué mientras trataba de evitar una risa.

— La comodidad ante todo...- respondió Ana y ya comenzaba a afirmarse contra los cantos del metal. Se estiró y después de soltarse, desapareció de mi visual. Sus pasos resonaban contra las paredes en ecos superpuestos.

— Ahí tiene mi señor- avisó ella colocando una amplia silla bajo el hueco rectangular.

— Gracias, muchas gracias- contesté mientras me animaba a bajar. Me estiré todo lo que pude y me solté. Apenas unas decenas de centímetros de caída contra la silla y otras tantas contra el suelo. La sala estaba casi vacía. Deslumbrados, la recorrimos contemplando los cuerpos de arcilla. Nos detuvimos en una esquina en particular, porque eran esculturas humanas de dos viejos, que en su flanco izquierdo se estiraban como chicles para convertirse en jóvenes. Quedamos boquiabiertos. ¿Acaso algún inspirado artista imaginó nuestro pasado? ¿O un monje del destino trazó nuestro porvenir?

— Estamos en este vértice del octógono, este es el comienzo. ¿Cuál será segundo vértice?- preguntó Ana mientras giraba su torso hacia ambos lados. Por la derecha, la misma pareja empujaba un vástago. Por la izquierda, de la cabeza de dos jóvenes emergían estrellas.

Quedamos absortos, admirando la exposición de una perturbada y asombrosa mente. Y contemplando las paredes, observamos la marcha de una cortina de luz que giraba con extrema lentitud en sentido horario. Caminamos hacia la derecha.

— Nuestra siguiente parada- aseguró Ana y asentí.

— ¿Pero cómo llegar?- me interrogó con preocupación y señalé bajo sus pies.

— Supongo que este mapa se relaciona con las esculturas- expliqué mientras me agachaba para observar la escala. Apoyé mi antebrazo contra el segmento que tenía casi la misma longitud. Entre extremos se indicaba el valor de 10 Vasper (vaya a saber cómo se correspondía con nuestros kilómetros). Luego repetí la operación desde el primer vértice hasta el segundo en línea recta, así como los antiguos medían por codos. Mientras me dedicaba a la medición, Ana miraba a los muñecos de arcilla de todas las aristas, y en una libreta que extrajo de su campera, empezaba a realizar unos bosquejos.

— Treinta y cinco codos, algo así como 350 vaspers desde nuestro lugar al segundo templo.- afirmé sonriendo.

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