Omar Casas - Octógono de Hallistar

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Dos ancianos que se encuentran de forma casual en un puente, son los protagonistas de esta historia. La inquietante luna de plata genera la apertura de un portal que los lanza hacia mundos extraños y peligrosos, donde investigan y aprenden secretos de los antiguos; una raza extinta cuya tecnología no sólo les confiere poder, sino también juventud.

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La red funcionó de maravilla. Pescamos muchas piezas que en el templo limpiamos y salamos tras las indicaciones de los libros. A partir del terrible suceso, nos dedicamos a entrenar todos los días con la rueda giratoria y los aparejos. Y tratamos de aprender más de supervivencia. En un libro observé el mapa del lugar. El túnel comunicaba al templo con una isla en medio del ancho río, era la isla del bosque viviente donde muy pocas bestias se animaban a pisar. Aprendimos a producir flechas y arcos. Después de muchas horas de probar los arcos y mejorar sus defectos, nos decidimos salir a cazar. Los primeros días fueron frustrantes, pero Ana logró matar un jabalí. Esa noche hicimos una gran fogata y mientras mordíamos la jugosa carne, escuchamos los lejanos aullidos y tambores de las bestias. Nos reímos y los insultamos, sólo faltaba el alcohol para coronar la fiesta.

Creo que fueron veinte días, veinte días donde fortalecimos el cuerpo de tal manera que los progresos se notaban. Los dos desarrollamos masa muscular en poco tiempo, como si el alimento de la isla produjera una intensa proteína.

Un fuerte ruido nos despertó en la madrugada, luego le siguió otro y otro en ritmo lento. Nos incorporamos de inmediato y usamos los aparejos para desplegar las escaleras. Luego ascendimos y nos asomamos a las amplias ventanas. Divisamos al ejército de bestias. Usaban un inmenso ariete con punta de hierro para romper una de las gruesas paredes.

— Les costará trabajo horadarla- afirmé para calmar a Ana.

— Pero tarde o temprano entrarán y no quiero estar aquí cuando suceda- comentó ella angustiada.

— Es el momento de descubrir cómo llegar al tercer vértice- avisé mientras descendíamos por las escaleras. Nos preocupamos por fortalecernos y alimentarnos pero jamás sospechamos que se prepararían para destruir el templo. Pero todavía contábamos con mudarnos al bosque. Allí no podían acercarse. Casi como contestación a mi reflexión, observamos nubes de humo cruzar la punta de la pirámide. Subimos de nuevo, y esta vez fue como recibir una daga al corazón. Los lobunos se animaron a generar un gigantesco incendio en toda la isla.

— ¡Hijos de mil puta!- gritó Ana y luego lloró de forma silenciosa. Estábamos realmente jodidos. Otra vez regresé a mi reflexión. Tan cómodos nos sentíamos que no previmos un tiempo para estudiar en cómo continuar con el viaje. ¡Quién podía abandonar semejante hogar!

Por horas revisamos y buscamos un libro que nos indicara cómo llegar al tercer vértice. Abatidos, descansamos y comimos un poco de carne salada. No podíamos escondernos en el bosque, ni escapar por canoa. Todos los caminos estaban bloqueados. Ana sorbió un poco de agua del precario odre que había creado con el estómago cosido del jabalí y enfiló a la tercera escultura. No sé por cuánto tiempo quedó contemplándola. Los ruidos del exterior ya se volvían insoportables.

— ¡Ayúdame con la rueda!- exclamó apremiante y salté de mi lugar.

— Jamás probamos con dos vueltas- dijo y se afirmó con fiereza. Era verdad, siempre la girábamos en un sentido y luego en el otro. Y empezamos a empujar, mientras un segundo piso transparente emergía por encima de nuestras cabezas.

— ¿Cómo lo descubriste?- pregunté contemplando el octógono vidriado.

— No le prestamos atención a la tercera escultura. La pareja con los torsos encorvados por el cansancio pero siempre mirando hacia arriba, hacia la luna donde se inscribe el octógono. ¿Y qué hay dibujado casi imperceptible en él?- preguntó Ana y me dirigí a la tercera arista. Podía notarse la rueda giratoria encastrada en el octógono y el número 2 apenas perceptible.

— ¡Excelente deducción! Y ahora...

— Subamos al piso flotante con todo lo que podamos llevar. Roguemos que la luna aparezca y se abra el portal antes de que las bestias ingresen- explicó ella mientras los golpes continuaban con más fuerza y las nubes del incendio cubrían en espeso manto al cielo.

Así lo hicimos, llenamos nuestras alforjas con comida para una semana, algunos libros, los odres llenos de agua, un atado de flechas, más el mejor arco que construimos. Colgamos las espadas de los cintos que se cernían a nuestra cintura. Sólo restaba esperar el momento, mientras los incansables “cabeza de perro” continuaban el trabajo con el ariete y ya caía polvo de la pared horadada.

La espera se volvió tediosa. Era seguro que los lobunos ingresarían esa noche. Algunos trataron de hacerlo desde el techo, pero ya lo teníamos cubierto con las mamparas de metal. Sólo dejamos la punta liberada, para que entrase el rayo de la luna. Ya habían roto el vidrio, pero su superficie era demasiado pequeña para entrar. Después de varias horas, por fin llegó la noche, pero las espesas nubes imposibilitaban que nuestra amiga de plata se asomara. La debilitada pared escupía nubes de polvo y piedras. Luego saltó un pedazo de roca y la punta de acero del ariete emergió en el salón. Vibramos tras el grave sonido y también por el miedo. Por suerte, les quedó la punta trabada y no podían retrocederla. Me animé a bajar.

— ¿Qué haces?- preguntó desesperada Ana.

— Se la trabaré- contesté carrera abajo. Tomé una cuña de madera y la apreté contra la pared. ¡Funcionó!

— ¡Sube de una vez!- gritó Ana, pero antes de obedecerla, usé el aparejo para dejar más abertura en la cúspide del templo. Ya era muy difícil que intentaran un ataque desde arriba cuando ya cedía la parte inferior.

La cuña no resistió mucho tiempo, pero ganamos varios minutos de vida. El segundo golpe arrancó una roca, y el tercero produjo el boquete. Como un grueso chorro de pelos se desparramaron en la sala, y comenzaron a subir por las escaleras. Fue cuando un agónico rayo de plata iluminó el octógono y los vértices se encendieron. Cuando ya olíamos su sudor, el suelo nos arrastró a pasmosa velocidad. El entorno se transformó en un borrón...

Luego... el hormigueo otra vez, y tras él, primero las extremidades y después el resto de mi cuerpo se desintegraba en polvo. Transmuté en una y cada una de las millones de partículas que se arremolinaban y aceleraban en una oscuridad silente.

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