Omar Casas - Octógono de Hallistar

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Dos ancianos que se encuentran de forma casual en un puente, son los protagonistas de esta historia. La inquietante luna de plata genera la apertura de un portal que los lanza hacia mundos extraños y peligrosos, donde investigan y aprenden secretos de los antiguos; una raza extinta cuya tecnología no sólo les confiere poder, sino también juventud.

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— ¿Du astag javen?- preguntó la mujer.

— Lo lamento, no te entiendo- le respondí negando con la cabeza.

— Drasgas- expresó ella tras una sonrisa y una triste mirada que revelaba alguna pérdida, seguramente, la de su pareja.

— De nada- le contesté bajo un supuesto.

Seguimos la caminata con los chicos y nos encontramos con un puñado de sobrevivientes. ¡Y entre ellos... apareció ella! Pero no era la “ella” octogenaria, sino la que me había imaginado en un cercano pasado. Y la realidad superó a mi imaginación, pues era más atractiva. Entonces me pregunté, si rejuveneció unos veinte años, entonces... Miré mis manos menos arrugadas, sin manchas hepáticas, luego me toqué la cara. ¡Cerca de veinte años más joven! Entonces comprendí mi velocidad y fuerza.

— Dime que hablas castellano, por favor- pedí con apremio.

Ella soltó una risa y se aproximó en silencio.

— Te agrada hacer sufrir a la gente. Pero tu reacción lo confirma.- Aseguré a un paso de ella.

— ¿Si soy tu torturadora, qué queda para la Luna que nos trajo a este mundo?- preguntó ella con cierta preocupación.

— ¿Mundo?- respondí sin todavía tener en claro a qué se refería, mientras la gente seguía avanzando por la ladera de la montaña y no prestaba atención a nuestras reflexiones. Ella alzó su brazo y seguí su dirección. Lo descubierto me sorprendió tanto o más que el “cabeza de perro”. Cerca del sol había otro más pequeño y de tonalidad un poco más oscura. Giré la visual y divisé dos lunas, y la imponente cúpula de una tercera comenzaba a escalar la bóveda celeste.

— Mierda... Estamos jodidos... - murmuré con la seguridad de un imposible regreso, y me senté abatido. La mujer se sentó a mi lado.

— Eyyy... Me llamo Ana- se presentó apretando mi antebrazo con afecto.

— Marco, un placer- le respondí tratando de sonreír.

— ¿Crees en el destino Marco? Por algún motivo, que en algún momento vamos a descubrir, la misteriosa Luna, nuestra Luna, nos convocó a un lugar y tiempo específico para transportarnos. ¿Estás de acuerdo con eso?- me interrogó Ana y yo asentí.

— No sé tú, pero yo era una vieja solitaria, esperando con resignación y valor el momento de mi muerte. Sólo vivía disfrutando de mis últimos momentos...- comentó ella con una tierna mirada.

— Eehhh... Creo que yo... creo que yo también... No tenía ningún proyecto para seguir. Pero todavía no me preparaba para el momento final.- expliqué contemplando su belleza.

— ¿Dejaste a alguien en nuestro mundo, mujer, hijos, nietos?- preguntó Ana y supuse que sabía la respuesta.

— A nadie, y creo que tú tampoco- aclaré y ella asintió.

— Entonces... Marco...- murmuró Ana como esperando una conclusión.

— Entonces... aceptemos este regalo de los dioses. Una juventud insospechada- concluí con ánimo.

— Y aferrémonos al nuevo destino- agregó Ana, nos paramos y seguimos al lejano grupo.

Antes de que los soles se ocultaran entre las montañas cubiertas de coníferas, los aldeanos descansaron en un rellano y luego comenzaron a juntar leños. Los imitamos, pero no pudimos cazar ningún venado como ellos. Trajeron dos, los destriparon y descueraron con rapidez y habilidad. Ana y yo los observamos con detenimiento, suponiendo que en algún momento deberíamos hacerlo sin su ayuda. Luego los ensartaron en lanzas que apoyaron en horquillas talladas de las propias ramas. Cuando la carne comenzó a destilar la grasa, ya era de noche.

Éramos veinte sobrevivientes, entre ellos algunos niños y ancianos. Hablaban ese extraño idioma, pero por sus gestos supuse que comentaban su reciente experiencia del ataque. Sus rostros denotaban tristeza y preocupación. Uno de ellos trepó a uno de los árboles como centinela.

La carne estaba algo dura, pero sabrosa. En la rueda que habíamos formado alrededor del fuego, pasaban odres de agua y también de vino. Cuando terminamos la cena, cambiaron la guardia y varios se recostaron para dormir. Con Ana hicimos lo mismo. Supuse que sin la confortable cama, sería imposible alcanzar el sueño, pero me equivoqué. Había sido tal el cansancio y la acción, que al apoyar mi cabeza contra el suelo, quedé inconsciente.

Sentí que alguien hamacaba mi hombro.

— Vamos Marco, despierta- escuché la voz de Ana. El calor de un manto de luz cobijaba mi espalda y no tenía ganas de incorporarme.

— ¿Qué sucede, amaneció tan temprano?

— Creo que es mediodía, dormimos demasiado. Nos abandonaron, Marco. Esos hijos de puta nos dejaron solos.- aclaró Ana y recobré mis fuerzas por la mala noticia.

— Es evidente que no les somos útiles. ¿Pero...? ¿De qué pueden servirnos ellos si ni siquiera conocemos su idioma? Además... ¿Cuántos sabrán pelear? Escaparon, en lugar de plantarse y defender su aldea.- Expliqué mientras todavía conservaba la pesadez del sueño.

— Es verdad, pero nos proveyeron de comida. Debemos alcanzarlos. ¿O acaso sabes cazar?- interrogó Ana con sorna.

— Te preocupa la comida. Buen punto. Pero... ¿Qué seguridad tendremos de ir tras los campesinos? Ya dejaron bien en claro que no somos de su agrado- repuse con amargura.

— Con 80 años sería difícil darles alcance, pero con 60 no es tan imposible. Seremos una carga hasta que aprendamos a cazar.- aclaró Ana y estaba en lo cierto.

— Más que la comida, debo preocuparme por mis pastillas contra el reuma.- expresé con desdicha.

— Y yo por las de la presión- comentó Ana.

— Por eso nos abandonaron, somos bichos raros- repuse mientras trataba de incorporar un cuerpo dolorido. Entonces escuchamos un cuerno de caza, que provenía del pié de la montaña, hacia el este, donde se asentaba la aldea.

— ¿Serán esas bestias?- preguntó Ana y bellos surcos de preocupación se profundizaron entre su nariz y mejillas.

— Es probable...- respondí sin abrigar ni una pizca de esperanza.

— Entonces huyamos montaña arriba, por donde los aldeanos escaparon.- sugirió Ana señalando al oeste.

— ¿Viste esas montañas?- le pregunté contemplando las altas murallas cubiertas de nieve. Y en ese momento, un gélido aliento descendió de ellas traspasando mis huesos, tal vez como advertencia a un posible ascenso.

— ¡Las vi, claro que las vi! ¿Prefieres luchar contra cientos de bestias peludas?- preguntó con ironía Ana.

— Al menos me dejaron la espada- murmuré y ella me miró furiosa.

— Me marcho, haz lo que tú quieras- decidió mi compañera y comenzó su marcha mientras el grave sonido del cuerno aumentaba.

— Espera Ana ¡Por favor! Solo unos segundos- avisé y ella se detuvo nerviosa.

— ¿Y si trepamos a los árboles? Son muy frondosos y cuando las bestias pasen de largo, volvemos a la aldea- expuse al mismo tiempo que señalaba a los pinos y abetos apretados en lo alto.

— ¿A la aldea?

— Jamás esperarán que regresemos. El camino en bajada es más rápido. En cambio, si subimos, ¿cuánto tiempo tardarán en alcanzarlos?- fundamenté y ella asintió.

— Entonces no perdamos más tiempo- aceptó Ana corriendo hacia la parte más densa del bosque y yo la seguí lo más rápido que pude.

Ana encontró un ancho y rugoso tronco del que nacían poderosas ramas y con habilidad felina comenzó a trepar. A mí me costó muchísimo más, quizás por mi exceso de peso. Cuando la había perdido de vista entre la espesura, escuché no sólo al cuerno sino muchos ladridos, cada vez a mayor volumen.

— Vamos gordito, encontré un escondite perfecto- escuché el susurro burlón.

— Ahora entiendo... por qué es tan difícil... encontrar a un chancho... trepado en un árbol- reflexioné mientras me acomodaba sin aliento en una ancha enramada natural. Formaba una cerrada concavidad, como la palma ahuecada de un cíclope. Y allí, protegidos por el verde refugio, decidimos esperar algo más tranquilos y en silencio.

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