Omar Casas - Octógono de Hallistar
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— ¿Y cuánto vale un vasper?- preguntó Ana sin soltar la mirada a su libreta.
— Ni la más puta idea... Sólo es la manía que tengo por medir las cosas. Pero tal vez podemos realizar una aproximación cuando naveguemos río abajo.- expliqué mientras me acercaba a ella.
— ¿Navegar? ¿A qué te refieres?- preguntó Ana con curiosidad al mismo tiempo que dibujaba con rapidez y belleza la quinta escultura.
— Supongo que los largos senderos angostos del mapa pintados en azul, refieren a un río que corre paralelo a la diagonal del octógono. Esta aldea está en las márgenes de un río que baja de las montañas y pasa cerca del segundo templo.- avisé y ella asintió concentrada en su tarea.
— ¿Sería mucha molestia que copiaras el mapa del suelo?, sería de buena ayuda para nuestro viaje- sugerí contemplando el sexto bosquejo.
— No hay problema, pero no te quedes parado detrás de mí, me recuerdas a los profesores de arte que examinaban y criticaban por detrás de mi cuello mientras pintaba. Eso me ponía nerviosa y me desconcentraba- comentó ella con sequedad.
— Lo lamento mi talentosa artista- respondí dando un paso atrás y eché a andar por la anaranjada sala. Después de quince minutos, Ana arrancó una hoja y me la pasó. Era una réplica perfecta, en escala, de todo el mapa. Salimos del templo, bajamos de su techo y enfilamos a la costa. Muy pronto llegamos al borde del río, donde un par de canoas flotaban amarradas contra gruesos troncos. En ese momento, oímos el maldito cuerno.
— Espérame sólo un par de minutos- avisé a mi compañera, mientras quebraba una rama gris. Caminé y conté, desde el tronco de amarre, cien largos pasos en línea recta, paralela a la margen. Al fin del recorrido clavé la rama al suelo y regresé al trote. Ana me esperaba ya en el bote, preparada para remar. Desaté la soga lo más rápido posible y empujé el bote. Con el agua hasta la cintura y asido al esquife, me impulsé y rodé sobre las maderas. Mientras enrollaba la soga, ya podían escucharse los aullidos y ladridos, aunque todavía distantes. Ana comenzó a remar y le sugerí que mantenga un ritmo lento y constante para ahorrar energía, por suerte, la corriente era a favor nuestro. Tardamos en pasar a la altura de la rama, aproximadamente unos 40 segundos. Dividí el espacio de 100m sobre el tiempo y nos daba una velocidad de 2,5m/seg. o cerca de 9 Km/h, nada mal para un impulso a pulmón. Los sonidos eran cada vez más intensos y Ana comenzó a preocuparse, porque más abajo observamos las embarcaciones de los “cabeza de perro”, pero las bestias no se habían asomado. Ella comenzó a remar más rápido para sobrepasarlas cuanto antes. Si nos llegaban a cerrar el paso era nuestro fin. Cuando alcanzamos su altura, apenas se veían algunos puntos descender la ladera. A pesar de todo, Ana continuó a ritmo forzado. Y poco a poco las fuimos dejando atrás.
— Tranquila, no creo que se dirijan primero a sus botes, supongo que irán al templo- aclaré tratando de que Ana aminorara su marcha, pero ella continuó por varios minutos como si tratara de ganar una medalla olímpica. El resultado fue que terminó exhausta y tuve que reemplazarla demasiado rápido para mi gusto.
— ¿Eso es lo que más puedes?- preguntó sorprendida por mi lentitud.
— Correcto, es lo más que puedo hacer, para no terminar como tú en pocos minutos. No quiero que el bote quede a la deriva. Esto nos va a llevar varias horas- avisé mientras remaba con calma. Por suerte, los aullidos eran cada vez más lejanos. Mientras contemplaba el verde paisaje de ambas orillas, mi compañera interpretó un concierto de ronquidos. Después de una hora, extendiendo mi pie alcancé el suyo para despertarla.
— Ana, no aguanto más, llegó tu turno- la desperté y cambiamos las posiciones. Así continuamos sin parar hasta el anochecer, donde decidimos descansar y sólo usar un remo de timón cuando corregíamos la dirección. Una franja de apretadas estrellas cruzaba la infinita concavidad azul, derramada al espacio como la leche de Hera. Y la tremenda luna blanca, diez veces más grande que la nuestra, pareció engullir a sus dos compañeras, transformando al río en plata fundida y mostrándonos el camino al otro templo.
4- EL SEGUNDO VÉRTICE
No fue largo el descanso. El que se despertaba en la noche y tenía fuerza, remaba hasta agotarse. Nos intercambiamos varias veces el trabajo y las horas de sueño. El amanecer nos sorprendió cuando la gran luna, ya muy arriba, comenzaba a desaparecer, mientras una cúpula roja e inmensa aparecía incendiando el este.
— Tengo hambre- dijo Ana tras inclinarse al borde de la canoa para tomar agua.
— Yo también, pero no sabemos cazar- respondí mientras pensaba todo lo difícil que sería sobrevivir en ese lugar.
— Yo no pensaba en eso, pero podríamos recolectar algunos frutos y raíces, ¿qué te parece?- sugirió Ana y tuve cierta esperanza.
— ¿Sabes cuáles son las especies comestibles?- pregunté sorprendido.
— Trabajé cierto tiempo de ayudante de cocina y aprendí mucho. ¿Nos animamos a buscar nuestro desayuno?- preguntó ella y enfilé hacia la orilla opuesta de dónde veníamos sólo por precaución.
Atracamos en la dorada y desolada costa y tras cruzar una angosta faja de arena, nos sumergimos en el bosque. Del renegrido suelo, Ana extrajo hongos y me mostró sus diferencias con los venenosos, luego hizo una selección de raíces y después escaló uno de los árboles para robar huevos de un nido. La incursión no duró más de una hora y retomamos a la canoa con los bolsillos arrebatados de víveres. Continuamos todo el día remando y descansando hasta que los dos soles comenzaron su descenso al poniente. Cada vez se estiraban más los intervalos de descanso, hasta que el entumecimiento fue insoportable y por agotamiento, ambos fuimos presa del sueño.
La fría brisa de la noche nos despertó y río abajo, a medio kilómetro de distancia, divisamos cientos de puntos brillantes en la costa.
— ¿Llegamos a destino?- preguntó Ana con cierta alegría, mientras las luminarias se volcaban a la costa y regresaban en un vaivén acompasado. Primero escuchamos el grave cuerno, luego tambores y después los conocidos aullidos. De forma instintiva tomé los remos y enfilé al margen opuesto.
— ¿Nos habrán visto?- interrogó preocupada mi compañera como si yo fuera el de las respuestas alentadoras. Pero traté de cumplir mi función.
— No lo creo. Se ciegan con sus antorchas y nosotros somos cobijados por la noche. Por suerte, las nubes cubren las lunas.- respondí y apresuré los movimientos a pesar de los fuertes dolores en hombros y bíceps. Acarreábamos unas dieciocho horas de remo efectivo, que multiplicada por una velocidad promedio de 9Km/h, se traducían en aproximadamente 162 Km. Si los relacionaba con los 350 vasper del mapa, nos daba una relación de 2,2 vasper por kilómetro. ¡Ya tenía la correspondencia para leer sus mapas! La voz de Ana me volvió al problema principal.
— Nos estaban esperando, por eso no se apresuraron a seguirnos, tienen la región cubierta y de algún modo se comunican a distancia. No podremos entrar al templo- se explayó Ana con gran desánimo.
— Son demasiadas hipótesis no confirmadas pero posibles.- respondí cuando ya nos acercábamos a la otra margen. Increíblemente, no había rastros de las bestias. ¿Eran tan brutos de no cubrir el desvío de sus perseguidos? ¿O en este lugar le temían a algo peor que ellos? En ese momento no importaba, me contagiaba de Ana, extrapolando cuestiones cuando debíamos enfocarnos en lo principal. Y lo que urgía era pisar la playa, descansar y recuperar fuerzas ocultándose en la espesura boscosa.
Escondimos la canoa y en silencio nos hundimos en la verde oscuridad. Nos sentamos en medio de un círculo perfecto de troncos, que se iluminó como esmeralda brillante cuando la gran luna desgarró la cortina nubosa. El follaje se encendió y de las puntas de las hojas destellaron reflejos. ¡Los pinos y abetos parecían gigantescos candelabros de mil velas! Una brisa repentina movió sus ramas en una dirección y un verde desfiladero de quince metros de alto se abrió ante nosotros. Entonces supimos a qué le temían las bestias, a las fuerzas sobrenaturales que dominaban al extraño bosque. La esperanza renació en nuestros espíritus, que empujaron los fatigados cuerpos por el angosto sendero.
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