LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA
A Gabriela, mi madre, a Cindy y Martín, por acompañarme en este camino.
No quiero contar mis secretos
Mientras la luna está aquí,
No quiero cantar mis lamentos…
ATACAMA. CRISÁLIDA
1
Había imaginado muchos escenarios en los que me encon-traría con Sara Valencia, pero jamás el que tenía ante mis ojos.
Era mediodía y el sol incineraba el desierto. Cruzan-do la carretera, estaba ella, convertida en una Thelma sin su Louise, disfrutando con insolencia aquel pedazo de realidad carente de sombras y ángulos, apoyada en el ta-pabarro trasero del Ford Mercury 48, con los brazos cru-zados despreocupadamente sobre el pecho. La capota es-taba abierta, el motor vomitando nubes de vapor, aseme-jando un artilugio diseñado para acentuar aún más la frialdad de sus ojos estrellados contra el calor lacerante que me había deshidratado, a tal punto, que no existía glaciar suficientemente vasto para satisfacer mi sed. Pero debía cumplir mi misión, aunque lo poco que me queda-ba de vida se me fuera atravesando aquellos escasos me-tros de asfalto al borde de la ebullición.
Busqué en sus ojos alguna señal que me indicara que intentaría huir, arrastrándose entre la arena y las piedras hirvientes, sabiendo que el momento de su muerte había llegado; un atisbo de plegaria lastimera que la colocara de rodillas sobre las piedrecillas de la berma, ofreciéndome los millones que le robó a Pablo Niculcar a cambio de su vida o, siquiera, un ademán de resistencia o negación ante la inevitabilidad de la muerte, pero permaneció estancada junto a aquel pedazo de metal arcaico que un tanque no podría mover, envuelta por las volutas efímeras, con el peto anaranjado muy ceñido al torso delgado, y los panta-loncillos concisamente aferrados a sus piernas turgentes, sin manifestar ningún interés por mi presencia ni por las suelas de mis zapatos derretidas por el pavimento, la po-lera que había sido blanca al comienzo del viaje o el pan-talón de mezclilla jaspeado por el polvo, emulando la piel de un leopardo pintada por manos infantiles. Sin duda, era el momento preciso para finalizar la misión, pero el tormento del calor era tan monstruoso que difícilmente hubiera podido acercarme a ella, empuñando la pistola, sin desmayarme.
Esperé que el camión pasara frente a mí, casi arran-cándome la nariz, para cruzar la pista en dirección a Sara que me miraba como si yo fuera un espejismo.
―Supongo que ya sabes por qué estoy aquí ―le dije. Ella apretó el nudo del pañuelo que le protegía la cabeza, dejando escapar algunos cabellos rojos como el mismo fuego azuzado por el sol en mi estómago.
―Lo sé, pero creí que Pablo enviaría al Gitano o a Maripán. Pensé que valía mucho más para él.
Sentí mi orgullo de famélico ángel de la muerte humi-llado, pero opté por mantener la reciedumbre que trataba de dibujar en mis movimientos. Busqué la pistola en la mochila, pero el agotamiento me había vuelto lerdo, ven-ciendo mis ansias por apagar su existencia.
―¿Sabes? No había imaginado así mi final ―Hizo una pausa desconcertante en la que fijó sus ojos almen-drados en el horizonte―. ¿Sería demasiado pedir que buscáramos otro lugar, quizás un poco más impresionista, para terminar con todo esto?
Intenté mojar mis labios agrietados con lo poco de sa-liva que navegaba por mi boca, sin entender a qué se refe-ría, pero accedí. Al fin y al cabo, todos tenemos una ima-gen ideal del momento de nuestra muerte, aunque rara vez se concreta. Le echó una mirada al motor descom-puesto, como pidiéndome que lo reparara. Podía tratarse de un truco para escapar del destino escrito en las que-maduras de mi piel, pero su actitud soberbia y hasta in-sensible, alejó mis suspicacias. Dejé la mochila arrimada al parachoques, me saqué la camiseta para no continuar ensuciándola y coloqué mis básicos conocimientos de me-cánica en práctica. Sara se quedó apoyada en el tapabarro, inmóvil, observando el mismo espacio en donde yo había estado de pie con total desinterés.
Después de cerrar el capó, me coloqué la camiseta, sin preocuparme por las manchas groseras de sudor que no tardaron en bosquejar archipiélagos en la tela, y empuñé la Glock escondida en la mochila. Apuntándole, ingresa-mos a la cabina. Ella encendió el motor. Luego de un par de intentos fallidos, los pistones comenzaron a bombear bencina con cierta dificultad, pero pronto dejaron de resis-tirse. Sara desplazaba la tierra, el aire, el calor reptante y las palabras a su alrededor, con la coraza de terca indife-rencia con que observaba hacia el norte, como si el univer-so hubiera desaparecido consumido por bolas de fuego.
―Y ¿dónde vamos a acabar con todo esto? ―pregunté.
―Sé dónde voy, pero todavía no sé cómo encontrar ese lugar.
―¿Me estás hueveando?
Ella, por fin, manifestó algo de humanidad con una sonrisa tibia que le hizo hoyuelos entre las pecas de sus mejillas.
―Si no me dices pronto dónde quieres morir, yo to-maré esa decisión, ¿está claro?
―Más que preocuparte por el lugar, ¿siquiera sabes por qué tienes que matarme?
―Sé muy bien por qué tengo que hacerlo.
―Es que, si llegaste hasta acá sin cuestionar las órde-nes de Pablo, no tienes la más remota idea de por qué tie-nes que asesinarme.
Yo tenía mis propias razones para terminar con la vi-da de Sara Valencia y deseé decírselo para destruir el blindaje gélido con que desplazaba la atmósfera, pero su emplazamiento replegó mis palabras. En mis años como sicario, jamás me había planteado aquella disyuntiva. Busqué en mis recuerdos alguna situación similar, una herida sin cerrar, algún capítulo abierto que me diera una cornisa de donde asirme para responder a aquel enigma, pero no había siquiera un rezongo que me permitiera sol-tar el aire tibio contenido en mis pulmones.
―Vamos a pasear ―Sara volvió a sonreír y pisó el acelerador, apropiándose con confianza de la carretera derretida en un delgado hilo de sangre negra que ascen-día por la piel macilenta de un coloso dormido.
2.
Bebió de la botella plástica con delicadeza y luego se la extendió a Juan Pérez. Él, para no ser mal educado, inten-tó tomar agua con la misma parsimonia, pero los deseos por satisfacer la sed y el cansancio, que podía adivinar hasta en sus cejas apelmazadas, pudieron más. Sara dejó dibujado en el aire espeso un gesto burlesco; él se sonro-jó.
Apenas lo vio al otro lado de la carretera, lo recono-ció. Era uno de los tantos matones que conformaban la brutal comparsa de Pablo, pero el nombre real que de se-guro se ocultaba tras esa chapa y la historia quizás mise-rable de aquel sujeto, no le habían interesado hasta ese momento, en que la forzada compañía la incitaba a inda-gar más allá de los rasgos que le recordaban a Niculcar. Las manos gruesas, capaces de abarcar todo su cuerpo con un simple movimiento; la nariz ancha, masculina, aguile-ña aunque no prominente y en especial, los ojos brillantes e inquietos que observaban todo con curiosidad, como si quisiera memorizar hasta el más intrascendente detalle del horizonte voluble al que nunca llegaba, pero que mi-raba como si todavía quedase algún futuro entre las fanta-sías circenses que se acumulaban a lo largo de la ruta y que a ella, no le interesaban, desapareciendo rápidamen-te, devoradas por la cola de su cometa en fuga.
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