Juan sonrió tratando de decir gracias, pero el temor a vomitar sin previo aviso, le impidió abrir la boca.
―¡Niña, venga a saludar a las visitas!
La mujer abandonó la habitación sin dejar de gritar. Sara se quedó observando el paisaje recortado por extra-ños ángulos y convergencias de luz y sombra. Juan termi-nó por tragar un concho de bilis que todavía tenía pegado al paladar y se sentó junto a ella.
―No voy a estar dando vueltas eternamente por el desierto ―comentó él.
―¿Y qué más has estado haciendo todos estos años?
Pérez tragó más saliva amarga y bajó la mirada. Sus zapatos lucían como rostros de momias gemelas. No la volvió a levantar hasta que la extravagante dueña de casa regresó acompañada por su niña; también vestía pedazos de tela que fueron adhiriéndose unos a otros para sobre-vivir, cubriendo un armazón de huesos tan prominentes que parecían estar a punto de rajar la piel macilenta y se-ca, resquebrajándola como si fuese papel maché.
La joven saludó con una reverencia anacrónica aun-que elegante, mostrando sus dientes desordenados a mo-do de trofeo, todos ellos colocados ahí de un manotazo, como si alguien le hubiese acomodado, no de muy buena gana, las piezas que había perdido su madre.
―Nos parecemos, ¿no cierto?
Sara rio a carcajadas, refrescando la atmósfera y lle-nándole los pulmones nuevamente de aire fresco traído de un milenario y encantado bosque. Juan no dijo nada y quiso que le salieran alas para volver a Santiago, armado con una ballesta uncida en poderes divinos para destruir a Niculcar, sus hordas furiosas y hasta las decisiones equivocadas que había tomado.
Alguna vez, el pueblo había sido conocido como Los Confines y hasta ahí llegaban los barreteros, acendradores, llaveros, canaleros y canchadores de los enclaves cerca-nos; lapidaban la fortuna paupérrima que ganaban sepul-tados en vida entre caliches ardientes que los embriaga-ban con sueños que jamás traspasarían la barrera amarilla que zanjaba la quimera que llamaban horizonte. Lo de-más, era la historia de siempre; el auge, caída y muerte que resume el transcurso ineludible formado por las ma-nos burlescas del destino manejado desde lujosos salones por rostros invisibles e impiadosos, siempre quitando más de lo que daban, como un tallador tramposo con las cartas marcadas.
Juan se balanceaba sobre un taburete, sosteniendo el plato de sopa que la vieja le había servido sin dejar de hablar, como si por fin hubiera podido abrir la boca sella-da desde el cierre de la última faena cercana, hacía veinte años. Y no dejó de hacerlo mientras él trataba de beber el caldo desabrido sin tocar con la lengua la cuchara oxidada que aún servía como ejemplo de la grandeza desahuciada del caserío. Embelesada, Sara escuchaba cada palabra que la anciana profería, acompañando sus décimas inconscien-tes con la música de sus encías sibilantes. Fue entonces que se dio cuenta de que tenía los dedos engrifados en contorsión compulsiva, buscando los pinceles y lápices que había abandonado hacía tanto tiempo, con la esperan-za abrupta de rescatar, aunque fuera un retazo de aquella inclasificable escena.
Entre las palabras roncas que llenaban la isba apenas iluminada, Sara fue reconstruyendo el amanecer tremendo de su levantamiento. Arrancó los cuadros de las paredes como si hubieran sido sus cadenas, destruyó sillas y me-sas, rasgó alfombras, rasguñó las paredes hasta dibujar extraordinarios jeroglíficos con la sangre de sus dedos, arrasando con cualquier forma medianamente identifica-ble que hubiera a su alrededor. Intranquila, atacada por alucinaciones claustrofóbicas, imaginó fetos indeseados en los restos deformes que la rodeaban, desparramando los escombros en la sala, destrozándolos hasta reducirlos a moléculas infinitesimales de polvo. Solo se detuvo cuando el sol, que entró a raudales a través de los venta-nales ya sin cortinas, le permitió descubrir las laceraciones palpitantes que le cubrían manos y brazos. Se quedó in-móvil y en silencio en medio de la sala convertida en su propio círculo infernal, y no fue sino después de varios minutos que el brillo de un bisturí tirado entre despojos, le llamó la atención, convirtiéndose en el vehículo que debía tomar para huir y dejar que aquel mar de recuerdos abortados fuera devorado por cucarachas y polillas.
―Ya es tarde. Mejor los llevo a las piezas.
Flotando entre los espejismos trazados por los retazos de cada escenario que había destruido y el esplendor de los fantasmas que la vieja todavía veía en el pueblo, Sara cayó sobre el colchón podrido cuya única cubierta eran los exoesqueletos transparentes y quebradizos de los in-sectos que habían muerto esperando que el pueblo resuci-tara.
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