David Burt - La vida de José

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¿Las dificultades de la vida están produciendo en mí el carácter de José o el de Jacob?
La vida de José es, sin duda, retadora. Desde un punto de vista humano, padeció muchas penurias: su madre murió a los pocos años de su nacimiento; sufrió el desprecio de sus hermanos por ser el favorito de su padre; fue vendido como esclavo y deportado a Egipto cuando era joven; estuvo acusado falsamente y encarcelado, etc. Si atendemos a la explicación que ofrece nuestra sociedad, tendría que haberse convertido en un hombre amargado y lleno de rencor porque «el mundo le ha hecho así», como diría la canción.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La vida de José, desgranada en este libro, nos muestra formidablemente cómo atraviesa las distintas pruebas creyendo de corazón que Dios las está permitiendo y se halla a su lado en todo momento. Dios tiene todo bajo control y, en su bondad, permite que José vea el fruto de sus lágrimas: la salvación de su pueblo.
¿Las dificultades de la vida están produciendo en mí el carácter de José o el de Jacob? Esta es la cuestión. Y es muy relevante, pues nos atañe a todos. Si no hacemos algo por impedirlo, la vida nos va endureciendo poco a poco. Por lo tanto, necesitamos aprender a vivir como lo hizo José, dependiendo de Dios y confiando en su carácter y promesas, para ser cada vez más como Cristo: personas gozosas, sensibles a la necesidad y agradecidas en todo y por todo.

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Desafortunadamente, hay personas que dicen ser creyentes, que se apresurarían a tirar piedras a una mujer adúltera y, no obstante, no vacilarían en el momento de aceptar veinte piezas de plata por algún asunto turbio. A veces, el comportamiento noble de los incrédulos avergüenza la mezquindad de espíritu de algunos cristianos.

Y cuando pasaron los mercaderes madianitas, sacaron a José de la cisterna, lo subieron y lo vendieron a los ismaelitas por veinte piezas de plata. Y llevaron a José a Egipto (37:28).

Los sujetos y verbos de este versículo podrían prestarse a cierta confusión, pero está bastante claro por el contexto ¡que quienes sacaron a José de la cisterna fueron los hermanos, no los ismaelitas, y que los que llevaron a José a Egipto fueron los ismaelitas y no los hermanos!

Las veinte piezas de plata (que nos recuerdan las treinta dadas por las autoridades judías a Judas; Mateo 26:15) representaban, a principios del segundo milenio, el precio de valor de un varón entre cinco y veinte años de edad (ver Levítico 27:5), en contraste con treinta piezas en el caso de un esclavo con edad de plenas facultades (Éxodo 21:32).

Por supuesto, la venta traidora de José nos recuerda inevitablemente aquella otra venta vergonzosa al precio de treinta piezas de plata (Mateo 26:14-16).

Lo que los hermanos no podían saber ni siquiera imaginarse era que la entrega culpable de José a los madianitas iba a hacer avanzar los planes divinos para toda la familia, para el pueblo de Egipto y para el linaje del Mesías. Sin embargo, los lectores hemos tomado nota de una cadena de circunstancias providenciales detrás de las cuales no podemos dejar de ver la mano soberana de Dios: la decisión imprudente de Jacob de enviar a José a Siquem; su encuentro “casual” con el hombre que pudo dirigirlo a dónde estaban los hermanos; las intervenciones de Rubén y Judá, quizás interesadas, pero oportunas en los designios de Dios; y la aparición de los madianitas justo en el momento crítico:

A menudo, los pasos de la providencia parecen contradecir a los designios de Dios, incluso cuando más están sirviendo a su cumplimiento. 39

Todo se combinó para entregar a José en manos de sus hermanos. Sin embargo, resultaría que Dios, aunque oculto, había estado tan vigilante como en cualquier milagro. 40

La providencia divina obra maravillas, pero nunca nos exculpa de nuestros errores y pecados. 41

CAPÍTULO 5 - Jacob, devastado

GÉNESIS 37:29-36

La consternación de Rubén (37:29-30)

Volvió Rubén a la cisterna y, al no ver a José en la cisterna, rasgó sus vestidos, se volvió a sus hermanos, y dijo: ¡El muchacho no está! ¿Y ahora qué voy a hacer? (37:29-30).

Rubén, evidentemente, estuvo ausente cuando aparecieron los mercaderes madianitas, lo cual no debe sorprendernos, porque el cuidado de grandes rebaños suponía el constante ir y venir de los hermanos. Él mismo, al hacer sus planes (37:21-22), podía haber pensado en rescatar a José solamente si contaba con la frecuente ausencia de los demás hermanos.

Al ver que José no estaba en la cisterna, temió lo peor: que, durante su ausencia, sus hermanos lo habían matado. Por eso, rasgó sus vestiduras, la manera habitual en aquel entonces de expresar el sumo dolor, la profunda perturbación o la frustración extrema.

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Aunque Rubén deseaba genuinamente rescatar a su hermano menor, llegado el momento de la verdad, podía pensar únicamente en las consecuencias para él mismo, no para José. Si bien no tuvo parte en la venta, entendía que, como el hermano mayor, Jacob lo consideraría responsable. Sabía perfectamente que los hijos mayores tenían cierta responsabilidad por sus hermanos menores y que Jacob le pediría cuentas. Esto explica su grito de angustia: ¿Adónde iré yo? (así, literalmente). ¿Cómo puedo volver a casa y presentarme ante mi padre?

Seguramente, la angustia de Rubén es lo que hizo que los hermanos volvieran a la segunda parte del plan inicial: el de contar a Jacob que José había sido devorado por fieras: Matémoslo y digamos que una mala bestia lo devoró (37:20).

La desolación de Jacob (37:31-35)

Y tomaron la túnica de José y, degollando un chivo de las cabras, empaparon la túnica con su sangre. Luego enviaron la túnica de rayas de colores y la hicieron llegar a su padre, y dijeron: Hemos hallado esto: Reconoce si es la túnica de tu hijo o no (37:31-32).

A los miembros de la familia de Jacob, nunca les faltaban recursos de astucia y engaño. ¡De tal palo, tales astillas! El primer pecado de los hermanos engendró un segundo: después de vender a su hermano, ahora mentían a su padre, si no con palabras al menos con hechos. 42La túnica, que había causado tantos celos, se convirtió en el medio del engaño.

La frialdad del discurso de los hermanos y, especialmente, el distanciamiento implícito en la frase tu hijo (no mencionaban el nombre de José, ni le llamaban nuestro hermano) evidenciaron una terrible falta de compasión ante la angustia de su padre, y un intento por encubrir su mala conciencia. Nos recuerdan las amargas palabras del hermano del Hijo Pródigo: He aquí, tantos años te sirvo y… nunca me diste un cabrito… pero cuando regresó este hijo tuyo… (Lucas 15:29-30; ¡No dice: “Mi hermano”!); o las de Adam: La mujer que tú me diste… (Génesis 3:12; ¡No dice: “Mi esposa”!). En cada caso, los que hablan intentan desasociarse de la persona a la que se refieren, y lo hacen a fin de alejarse de la situación o la conducta de ella.

Él la reconoció, y exclamó: ¡Es la túnica de mi hijo! Alguna mala bestia lo habrá devorado. ¡Sin duda José fue despedazado! (37:33).

Los hermanos engañaron al engañador. Aquí se manifestó la justicia divina. Jacob había engañado a Isaac y así robó la bendición que pertenecía a Esaú; los hermanos le engañaron para que pensara que había perecido aquel al que quería dar la bendición. Él lo había hecho cubriéndose de pieles de cabrito; ellos lo hacen manchando la túnica con sangre de macho cabrío. 43

Y Jacob rasgó sus ropas, puso saco en sus lomos y endechaba por su hijo durante muchos días (37:34).

Como acabamos de sugerir, rasgar las vestiduras, como vestir cilicio (o “saco”), eran maneras habituales de exteriorizar el dolor por la pérdida de un ser querido. Pero, en realidad, la profundidad de la angustia de Jacob se verá menos en estos gestos convencionales que en el hecho de que todavía añoraría a su hijo más de veinte años después (42:36, 38; 43:14).

Y fueron reunidos todos sus hijos e hijas a consolarlo, pero él rehusaba ser consolado, pues decía: ¡Con llanto bajaré hasta el Seol junto a mi hijo! Y su padre lloraba por él (37:35).

Este texto quizás indique que Jacob tuvo más hijas aparte de Dina, pero no necesariamente: podría tratarse de las esposas de los hijos, porque, en aquel entonces, las nueras eran llamadas hijas (ver Rut 1:11).

Ni siquiera la presencia ni las atenciones de todos sus hijos podían proporcionarle a Jacob consuelo alguno. Estaba convencido de que su dolor le acompañaría hasta el día de su muerte, lo cual, sin duda, habría ocurrido si no hubiera sido por la gracia de Dios. Pero estas palabras debieron significar una nueva bofetada para los hermanos: Jacob amaba tanto a José que, para él, es como si los demás hermanos no contaran para nada, ni pudieran proporcionarle ningún consuelo.

¿Cuáles habrán sido los auténticos sentimientos de los hermanos cuando intentaban consolar a su padre? ¿Y cuáles habrán sido los de Jacob ante sus intentos? ¿Habrá percibido que en realidad ellos no echaban a faltar a su hermano? ¿Habrá sospechado que, como frecuentemente ocurre, intentaban consolarle más que nada porque sus lágrimas les molestaban y no por ninguna consideración altruista? ¿Y cómo habrán sentido los hermanos en su interior al proferir palabras de consuelo aun a sabiendas de que todo era un engaño? 44

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