1 ...6 7 8 10 11 12 ...15 El centro, ubicado en la calle Virgen de la Cabeza, tenía a uno de los lados, separado por un callejón, el instituto Virgen del Carmen; al otro, la piscina municipal y pistas polideportivas públicas de El Estadio, en cuyo frontón se proyectaban películas. Unas noches de verano ahí, otras en el Rosales, y tardes de domingo en cines como el Asuán o el Lis Palace, iba a presenciar lo que la cartelera ofrecía en cada momento. King-Kong, El triunfo de Hércules, El lago azul, Tiburón, Grease, Rocky o La guerra de papá.
Un sábado o un domingo —no lo recordaba con precisión— de la primavera del 79 había ido a ver Campeón, cuya emocionante secuencia final, con el desconsolado TJ diciendo a su padre, un púgil sin suerte, «No te mueras campeón, no te mueras», provocó que se le saltasen las lágrimas.
Esas esporádicas llanteras cinematográficas nunca las reconocía ni divulgaba, porque ya era un machote capaz de comprender de qué coño se reían quienes bailaban una rumba de El Payo Juan Manuel con lo que les pasó —a mitad del camino— a una vieja y un viejo que iban pa’Albacete.
La revuelta en las virginales partes nobles de Pedro fue tomando consistencia cuando se percató de que podía parecerse a los policías californianos Starsky y Hutch, que, vestidos de paisano y a bordo de un Ford Torino rojo, se ligaban hasta a la novia del delincuente que pillaban. Le parecía un rollo para empollones amargados el concurso Cesta y Puntos, presentado por Daniel Vindel. Él quería ser como Curro Jiménez para rehogarse en sábanas blancas con espléndidas posaderas o acaudaladas viudas. Un Orzowei por los parques de Jaén, o un integrante de Los hombres de Harrelson, tan listo como Colombo, Banacek y Kojak. Recordaba el titular que le costó un suspenso en el colegio por poner en la edición del periódico escolar «Banacek pega a Jesús Ibáñez», en alusión al tortazo que Pedro presenció en clase, propinado por un maestro conocido así entre el alumnado por su parecido con el protagonista de esa serie. Aquel titular a cuatro columnas ensombreció la noticia de balonmano que aparecía justo debajo, también en la portada.
En su particular periplo escolar, dadas las reducidas dimensiones del patio del colegio Aneja, los deportes en equipo eran muy limitados. Las clases de Educación Física se ceñían a subir a pulso la cuerda, lanzar lo más lejos posible el balón medicinal y saltar el potro. Sin embargo, debido al entusiasmo que ponía en la divulgación del balonmano don Justo Robles, esta modalidad deportiva atrajo a Pedro. De todos modos, su escasa corpulencia y altura eran condiciones físicas que, según consideraba, le impedían tener opciones de jugar al nivel de otros compañeros. El interés creció más a su llegada al instituto viendo los campeonatos en los que jugaba José Carlos Sobrado, un vecino mayor que él, así como compañeros como José María Jiménez Molino, Manuel Latorre Ramiro o Esteban Jodar Gimeno. El equipo del Virgen del Carmen, dirigido por don Manuel Ortega Cáceres, brillaba en los campeonatos entre centros docentes.
La gran pasión por el balonmano explotó a raíz de la excelente trayectoria liguera del ADA Jaén, que, en la temporada 78/79, se proclamaba campeón de Primera y ascendía a División de Honor bajo la presidencia de Honorato Morente. El ascenso se consumó tras una temporada sensacional. El equipo, entrenado por Justo Gámez, del que emergía el corpulento y magnífico lanzador Carlos De Blas, era recibido a los sones del himno a Jaén por un siempre abarrotado pabellón de La Salobreja. Pedro tenía intención de sacarse el carnet de socio con el fin de seguir animando cada domingo a un equipo que iba a tener rivales tan relevantes como su Atlético de Madrid o el antipático Barcelona. El ADA-Jaén, en cuyas filas seguía De Blas, se había reforzado con Elberdín, López León, Román y Muñoz Benito.
En aquellos años, tampoco ahora —reconocía Pedro— no era ni la mitad de corpulento que esos balonmanistas de antaño, pero quería ser un hombre de carácter, y no un lerdo, como el marido de la señora Mildred en Los Roper.
En el 79 detectaba bienestares nunca antes sentidos al vislumbrar los escotes de Victoria Vera por la Albufera valenciana de Cañas y Barro, prosiguiendo con frecuentes izados de pene derivados de los constantes toqueteos de Tonet a Roseta y de Roseta a Tonet en La Barraca. El estallido hormonal adquirió carta de naturaleza a causa de Los Gozos y las sombras, y a consecuencia de Charo López. Más aún, cuando descubrió —gracias a Buytrago, un espigado compañero del colegio— que hacerlo a dos manos les traería a sus gónadas más placentera cuenta. Aguayo, otro con quien compartió pupitre, trató que Fernández retomara el camino hacia el cielo, invitándole al club Antara. Allí, un cura —no obrero, sino de la Obra[6] — se empeñaba en que saliese del aula de estudio para enseñarle ajedrez, negándose si quiera a recibir las primeras nociones porque el clérigo, en vez de en una mesa, colocaba el tablero en un sofá. A don Claudio, que movía la sotana mejor que Lola Flores la bata de cola, le debió quedar claro que a Pedro lo que le gustaba era jugar a las damas, porque no volvió a verle el pelo.
Donde sí se lo veían a menudo era en el quiosco El Porvenir, al que acudía con la excusa de comprar un par de cigarros Lola y se quedaba prendado de la portada semanal de la revista Interviú. El ejemplar de ocho páginas dedicadas a Sofía Loren le pareció apoteósico, y, por eso, aprovechando un descuido, lo birló. Su tío de Pegalajar, Fernando Gutiérrez, empleado de Simago, mantenía la tesis de que el hombre no debía matrimoniarse con una mujer para compartir solo unos efusivos y exclusivos cinco minutos diarios, como tampoco para 23 horas y 55 minutos, sino para las 24 horas del día.
Según Pedro, su tío hablaba con gran razón y sólido criterio, con un pequeño pero importantísimo matiz en el que no cayó en la cuenta hasta que, en los aledaños de la veintena, conoció a la que se convertiría, no mucho después, en su mujer. El matiz en cuestión es que la pareja con la que llegara a matrimoniarse para 24 horas diarias —tal cual sentenció su tío— fuese muy bella, como mínimo, en consonancia con la espectacular hermosura de la Loren. Espectaculares también le habían contado que eran entonces y seguían siendo, como él había tenido ocasión de comprobar, las viandas, muy concretamente las anchoas en salazón y el chuletón de buey, regadas con excelentes vinos que ofrecía taberna Zurito, inaugurada en 1915 y situada en una calle, céntrica, de las típicamente jaeneras, Correa Weglison.
Las luchas internas por el poder entre el gobernador Francisco Rodríguez Acosta y el nuevo jefe provincial del movimiento, Luis Toro Buiza, provocó la destitución de los dos y el nombramiento en abril de 1940, para ambos cargos, de Antonio Correa Weglison.
El régimen franquista le encomendó restablecer la disciplina, eliminando las divisiones internas entre falangistas camisas viejas y camisas nuevas, y luchar contra la corrupción en la administración local, apartando a los sospechosos de practicarla. Correa Weglison decía: «Yo no admito que nadie pueda venir diciendo que es falangista de este o de aquel: no hay más que un solo modo de ser falangista, y es sirviendo al Caudillo y a los postulados de nuestro Movimiento».
Durante el año y medio que permaneció en el cargo destituyó a numerosos alcaldes y jefes locales del movimiento implicados en corrupciones, o por ser especialmente ineficientes. Puede que, como reconocimiento a la depuración efectuada, Antonio Correa Weglison fuese ascendido a gobernador y jefe provincial del movimiento en Barcelona, en octubre de 1941. Sin embargo, no desperdiciaba ocasión para volver. Así lo hizo el nueve de marzo del 42 para adorar al Santo Rostro y, exclusivamente, para disfrutar de una noche de feria por San Lucas, el 18 de octubre de 1943.
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