Lucho Zúñiga - Cuatro páginas en blanco

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Incomprendido en su tiempo, Federico Alzubide fue un escritor que, sin haber colocado palabra alguna sobre el papel (y de ahí el título de este libro), movió los cimientos de la crítica. ¿Era un verdadero vanguardista o alguien que se burlaba de sus lectores? Cuatro páginas en blanco, de Lucho Zúñiga, es un notable artefacto estético porque combina el ensayo, la entrevista y el microrrelato para afianzar su carácter metaliterario. Pero es, ante todo, un texto arriesgado y que no debe pasar desapercibido. Lucho Zúñiga (Lima, Perú, 1978) recuerda que tiene nueve años de edad cuando, después de un apagón, a la luz de unas velas, su hermano mayor le pregunta si quiere escuchar un cuento. Ya había leído Pulgarcito, El gato con botas, Pinocho, Blanca nieves y los siete enanos. Espera algo parecido. Su hermano le lee los inicios de La Metamorfosis, de Franz Kafka, evento trascendental en su infancia. Desde entonces, improvisa mundos autosuficientes en pequeños cuadernos. En uno de ellos, un anciano, refugiado en un sótano durante la Segunda Guerra Mundial, escribe un poema en forma de escalera y pide a siete de sus descendientes escribir un libro inspirado en él. Nace así una logia llamada El Círculo Blum, la cual aparece en su primera novela. Cuatro páginas no escritas que el lector cómplice sabrá llenar con su imaginación. Cuatro páginas dentro de un libro múltiple, uno de los cuales nos conduce hasta «Clarividencias», obra inédita del genial Alzubide-Zúñiga: atisbos de lo que escapa a nuestro control en eso que hemos dado en llamar Realidad, visiones hiperbreves donde lo fantástico se da la mano con lo absurdo y lo grotesco. Un libro inacabable. David Roas

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En la revista Calidoscopio (1965), se publica un artículo del crítico literario Martín Ojeda que investiga el origen de «Cuatro páginas en blanco»; para esto se reúne con el antologador de Artefactos Literarios, Carlos Baquíjano. A la pregunta sobre cómo llegó a sus manos el texto de Alzubide, Baquíjano responde: «La historia es así. Estamos en el bar Cordano, a principios de 1927. Carlos Oquendo de Amat está conversando con el dueño de la imprenta Minerva, Julio César Mariátegui. Oquendo le habla sobre unos bonos de preventa que está ofreciendo a amigos y familiares, buscando financiar la publicación de Cinco metros de poemas. Después, llega un joven poeta de diecinueve años llamado Rafael de la Fuente —que nos habló de su primer libro pronto a publicarse con el seudónimo de Martín Adán— y otros poetas cuyo nombre no recuerdo ahora. Uno de ellos empieza a leer un poema, luego el otro. Oquendo critica unos versos, De la Fuente se acaricia el mentón en gesto introspectivo. De repente, un joven con cara de haber tenido varios días de insomnio se acerca a nosotros. “Buenas noches, mi nombre es Federico Alzubide. Quisiera presentarles, si me lo permiten, un trabajo literario”, dice con voz calmada. Se le recibe cordialmente, saca unas hojas de su maletín y dice: “Es un texto que se llama ‘Cuatro páginas en blanco’. Lamentablemente, no lo puedo leer”. Se produce un silencio, a Julio César le da un ataque de risa, De la Fuente sonríe ensimismado, como si estuviera pensando en el mar. Oquendo exclama: “¿Acaso usted es un dadaísta?”. Alzubide responde: “Como diría Tristan Tzara, me parezco bastante simpático”. Entonces, nos hacemos amigos. Yo le comento que estoy armando una antología llamada Artefactos Literarios que incluye textos creacionistas, surrealistas, futuristas, y ligados a cualquier tipo de vanguardia literaria. Le digo que me gustaría leer escritos suyos. Él me habla de un viaje al día siguiente y me pide la dirección de mi casa pues está dispuesto a enviarme, con gusto, material para una posible publicación. Un par de semanas después, me llega un sobre desde Pacasmayo. Lo abro, y lo único que veo son cuatro páginas en blanco, con una nota que dice: “Este texto se llama ‘Cuatro páginas en blanco’, lo someto al criterio del editor de Artefactos Literarios para una posible publicación en dicha antología. Gracias por el interés en mi trabajo. Federico Alzubide”».

El artículo publicado en Calidoscopio impulsó a Ojeda a seguir buscando más información. Llegó a obtener el nombre de un amigo norteamericano que conoció a Alzubide cuando este viajó de Lima a Nueva York: Mark Donovan. Consiguió su dirección y le escribió una carta, la cual fue respondida. «Conocí a Federico en la Exposición Internacional de Arte Moderno, en Nueva York. Era el año 1913 y se presentaban más de mil doscientas pinturas de varios países. La galería I era la más visitada, porque todos querían ver pinturas cubistas. En esa época nadie las entendía, así que muchos visitantes hacían comentarios burlones de las obras, en especial de una de Duchamp: Desnudo bajando una escalera. Todos se preguntaban dónde estaba el desnudo pues todo lo que se veía era un movimiento abstracto hecho con trazos ocres y marrones. Federico estaba a mi lado, acompañado de su novia Beatriz. Lo vi aplaudir en medio del tumulto, con gesto admirativo. Alguien hizo un comentario sarcástico que produjo la risa de otros. Había mucha gente. Federico seguía aplaudiendo, Beatriz lo imitó. Mi prima y yo también. Éramos solo nosotros cuatro, aplaudiendo por unos segundos, hasta que se sumó un quinto, un sexto y, por alguna razón, sea por aburrimiento o por seguir el juego, todos empezaron a aplaudir y a reír; una pequeña fiesta dentro de la sala. Eso era lo que había provocado Federico».

En una nueva carta, Ojeda pregunta a Donovan si alguna vez Alzubide le habló sobre proyectos literarios: «Federico nunca me mostró ningún escrito suyo. Aunque recuerdo que tenía la idea de hacer una exposición en la que una sala imitara el espacio de una cafetería. Él estaría sentado en una mesa. Habría un letrero con el nombre de la obra: Poeta intentando escribir un poema en una cafetería. Su plan era estar allí, sentado durante horas. Justo antes de que cerrara la exposición, él escribiría. Me contó que quería hacer eso y es lo único que te podría decir sobre un proyecto literario suyo».

Estas entrevistas aparecerían publicadas en el primer libro de Ojeda: Federico Alzubide. Génesis y estructura de «Cuatro páginas en blanco» (Ed. Tractatus, 1990). En 1998, Editorial Dialógica publica una reedición de Artefactos Literarios, la antología donde, por primera vez, apareciera «Cuatro páginas en blanco»; el tiraje es de quinientos ejemplares y los editores proponen una intervención en las cuatro páginas vacías, invitando a pintores y poetas a rellenar los vacíos del texto de Alzubide con dibujos y poemas escritos a mano. Según la editorial, se trataba de un intento por revivir el concepto de «aura» enunciado por Walter Benjamin:

Mientras la obra de arte sea única, es decir, no sea reproducible técnicamente hasta tal grado que deje de ser importante si es el original o si es la copia, se le podrá ubicar dentro del contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura 1 1 Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Madrid: Taurus Ediciones, 1973 .

Editorial Dialógica publicó en la nota de prensa: «Al momento de intervenir las cuatro páginas de Alzubide con un elemento único e irrepetible (el trazo de un artista, el poema escrito a mano de un poeta), se logra el efecto de dotar a cada uno de los quinientos libros de la edición de un ‘aura’ que no podrían tener si fueran meros objetos reproducidos en una imprenta. Cada uno de los libros está numerado y, cuando uno los compra, está adquiriendo algo lleno de unicidad, algo vivo».

No se volvió a saber de un escrito nuevo de Alzubide hasta sesenta años más tarde de la primera publicación de «Cuatro páginas en blanco», cuando aparece el cuento «Eureka» en la antología Escritos perdidos en los bosques literarios (Ed. Klaxon, 1987). Allí se narra la historia del discípulo de un monje budista que le pide a su maestro que le entregue un libro útil para encontrar la iluminación. El maestro le entrega una hoja en blanco. Le dice que la pegue en la pared de su cuarto y que solo cuando termine de leerla, regrese. El discípulo cumple con la instrucción, buscando cada día el significado de la prueba. Regresa con el maestro y le dice que en la página en blanco podía leer sus propios pensamientos. El monje le entrega entonces tres hojas en blanco más, diciéndole que las pegue al lado de la primera hoja y las lea con detenimiento antes de volver con él. Pasa una semana, el discípulo regresa con su maestro. Le dice: «En la segunda hoja leí pensamientos de mi pasado, cuando era niño y competía con mis amigos en unas carreras que empezaban en el templo Saikin-ji, ubicado cerca del lago Biwa. En la tercera hoja leí pensamientos del presente, en los que estoy hambriento de iluminación y busco llegar al satori a través de largas meditaciones. Finalmente, en la cuarta hoja pude leer pensamientos sobre mi futuro, donde ya soy un maestro iluminado y tengo a varios discípulos escuchando mis consejos con atención». El maestro replica: «Si toda tu vida está en esas hojas, muéstrame cómo sería la existencia sin ellas». Entonces, el discípulo regresa a su cuarto, rompe las cuatro hojas y consigue la iluminación.

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