Lo peor sería que aquel hombre, de pie en medio de la sala, repitiera que quería ir a la habitación antes de que ella respondiera. Los ecos de su voz cavernosa se sumarían. Pauline sólo tenía que sacarle cuatro ideas, cuatro frases bonitas, similares a las de sus libros. No podía volver a Lyon con esa versión de Umbral, nada más, sin su voz crítica. ¿Qué diría Monsieur Caravate? ¿Y Jean-Luc? Le preguntó a doña Adela si había algún inconveniente en hacer la entrevista en la habitación, ya que así lo quería el señor Umbral. «Allá tú», dijo la doña.
La entrevista fue breve, más de lo previsto, pero afortunadamente se grabó bien en el aparato. Pauline apenas pudo sacarle un par de ideas interesantes. Sentía que a cada momento el tiempo se aceleraba, y las palabras, que tan bien pronunciaba antes, volvieron a trabársele. Umbral no se quitó siquiera el abrigo; se sentó en una de las sillas de la habitación, enfrente de Pauline, sentada en la otra, y respondió durante poco más de cinco minutos a sus preguntas. Dijo que en su juventud escribir novelas era una profesión, y muy honrada, además, pero que en el futuro no veía demasiado claro cuál sería la tarea del escritor. «Si mi obra es recordada —añadió—, lo será gracias al estilo, porque el escritor se hace a través del estilo. Se me recordará también como cronista de la revolución sexual.» No quiso valorar la labor de sus traductores, en cambio, y al ser preguntado por sus referentes literarios, se puso de pie, colérico, diciendo que todo el mundo, y le parecía que Lyon formaba parte del mundo, sabía cuáles eran sus referentes. «Eximio escritor y extravagante ciudadano —dijo—. Así calificó un jefe del Gobierno a Valle-Inclán, y así soy yo.» Luego se fue.
Abrió la puerta y se largó sin decir adiós. Pauline pudo escuchar cómo murmuraba algo atronadoramente, que hotel más cutre no había en Madrid, quizá, o que aquello había sido una pérdida enorme de tiempo. Pauline sintió un gran alivio al verlo partir, y agradeció, sobre todo, que al salir no diera ningún portazo. El tiempo se detuvo de golpe. La grabadora todavía estaba en marcha, encima de la cama. Sólo se escuchaba ahora la cinta al rodar. Le entraron ganas de volver a casa, de ver a Jean-Luc y contarle lo que hizo.
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