Juan Bautista Durán - Tantas cosas dicen

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Una estudiante francesa que viaja a Madrid para entrevistar a Francisco Umbral, los deseos cruzados de un grupo de amigos que todos los años se reúne en una casa rural, otro que no está invitado al encuentro, los devaneos de un quiosquero parisino que asiste a la llegada de un ilustre miembro del boom latinoamericano o la forma en que el cambio climático puede alterar el comportamiento de los perros, éstos son algunos de los temas y personajes que Juan Bautista Durán convoca en
Tantas cosas dicen, su esperado nuevo libro de relatos.

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Pauline se acostó pronto aquella noche, medio inquieta y con citas de Umbral dándole vueltas en la cabeza. No habló con nadie más que con doña Adela, a quien le pidió un par de piezas de fruta para llenar el estómago. No tenía hambre, estaba hecha un manojo de nervios y prefería esperar al desayuno de la mañana siguiente. Se fue a la cama con apenas dos manzanas entre pecho y espalda, y la clara intención de levantarse temprano, desayunar e ir con la alegría de la mañana a la casa de Umbral. Llevaba consigo un ejemplar en español de Mortal y Rosa, por si convenía en dedicárselo, además de la grabadora y la libreta donde tenía escritas la dirección y las preguntas que quería hacerle. En primer lugar estaban las que le sugirió Monsieur Caravate, y a continuación, con un montón de anotaciones al estilo de «si se tercia» o «si acepta hablar de sus contemporáneos», las que ella pensó.

Por instantes creyó que no iba a poder decirle nada. El edificio era regio, en una zona bastante elegante; pero nadie respondía al timbre que indicaba la dirección. Lo intentó varias veces, hasta el hastío, y a punto estuvo de dar la jornada por perdida de no ser por un vecino que entraba en el edificio y le preguntó si quería pasar. Por supuesto que sí. Llevaba al menos tres cuartos de hora esperando ese momento. Claro que ahora podía subir al piso de Umbral, tocar a su puerta y que nadie respondiera. A lo mejor no estaba. Ella no avisó; simplemente fue, tal como le decía Umbral en la carta. «Trata de llamarlo antes, no vayas a llevarte un chasco», le había advertido Monsieur Caravate.

Pauline estaba frente a la puerta de Francisco Umbral y de pronto, tras darle un par de veces al timbre, escuchó una voz atronadora gruñendo al otro lado de la puerta. «¿Quién es?», decía. «Soy Pauline Varane, de la universidad de Lyon. Vine para hacerle la entrevista.» Tras unos segundos de silencio, la voz atronadora dijo que aquella mañana no tenía idea de responder a ninguna entrevista. Pauline dijo que recibió su carta, que en ella… «No quiero hablar con ninguna estudiante francesa, váyase.» «Tengo una carta —respondió Pauline— en la que usted me invitaba a visitarlo en Madrid para entrevistarle.» Sentía que la estaba observando desde el otro lado de la puerta, a través de la mirilla, y esto la incomodó tanto que echó a hablar, dando por sentado que la voz atronadora era la de Umbral. Le contó que había escrito a la revista Interviú a propósito de su tesina universitaria, que al poco recibió respuesta, firmada por el señor don Francisco Umbral e invitándola a entrevistarlo en Madrid. Lo dijo sin apenas tomar aliento, y al decir la última palabra se abrió la puerta. Un palmo, nada más, el espacio que permitían las tres cadenas que la ataban al quicio.

Umbral, porque no cabía duda de que era él, a pesar de las cadenas, vestía un albornoz largo encima de la ropa de calle. «Conque es usted», dijo. Pauline preguntó si podía pasar para hacerle la entrevista, sentados, más cómodos, dijo con evidente timidez. «No —dijo Umbral—. Llegó usted en muy mal momento, desde luego, un momento terrible. Si quiere, pregúnteme.» La voz de Umbral fue áspera, como la de cualquier chulo de los que aparecen en sus novelas. Pauline necesitaba poner la grabadora en una mesita para captar bien la conversación, y ella misma, además, debía sentarse si quería tomar las notas correctamente. No podía hacerle ninguna entrevista así, separados por las tres cadenas, de pie, con un espacio de visión de apenas un palmo. Umbral cogió una silla y se sentó, mientras Pauline trataba de convencerlo.

La respuesta de Umbral fue negativa. «¿Dónde se aloja usted?», le preguntó. A Pauline le llamó la atención la pregunta, y más todavía su continuación, al indicarle dónde estaba el hotel: «Mañana iré a verla, pues, después de comer, a eso de las tres y media. Hoy vino en muy mal momento.»

¿Lo cogió escribiendo?, se preguntaba Pauline, y ¿por qué tantos rodeos, entonces? Pudo haberle dicho que pasara más tarde, a tal o cual hora, puesto que lo cogió trabajando. Pero nada de eso. Umbral era una fiera por domesticar, o por lo menos a eso jugaba, si la ocasión era propicia. Jean-Luc, por teléfono, le dijo que aquel tío era un capullo, y le recordó de pasada que Monsieur Caravate le mandaba hacer el trabajo sucio. ¿Quién quería hablar con Umbral? Claro, por eso Caravate le propuso estudiar su obra e ir a entrevistarlo, para quitarse trabajo de encima y, sobre todo, molestias. Pauline estaba por reconocer que Jean-Luc llevaba razón, pero no le gustaba que le hablara así, en absoluto, ella quería que se rieran juntos y le diera ánimos. Era una buena estudiante, estaba terminando la carrera… ¿acaso no debía arriesgar? «La cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera.» Pensó que si llamaba a Monsieur Caravate a lo mejor le echaba una mano, le daba algún consejo para el día siguiente, si es que Umbral se presentaba. Tuvo su número en la mano; sólo la echó para atrás, al final, el rechazo que le transmitía Jean-Luc.

Le comentó a doña Adela que al día siguiente, después de comer, iba a recibir a Francisco Umbral, si había algún espacio en el hotel donde le pudiera hacer la entrevista más a gusto. Doña Adela, muy sonriente, le dijo que podían ponerse en la salita contigua al salón donde se servían los desayunos. Había un tresillo, con una mesa baja en medio y un par de cuadros paisajísticos en la pared. La doña, al mostrársela, puso una mirada pícara, como diciendo «a ver si es cierto que va a venir». Y no sólo fue, sino que además llegó puntual.

Las horas anteriores Pauline se dio un paseo por los aledaños del hotel, y luego, menos nerviosa que la mañana anterior, revisó tanto las preguntas que iba a hacerle a Umbral como algunos textos suyos. No había en ella ni pizca de rencor. Su habitación tenía un armario, la cama y un par de sillas, una de las cuales hacía las veces de mesilla de noche. Leyó tumbada en la cama varias páginas seguidas de Mortal y Rosa, todo el rato en alto, ya que pensaba que su acento era demasiado francés, y que eso, quizá, fue lo que puso en guardia el otro día a Umbral. Leía pausadamente, con tal de vocalizar bien cada palabra y no trabarse. No quería que una pregunta a medias le impidiera sacar la información deseada. De pronto, repetía cuatro veces la misma frase: «Pelar una naranja, descortezar el mundo, desenredar el seno de una momia adolescente.» «Pelar una naranja, descortezar el mundo, desenredar el seno de una momia adolescente.» Etcétera. Y continuaba: «Me como una naranja y tengo un día anaranjado.» Empezó una carta, también, que no terminó. Era para Jean-Luc y le describía Madrid, al igual que un año antes le había descrito Logroño. Le contaba que en un rato iba a llegar Umbral, que estaba convencida de su llegada, porque un hombre como aquél, en cuyos libros mostraba grandes dotes, no podía fallarle dos veces seguidas.

Lo esperó en recepción desde las tres y veinte, charlando con doña Adela acerca del prosaico. Los consejos que no pudo darle Monsieur Caravate se los daba la doña, que a su edad, y siendo española, algo sabía de cómo tratar a hombres de esa calaña. «Que no te tome el pelo, sobre todo, eres muy joven para andar con gente así.» ¿Así? Umbral apareció en ese instante bajo el dintel de la puerta, con su atuendo habitual, es decir, abrigo largo, bufanda y gafas de pasta. Lo demás quedaba cubierto. Pauline dio un paso adelante para saludarlo, y él, desentendiéndose del saludo, exclamó que hotel más cutre no lo iba a encontrar en Madrid.

Lo condujo a la salita donde tenía que entrevistarlo, y Umbral, según se desabotonaba el abrigo, repitió su curiosa apreciación. «Hotel más cutre no lo vas a encontrar en Madrid.» En la salita estaba todo en orden. Con la ayuda de doña Adela, Pauline había puesto el tresillo de un modo simpático, adecuado para la entrevista, y en la mesa baja, junto a la grabadora, su libreta y el ejemplar de Mortal y Rosa, había dos vasos limpios y una botella de agua. «Póngase cómodo, señor Umbral.» «¿Aquí?», dijo él, observando el espacio. Se quedó varios segundos mirando los cuadros paisajísticos, sin sentarse. «Sí, claro —dijo Pauline con una voz demasiado inocente—. Doña Adela nos cedió esta sala para estar tranquilos.» Los cuadros le parecían horribles, dijo Umbral, cutres a más no poder. «Quiero ir a la habitación.» Su voz resonó malignamente entre las cuatro paredes, y Pauline, angustiada, se quedó en silencio.

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