Juan Bautista Durán - Tantas cosas dicen

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Una estudiante francesa que viaja a Madrid para entrevistar a Francisco Umbral, los deseos cruzados de un grupo de amigos que todos los años se reúne en una casa rural, otro que no está invitado al encuentro, los devaneos de un quiosquero parisino que asiste a la llegada de un ilustre miembro del boom latinoamericano o la forma en que el cambio climático puede alterar el comportamiento de los perros, éstos son algunos de los temas y personajes que Juan Bautista Durán convoca en
Tantas cosas dicen, su esperado nuevo libro de relatos.

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Pauline se molestó mucho, y con el mismo arranque se dirigió al quiosco. Lo hacía por Umbral, por su tesina, y el quiosquero que pusiera la cara que le diera la gana. Era un hombre poco hablador, aunque chismoso, eso sí, y al decírselo le dejó bien claro que necesitaba la revista para la tesina. Con un par de ejemplares bastaba, dijo. Llevaba tal empuje que apenas se fijó en la expresión del viejo. Se las conseguiría, y esto era lo importante.

En los siguientes meses se distanció de Jean-Luc, encerrada con sus libros en el cuarto de casa donde trabajaba, en cuyas paredes fue pegando fotos de Francisco Umbral. En ellas, Umbral aparecía siempre al contrario que las mujeres de Interviú, es decir, con abrigo largo, gafas grandes, de pasta, y una bufanda amarilla al cuello. Un hombre de aspecto regio, sí, un hombre como ella creía que debían ser, con carácter para cuidar de una muchacha bajita y cabezota como ella. A ratos prestaba más atención a las fotos que colgaban de la pared que a los libros, aunque en ningún momento se dejó llevar por ensoñaciones. A Pauline no le gustaba perder el tiempo. Iba a la universidad para llevarse nuevos libros de la biblioteca y reunirse con Monsieur Caravate, lo que solía ser una vez cada dos semanas, o una a la semana, incluso, si alguno de los dos tenía noticias. Solían reunirse en el despacho de Monsieur Caravate, o bien, y esto le gustaba más a Pauline pues sentía a su profesor más despierto, en una cafetería cercana a la universidad.

Una vez les vio Jean-Luc desde la calle, y por la noche, con cierta mala uva, la llamó a casa. «Te está comiendo el coco —dijo—. Dentro de unas semanas, Pauline, no quiero que me llames para decirme que Caravate te hizo esto o lo otro. Yo ya te avisé.» Monsieur Caravate no le hizo nada a Pauline, faltaba más, sólo le pedía cada vez más trabajo, y que, después de ver las influencias de los clásicos en Umbral, viera cómo se proyectaba su obra en el futuro. Era muy exigente, pero eso no tenía por qué ser malo. Pauline creía que iba a beneficiarse de esa exigencia. Y las últimas amenazas de Jean-Luc, por otra parte, le dieron a entender que lo suyo eran celos. Que lo parta un rayo, pues. Cuando más adelante lo llamó de nuevo fue para que la ayudara a buscar un hotel céntrico y económico en Madrid.

Fue cosa de Monsieur Caravate, porque ella no sabía por dónde continuar, de dónde sacar nueva información que tuviera que ver exclusivamente con Umbral y sus contemporáneos, nada de los siglos de Oro y de Plata, sino la pura actualidad. «Manda una carta a Interviú —le dijo—, a la atención de Francisco Umbral, solicitando una entrevista con él. Es quien mejor te hablará de su obra. Le cuentas que eres una estudiante de literatura española en la universidad de Lyon, que preparas la tesina acerca de su aparición en el panorama literario y que te interesa mucho hablar con él.» La respuesta de Umbral no tardó en llegar, de su puño y letra, agradeciendo el interés por su obra y sorprendido al mismo tiempo de que tal interés proviniera de una estudiante de Lyon. «Yo vivo en Madrid —escribía al final—. Le apunto ahí mi dirección y puede visitarme cuando lo considere.»

Pauline se puso eufórica, a punto como estaba de conocer a un escritor de semejante talla. Llamó a Jean-Luc en seguida, de tan contenta, como si no existiera ningún distanciamiento entre ambos. Le dijo que necesitaba un hotelito en Madrid, cuanto antes, que cómo debía hacerlo. Jean-Luc le dijo que él se lo buscaba, que no se preocupara, una respuesta que sorprendió gratamente a Pauline. ¿Sería que había cambiado?

Todo estaba sucediendo tan deprisa, de repente, que casi de un día para otro se vio subida al tren que la llevaba a Madrid. Era de lo más cómodo, y la velocidad a la que iba la ayudó a echar una larga cabezada. Cuando no dormía, miraba el paisaje que dejaban atrás, al tiempo que pensaba en las preguntas que le haría a Umbral. Algunas las traía anotadas en una libreta, eran preguntas que previamente habló con Monsieur Caravate y que no podía quitar; otras iba a soltárselas a su antojo.

Le quería preguntar qué opinaba de sí mismo en tanto que escritor y persona pública, así como de la fama de donjuán que venía ganándose. ¿Era cierto o sólo le gustaba fantasear con ello en los libros? Monsieur Caravate quería que le preguntara cómo veía sus libros traducidos a otros idiomas, si en verdad creía posible traducir su obra a otro idioma, el que fuere. También le dijo que le preguntara, sobre todo, qué autores consideraba sus mayores referencias literarias. A Pauline le interesaba más el futuro, en cambio, con qué fuerza veía su obra dentro de cincuenta años. Eso le interesaba mucho más, saber si un escritor, al ponerse frente al papel, es consciente de estar dirigiéndose a la gente de hoy, a la de hoy y mañana, a la de mañana solamente o a nadie en particular. ¿Cree que las próximas generaciones lo leerán y se inspirarán en usted, en obras como Travesía de Madrid o El Giocondo? ¿Qué libro suyo cree que puede aguantar mejor el paso del tiempo? Pauline tenía cierta fijación en ese aspecto, y le daba infinitas vueltas a la misma pregunta a fin de darle más intensidad. «No permitas que se vaya por las ramas —decía Monsieur Caravate—. Haz lo posible para que responda exactamente lo que tú preguntas.»

Además de la libreta, Pauline llevaba una grabadora que pensaba conectar, si Umbral se lo permitía, para no perder ripio de la conversación. Luego se lo mostraría satisfecha a Jean-Luc, para demostrarle que, con interés personal o no de Monsieur Caravate, ella estuvo reunida con Umbral. El hotel que le buscó reunía cuanto necesitaba: era pequeño, céntrico y le permitía descansar a gusto. La dueña era una señora muy amable, además. Doña Adela la trató tan bien los días que estuvo allí, que no pudo sino guardar un buen recuerdo de su estancia. Le preparaba unos desayunos espléndidos y se interesaba por ella, si durmió bien, si necesitaba algo…, qué traía por Madrid a una muchachita de su edad.

Al decirle que iba a entrevistar a Francisco Umbral, doña Adela puso cara de espanto, aunque cordial. Y con una sonrisa, luego, la tranquilizó. «Tiene un carácter muy fuerte, ándate con ojo», le dijo. Pauline la entendió de maravilla, porque al decirlo doña Adela se llevó un dedo al párpado inferior del ojo izquierdo y lo bajó un poco. Pauline repitió el gesto, como diciendo que ya estaba avisada. Recordaba algunos pasajes de los libros de Umbral, y frases, sobre todo, que le mostraban de sobra el carácter de aquel hombre. «Entre un hombre y una mujer tiene que haber siempre algo en peligro», dice en Memorias de un niño de derechas. Este tipo de frases, que abunda en la obra de Umbral, no se lo reveló en Lyon más que a Monsieur Caravate, quien ya debía de conocerlas. «Con las mujeres no hay que comerciar más que en la cama», decía también. A Jean-Luc, de eso, ni media. Tal como lo veía últimamente quizá le anulaba la reserva en el hotel, o incluso, y eso se habría pasado de castaño oscuro, le impedía viajar a Madrid. ¿Con qué derecho? Pauline lo pensaba en broma según paseaba por las calles de la capital española, y al mismo tiempo, sin embargo, sabía que existían ciertos derechos, de uno respecto al otro, imposibles de negar. Y se dieron así, sin más, al correr del tiempo. Con Jean-Luc había que hablar de otras cosas, y en lo que a Umbral respecta Pauline fue muy precavida.

Lo mejor era Mortal y Rosa, creía, un libro donde el autor recuerda a su hijo muerto, y del que, a menudo, cuando ella y Jean-Luc estaban juntos, le leía fragmentos en alto. «Toda cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera.» Esta idea quedó entre ambos como lema, al que volvían cada vez que alguien hablaba de la cultura con palabras excesivas. La Cultura. ¿Y las calles de Madrid?, se preguntaba Pauline asombrada, con un deje en la mirada que la delataba. Era una francesita morena y viajera. En algún lado Umbral se refería a las muchachas como ella, a las francesas morenas y viajeras, tan distintas a las mujeres españolas con las que se cruzaba de camino al hotel. Esto era también material para su tesina, en vista de cómo Umbral halagaba a las mujeres en función de sus atributos. A doña Adela, del hotel, le habría halagado su rotundidad, unida a los buenos modales, de matrona sin pelos en la lengua.

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