Pere Salabert - El pensamiento visible

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"El presente ensayo procede de una preocupación de orden estético que, si bien atañe al arte y tiene en el tiempo un lejano inicio, carece aún hoy de un descargo cumplidor. Radicada en el trato que tiene la capacidad sensorial con el uso intelectivo, en El pensamiento visible la inquietud apunta preferentemente a la pintura y se enuncia a caballo de dos conceptos de larga trayectoria pero desatento empleo; su nombre, estilo y expresión. Tantas veces confundidos hasta incurrir en sinonimia, no es siempre fácil ver en el segundo, referido a la moderna expresión artística en particular, el desahogo, cuando no la dispersión, de un cuerpo que deviene signatario en su obrar y que deja un vestigio con las formas que produce, llámense huella personal o impronta anunciadora. Y no resulta más sencillo detectar lo que hay en el estilo: la derivada de una diferencia individuadora que, con su tarea de afirmación, desea garantizarse.
De estas dos dificultades nace El pensamiento visible en su recorrido por una heterogénea selección de aportaciones a la plástica. Las formas del arte no son una carga intelectual que hemos de captar –no se trata de comprender las obras–; lo que hay en ellas es una fuerza redoblada que, al modo de los sueños, estimula al receptor llevándole a discurrir acerca de lo que allí parece tener un prudente amparo.
Trenzado así con el aparato teórico, el camino argumental emprende su marcha en este libro con la obra del artista chino Zhu Jinshi, de una expresión terminante en la ejecución y negligente con el estilo, hasta ir a desembocar en Decorpeliada, un creador ocasional que, anhelante de un estilo individuador que sin embargo le rehúye, aislado al fin en su extravío, sólo con la muerte acierta con la azarosa afirmación de sí."

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Evitemos la idea según la cual la Recreación, en el sentido en que empleo el término, es un fenómeno limitado a nuestro tiempo. Porque es todo lo contrario. Eugenio D’Ors escribió sobre el Barroco –ubicado por la historiografía en el siglo xvii con mayor o menor razón– para mostrar que era un «estilo» anhistórico, presente como un natural devenir de las formas llevadas a una proliferación que era antesala de la muerte a causa de un desgaste energético desmedido. Luego también la Recreación es una táctica detectable en todo momento, que no un estilo necesariamente. En el cine americano, el remake hace mucho que se emplea como recurso «creador» de primera categoría.

Nadie negará los beneficios obtenidos por una mirada retrospectiva hurgando en el almacén del pasado en busca de unos modelos dignos de ser redimidos, o incluso de aquellos modelos que, sin haberse acreditado, piden hoy, vistos con otros ojos, una reconsideración (un reciclado) mediante «interpretación», «apropiación» o «adaptación». No en vano la antigua Roma, puesta la mirada en la cultura griega en beneficio propio, aludía con el término contaminatio a su particular interpretación de su teatro como modelo para sí. También el «renacimiento» del siglo xv, con su amalgama de griego y romano, el barroco en el teatro francés del siglo XVII o el neoclasicismo del siglo XVIII, agitado éste por la particular personalidad romántica de Winckelmann, son claros ejemplos de recreación cuyo número no tendría fin.

Pero lo que nos interesa más en todo esto es su telón de fondo, al que me referiré sin extenderme. Detectada con la investigación lingüística la existencia hipotética de un modelo de lenguaje natural «puro», referido a la realidad en su inmediatez, sin afeites de ningún tipo, parecía obligatorio distinguirlo de otro lenguaje «impuro», como de segunda mano, que tendría al primero por objetivo y punto de partida. A éste lo llamaba Roland Barthes lenguaje-objeto y daba como ejemplo el «lenguaje de la revolución», como diciendo que el acto revolucionario es significativo en sí mismo y sin otras extensiones. Acto seguido, reflexionaba acerca de un segundo medio de comunicación, el metalenguaje. El problema consistió después en distinguir un lenguaje-objeto del metalenguaje, una distinción tan operativa como imposible de detectar en la realidad. Aun sin solución, ese problema es útil en la medida misma en que nos lleva a tomar conciencia de una efectividad, a saber, que la realidad lingüística está en la universalidad de los metalenguajes, esos lenguajes segundos derivados de un primer lenguaje –quién sabe si no sería adámico– que, pegado a la realidad y sin impurezas, sólo existe en la imaginación.

¿Dónde está, en todo esto, la mecánica del concepto Recreación? En el metalenguaje. No importa a qué nos refiramos: sea al lenguaje natural con palabras o al ficticio de las formas en el arte, el contenido de la Recreación siempre es un metalenguaje que tiene por antecedente y sostén otro lenguaje, metalingüístico a su vez, como he expuesto en otra parte (Salabert, 1997: 312 s.). ¿Le pondremos el re- de la simple repetición o el neo- de una acción actualizadora? Poco importa, los ejemplos son inacabables.

El material que he calificado de materno, libro inacabado o inacabable e improcedente ya por su extensión, debía trazar el largo camino de las diversas opciones en el trenzado de los lenguajes artísticos a caballo de otros lenguajes anteriores. Lo haría con la esperanza, o la creencia, de que la mirada proyectada hacia atrás, sea con ojos cándidos o quizá astutos, equivale a reparar un futuro de renovación. Es lo que tenemos en Winckel­mann, quien, fascinado por el pasado, abre la vía a un arte por venir. No me refiero a la intención de llegar a la Recreación como el lugar donde todo lenguaje recicla otro lenguaje, en el que todo decir gorronea otro decir anterior en el tiempo o diferente en su proyección (v. gr., Andy Warhol). Se trataba más bien de alcanzar un estadio en el que el arte, el artista creador en suma, acaba por reconocer y aceptar esa verdad según la cual su expresión creadora, su personalidad incluso, descansa sobre decires que le preceden, de modo que su destino natural, y por ello inevitable, es reconocerse parasitario en un ámbito impreciso, de imposible definición (v. gr., el arte pictórico de Manolo Valdés o el fotográfico de Joel-Peter Witkin).

¿Qué decir entonces de la serie lingüística parásito, parasitar, parasitario, parasítico, sino que reúne términos de la misma familia morfológica y amplio contorno semántico contiguos al animal-tipo llamado sanguijuela –o sanguja, para evitar la desinencia despectiva– como muestra más concreta? Se impone con ella el sentido de los primeros en una realidad asequible: el chupasangre (hematófago) sanguijuela. Dejemos de lado que un parásito es abusivo, que saca un rendimiento de su hospedero sin darle nada a cambio (aunque hay serias excepciones), y no dejemos de atender a un punto de inteligencia instintiva en su actividad, a saber, que, exceptuando a los humanos, gran parte de parásitos –¿los más sutiles?– dejan subsistir a su fuente para no perder el propio sustento. Eso ignorando que, por lo general, el propio parásito, cualquiera que sea, es a su vez parasitado.

5

Todo en su conjunto da una razón al origen de un libro anterior al que me refiero aquí, Teoría de la creación en el arte, publicado en 2013. En estado embrionario en el cuerpo textual materno al que me refiero, fue extraído, revisado y corregido a la vez que se iba ampliando mientras se actualizaba su redacción. Lo mismo hay que decir de El pensamiento visible, que, habiendo surgido de la misma fuente, ha sido reestructurado, muy ampliado y enriquecido –reescrito en realidad– con la mayor parte de aportaciones inexistentes en su estado inicial.

Ni desechado ni olvidado, el cuerpo de origen sigue vivo, a la expectativa. No hay que dar más importancia a que los dos libros referidos, uno inédito como lugar de procedencia y otro el de llegada, tengan el mismo responsable. ¿O no podrá un autor encontrarse consigo mismo, capturar el propio discurso como si fuera el de otro con quien congeniar, para darle una nueva fisonomía sin traicionarse?

En el pensamiento o en el arte, los ejemplos de este modelo de autor que se reconoce en su propio texto y lo «ocupa» como un nuevo campo de operaciones, sin cerrar el círculo, son abundantes y no es necesario convocarlos. No acabaríamos.

[1]A pesar de referirse J.-L. Schefer a la historia del arte, que no es el objetivo de este libro, no me resisto a transcribir su comentario acerca de lo que más de uno puede creer nuestra obligación: «Uno de los intereses de la historia del arte reside en esta dificultad: ocuparse de aquello que es un hecho y un síntoma histórico al mismo tiempo. Todo el trabajo de caracterización de las obras, de los periodos –consista en atribución o en interpretación– no tiene ningún interés excepto cuando está libre de dogmas» (1995: 17). ¿No es liberarse de dogmas un aventurarse afrontando un peligro sin el cual nada progresa?

[2]Introducció a la història del pensament filosòfic a Catalunya (1931: 218). Todas las citas de aportes bibliográficos referenciados en una lengua distinta a la empleada en este libro son traducciones del autor.

[3]Más adelante veremos la necesidad de diferenciar los conceptos Cuadro y Pintura.

[4]Aunque ya me he referido a esto en Sphairos. Geografía del amor y la imaginación (2005: 21-22), aquí aún habrá ocasión de insistir en ello.

[5]Me he ocupado de la diferencia entre intencionalidad e intención en mi Teoría de la creación en el arte (2013). Véase más adelante (VII.1b).

[6]Comparar el Kreisler de Hoffmann con Hutcheson deja ver que, si uno entra en la categoría de los intérpretes más resueltos de El pensamiento visible por vía literal, el otro apunta con su comentario a la segunda posición concerniente a una vida larga para el arte. Nicolai Hartmann, en su Estética, va más allá del simple comentario al ver en la pervivencia y crecimiento del «gran» arte con el tiempo una consecuencia de su estrecha relación con la vida (1977: 543ss.)

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