¿Valdrá la pena que hayamos preparado una vez más la celebración de la Pascua de Resurrección? ¿No quedaremos frustrados en nuestras expectativas?
La humanidad está cansada de esperar contra toda esperanza. ¿Acaso no resultaría mejor aprovechar los días de la Semana Santa, para planear unas buenas vacaciones; distraernos y divertirnos con algo más gratificante?
Visto desde nuestro punto de vista, hasta podría resultar comprensible. Pero no desde la óptica de un Dios defensor de las causas perdidas. Él nos garantiza por la fe en la resurrección de su Hijo, que todo ha de terminar bien en nuestras vidas; siempre que aceptemos que él tendrá la última palabra en la historia de los hombres; y que esta palabra será de salvación.
Por eso, los cristianos seguimos celebrando la fiesta de la Vida, convertida en nuestra común esperanza de gloria. Y como gesto de gratitud por el triunfo de Cristo sobre la muerte, le cantamos a corazón abierto el Aleluya pascual, porque nos ha devuelto la alegría de la salvación.
Inmersos como estamos en una verdadera cultura de la muerte, que niega otra vida más allá del horizonte; Cristo, con su resurrección, viene una vez más a recordarnos que: “¡Tú no puedes morir!”.
Y esta Vida, recibida gratuitamente desde el momento del bautismo, nosotros debemos ser capaces de irradiarla a nuestros hermanos, repitiéndoles con s. Pablo: “¡Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos!”.
17. Aurelio Prudencio, Dittochaeum (“doble alimento”), 42-44.
DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
«El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; éste no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos» Jn, 20,1-9
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«El Hijo de Dios asumió al hombre, y en el hombre padeció todo lo humano. Esta medicina de los hombres es tan grande, que no podemos ni imaginarla. Porque ¿qué soberbia puede sanarse, si con la humildad del Hijo de Dios no se sana? ¿Qué avaricia podrá curarse si con la pobreza del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué enojo puede curarse, si con la paciencia del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué impiedad podrá curarse si con la caridad del Hijo de Dios no se cura? Finalmente, ¿qué debilidad podrá remediarse, si con la resurrección del cuerpo de Cristo Señor no se remedia?
Levante su esperanza el género humano, y reconozca la dignidad de su naturaleza; vea el lugar que ocupa en las obras de Dios.
No se desprecien a ustedes mismos, varones; el Hijo de Dios se hizo varón. No se desprecien a ustedes mismas, mujeres; el Hijo de Dios nació de mujer. Pero no amen lo carnal; porque en el Hijo de Dios no somos ni varones ni mujeres. No quieran amar lo temporal, porque si fuese bueno amarlo, lo hubiera amado el hombre asumido por el Hijo de Dios. No teman las afrentas, la cruz y la muerte: si dañasen al hombre, no las hubiera padecido el hombre asumido por el Hijo de Dios...
Si nos estimamos en mucho, dignémonos imitar a aquel que se llama Hijo del Altísimo; si nos estimamos en poco, osemos imitar a los publicanos y pecadores que le imitaron a Él. ¡Oh medicina que sirve para todo, que reduce todos los tumores, purifica todas las infecciones, corta todo lo superfluo, conserva todo lo necesario, repara todo lo perdido, corrige todo lo depravado!
¿Quién se enorgullecerá ya contra el Hijo de Dios? ¿Quién desesperará de sí, pues por amor nuestro quiso ser tan humilde el Hijo de Dios? ¿Quién pondrá la felicidad de la vida en lo que el Hijo de Dios enseñó que era despreciable? ¿Quién se rendirá a las adversidades, si cree que la naturaleza del hombre está bien custodiada, entre tantas persecuciones, por el Hijo de Dios? ¿Quién pensará que tiene cerrado el reino de los cielos, si sabe que los publicanos y las meretrices han imitado al Hijo de Dios? ¿De qué perversidad no se librará quien contempla, ama y cumple los dichos y hechos de aquel hombre, en que el Hijo de Dios nos presentó un modelo de vida?»18.
“¡A LOS TRES DÍAS RESUCITARÉ!” (Mt 27,63)
El hombre de nuestros días se muestra displicente y desconfiado frente al acontecimiento de la resurrección de Jesús. La ignora o distorsiona como si se tratara de una película de ciencia ficción. Así sucedió con Pablo cuando les habló sobre ella a los intelectuales atenienses, que lo tomaron por un charlatán y se burlaron diciéndole: “Otro día te oiremos hablar sobre esto”.
Es cierto, el momento exacto en que el Señor resucitó, nadie pudo conocerlo; está sumergido en el misterio. Solo llegó a contemplarlo la radiante y tres veces santa noche de la resurrección.
Ahora bien, entonces, ¿en qué y sobre quienes se apoya nuestra fe pascual? Lo hace en dos acontecimientos fundantes y objetivos.
El primero, es la constatación por parte de los discípulos del sepulcro vacío. El segundo, las multiformes apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos y en especial a los Apóstoles, en distintos tiempos y circunstancias.
Por tanto, nuestra fe debe afirmarse en la fe apostólica, que nos viene siendo transmitida de generación en generación y a través de los siglos por la Iglesia: la comunidad pascual fundada por Cristo.
Esta fe pascual, los Apóstoles la proclamaron en forma unánime con su vida y sobre todo con su muerte. Anunciando que en verdad el Señor había resucitado y se les había aparecido ¡Aleluya!
18. San Agustín de Hipona, El combate cristiano , 11,12 (trad. en: Obras de San Agustín , Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1973, pp. 437-439 [BAC 121]; la presente trad. corrige y completa la allí ofrecida).
TIEMPO DE PASCUA
DOMINGO DE LA OCTAVA DE PASCUA
«Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”.
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. Él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”» Jn 20,19-29
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