Caen las hojas secas. Los abuelos, como adormecidos, esperan al compañero que no llega.
Don Segundo cree haberlo visto entrar a una casa equivocada; para don Rodolfo no sería raro que el abuelo se hubiera quedado durmiendo la siesta; Ambrosio asegura que vio con claridad cómo Lindor entraba, de forma muy ajustada, en la boca del obeso defensor contrario ubicado en la barrera; don Celso -confusamente- afirma que don Lindor estaría atascado en el jacarandá; don Fermín está convencido de que este hombre -del que no recuerda el nombre- tiene serios problemas de memoria que le impedirán regresar al lugar.
El tiempo pasa, las hojas secas caen en abundancia y se confunden con los ancianos cuerpos de los hombres que esperan.
Golazo de mujer
Primer lugar
Isabel Cristina Tamayo Zapata
Nos tratamos mal, es cierto. Nos insultamos. Tiré la puerta y salí. Llegué al estadio repleto de hinchas, me sacudí el agua. Me vestí en silencio, cogí el banderín y salté a la grama. Vi a las personas y sentí como si todas juntas fueran más terribles que mis pensamientos; el griterío me estaba dando ira. Pero tocaba ser profesional, poner atención al juego y a los fuera de lugar. Admito que le quería pegar un tiro, sí, no lo niego. No veía la hora de volver al apartamento y acabar con eso. Era obvio que se trataba de una infidelidad, estaba claro. Sin embargo, corrí como si nada pasara, sin levantar sospechas, la lluvia me caía en los ojos y no veía bien; gritaban que el balón estaba resbaladizo, difícil de controlar. No tuve que levantar mucho el banderín, entonces me puse a mirar a la gente agarrándose el pelo, se les notaba el desespero y creo que a mí la rabia. Mis guayos emparamados hacían burbujas, la gramilla estaba llena de charcos. Por fin el gol, el golazo de tiro libre de Olivia Andrade por encima de la barrera. El estadio que se caía. Celebraron en el banco y en la tribuna, demás que en la calle y en el vecindario. Pero a mí qué carajos me importaba. Luego del pitazo final me fui para el apartamento, con los puños como trueno, empujé la puerta y le puedo asegurar, señor juez, que mi esposo ya estaba estrangulado cuando yo entré.
Emmanuel Stiven Gil Gómez
Desde muy pequeño mi padre y mi abuelo materno me habían mostrado las maravillas del fútbol, cada jueves íbamos al campo más cercano a patear el balón y cada domingo a la superfilme a ver a Jaime Cardona y Alfredo Castillo meter golazos desde la otra esquina de la cancha, tan majestuosos en la blanca tela de ese gran proyector, 1948, tan triste estaba el pueblo, tan ahogado, tan frustrado, tanta sangre cayendo por el desagüe en la carretera del país, ardía en llamas la capital. Veía siempre que la gente estaba tan furiosa, con insondables gritos daban inicio a la revolución, ondeando la bandera y, en ella, el rostro de un hombre cuyo nombre era Gaitán, no entendía el porqué de su fama, salía en todos los periódicos y revistas, con un gesto parecido al de mi padre cuando le molestaba la luz del incandescente sol. Pronto se acercaba mi cumpleaños número 10, y mis padres estaban aterrorizados por lo que ocurría, el silencio era perpetuo, tal vez no querían manchar mi inocencia, pero escuchaba con mis grandes orejas, lo que decían, “pronto va a estallar”, no comprendía el significado de sus palabras, pero, estalló, o a eso creo que se referían, el famoso que salía en los periódicos, había muerto, mientras en el boletín trimestral anunciaban el trágico suceso, la contraportada se decoraba con una buena noticia, se celebraría un primer campeonato oficial de fútbol en agosto. Escuché a mi padre decir que don Julio, el que vendía dulces y cigarros en una caja de madera, gritaba ansioso, que traerían a los mejores jugadores de América y que tan buenos eran que el mismísimo Alfredo Castillo visitaría el país, desde Argentina. Ese día, mi corazón iba tan rápido como mis ídolos tras el balón, deseaba con todas mis ansias verlos en el terreno, la gente estaba siempre llorando pero sin lágrimas en el rostro, en vez de eso, sus mejillas parecían arder de ira, su líder se había ido, como la brisa final en un diluvio. Se acercaban los días áureos, todos se preparaban para ver a los grandes ir tras el balón, el día quince del mes de agosto la dicha había llenado cada rincón de la ciudad. Se gritaba gol desde la tribuna y no solo desde ahí, se trepaban a los árboles y cercos para ver a los deportistas, mi momento de felicidad había llegado ver al gran ídolo Castillo, anotar 31 goles, tanta había sido mi dicha, lo recuerdo con tanta melancolía que casi tengo ganas de llorar. Santa Fe había sido campeón y, por primera vez, no se disputaba la política. 1948 brillaba ahora con luz propia, como los ojos de alegría de mi pueblo como el oro tan puro que adornaba las columnas del trofeo. Y el rojo que antes fue salpicado, ahora se había convertido en el rojo pasión que coloreaba la camiseta que llevaban puesta sus campeones.
Gritos monumentales
Tercer lugar
Daniel Estupiñán Ramírez
Siempre me ha llamado la atención el fútbol y especialmente el Club Atlético River Plate, “La banda cruzada”. Mis preferidos: “El burrito”, “El príncipe”, “El muñeco” y “Quinterito”.
El 3 de junio del 2018 fue, quizás, el día más frustrante en mi vida porque me hospitalizaron y, días después, fui diagnosticado con leucemia. Vinieron varios meses de tratamientos, exámenes y diagnósticos. Mientras se preparaba el partido de ida de la final por la Copa Libertadores de América, vendida como una final histórica, el superclásico River Plate vs Boca Juniors, a mí me preparaban para hacerme el trasplante de médula ósea. El resultado fue bueno para ambos… un empate en el partido y una victoria para mi salud; ahora a esperar la vuelta…
Fueron días oscuros para River y para mí. El partido fue cancelado por violencia alrededor del estadio. Las noticias, rumores y angustias se entrecruzaban. Mi diagnóstico no era el mejor, según el médico; el destino de la copa era incierto. Finalmente, hubo fecha y sede: se jugaría el 9 de diciembre en el mítico Santiago Bernabéu, ¡El teatro de La Castellana! Sin embargo, seguía en mi tortuoso tratamiento.
Por fin terminó la espera. Los síntomas del trasplante se intensificaban. Mi mente en el estadio, mi cuerpo en el hospital. Me teletransporté a Madrid y viví aquellos 120 minutos en primera fila: alentando y haciéndole fuerza por “el más grande”. Mi cuerpo seguía en la habitación 32. El árbitro Andrés Cunha dio el pitazo inicial, mi amor por el fútbol y por “el millonario” derrotó el dolor que tenía. Le recé a todos los santos, aunque ese día Borré no pudo jugar.
Terminó el primer tiempo, perdíamos 1-0. Tenía esperanzas de que el equipo, ese día comandado por Matías Biscay, sacaría la casta y remontaría ese marcador; y así fue. Salieron del camerino con ganas de “comerse” al rival y consagrarse campeones. Minutos después con un gol de “El oso” llegó el empate. Y, fue mi primer gritó monumental, se escuchó por toda la unidad. Terminó el tiempo oficial, se fueron al alargue. Pero fue el segundo tiempo suplementario el que trajo las emociones, el partido estaba muy “cerrado”. La magia de “Quinterito”, con un “zapatazo” desde la media luna, la mandó a guardar al ángulo y llegó el segundo gol de River. ¡Golazo! Lo grité con todas mis fuerzas y retumbó nuevamente por toda la unidad; ese fue mi segundo grito monumental. Boca no perdía las esperanzas y fue al todo o nada, mientras que River cuidaba el resultado.
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