Euclides Eslava - La pasión de Jesús

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El misterio de la pasión del Señor ha removido muchas conciencias a lo largo de la historia. La fuerza del sacrificio del cordero pascual sigue confrontando a las personas que, al considerar esas escenas, caen en la cuenta de que no son simples relatos del pasado, sino que conservan su actualidad: que somos protagonistas de esos hechos, tanto porque formamos parte de la multitud culpable como porque somos beneficiarios de aquel holocausto.

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¡Cuántas manifestaciones de humildad podríamos comentar! Por ejemplo: recordar que el apostolado es de Dios, no nuestro. Que lo que atrae y conquista a las almas es la gracia de Dios, la fuerza del Evangelio, y no nuestras pobres palabras humanas —aunque tenemos que prever muy bien lo que vayamos a decir—. Por eso, la mejor preparación del apostolado, de la predicación, de la caridad, es “gastar” tiempo delante del sagrario, “perder” esos minutos en adoración, desagravio, pidiendo perdón, y en intercesión por tantas almas y tantos asuntos: encomendarlos a Dios para que sea él quien haga su obra, antes, más y mejor. Como hemos visto antes, “mi yugo es la eficacia”. Humildad es esforzarse por hacer muy bien la oración, lo que san Agustín resumía diciendo que primero está la oración y después la peroración (cf. De Doctrina Christiana, n. 32). San Josemaría lo afirmaba con palabras parecidas: “antes de hablar a las almas de Dios, hablad mucho a Dios de las almas” (citado por Echevarría, 2016).

Podemos concluir con un elenco de siete virtudes que manifiestan la humildad interior. Si nos faltan esas características de la vida cristiana, es que quizá hay una “soberbia oculta” en el fondo de nuestra alma:

— “La oración” es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de él y nada de sí mismo.

— “La fe” es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.

— “La obediencia” es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.

— “La castidad” es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.

— “La mortificación” exterior es la humildad de los sentidos.

— “La penitencia” es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.

— La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética (2009a, n. 259)

Acudamos a la Virgen Santísima, quien decía que el Señor la había llamado porque se había fijado “en la humildad de su esclava”, y pidámosle que nos alcance la audacia necesaria para decidirnos a llevar sobre nosotros el yugo de su Hijo y a aprender de él, que es manso y humilde de corazón. De esa manera, Madre nuestra, encontraremos el verdadero descanso para nuestras almas: “porque su yugo es llevadero y su carga ligera”.

2.2. El grano de trigo

El Evangelio de san Juan presenta las últimas jornadas de Jesús con una consideración teológica, más que como un simple recuento de esos eventos. En el capítulo 12 (20-36) muestra que el Señor subió a Jerusalén para celebrar la que sería su última Pascua en la tierra. Acababa de pasar la entrada triunfal en la ciudad santa y, entre los peregrinos, “había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: ‘Señor, queremos ver a Jesús’. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús”.

Parece un relato prescindible y, sin embargo, tiene un significado importante: la misión universal de Jesús. Justo cuando las autoridades del pueblo elegido lo rechazarán como su Mesías, unos extranjeros se interesan por él. Además, esta primera escena nos muestra el “hecho religioso”, que todas las culturas buscan a Dios: “queremos ver a Jesús”. Y también nos enseña la importancia del testimonio cristiano: aquellos griegos se acercaron a Felipe porque sabían que era un seguidor de Cristo. Y él actuó con prontitud, consciente del valor de cada alma. Se unió a otro Apóstol y, con él, intercedió ante el Maestro por esos hombres.

Jesús reaccionó con alegría y les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Pero ¿en qué consiste esa exaltación? Uno se imagina un ensalzamiento, una festividad. Sin embargo, el Señor continúa con una pequeña parábola, que explica lo que sucederá en los siguientes días de la primera Semana Santa: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.

Todos eran conscientes de la dinámica agraria, de la muerte de la semilla, y captaban el significado de la enseñanza. Sin embargo, para que no quedaran dudas, Jesús aclaró: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna”. Muchas personas, leyendo estas palabras del Evangelio, han visto claramente la vocación a la que el Señor las llamaba: dar la propia vida, aborrecer los reclamos del mundo y decidirse a servir a Jesús y, de ese modo, ganar la vida eterna.

En otras ocasiones, personas ya entregadas a Dios se han reafirmado en los propósitos de entrega, como queremos hacer nosotros ahora. Pensemos, por ejemplo, en la experiencia espiritual de san Josemaría:

Le decía yo al Señor, hace unos días, en la santa misa: “Dime algo, Jesús, dime algo”. Y, como respuesta, vi con claridad un sueño que había tenido la noche anterior, en el que Jesús era grano, enterrado y podrido —aparentemente—, para ser después espiga cuajada y fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi camino. ¡Buena respuesta! Efectivamente, desde octubre, aunque creo que nada he dicho, no me falta cruz..., cruces de todos los tamaños; aunque a mí, de ordinario, me pesan poco: las lleva él. (Apuntes íntimos, n. 1304, citado por Rodríguez, 2004, n. 199)

Seguir a Cristo en su camino hacia el Calvario; ser grano enterrado, sacrificado como Jesús, para resucitar con él. “¡Buena respuesta!”, buen propósito para acompañar al Maestro cargando con la cruz de cada día: “Procura vivir de tal manera que sepas, voluntariamente, privarte de la comodidad y bienestar que verías mal en los hábitos de otro hombre de Dios. Mira que eres el grano de trigo del que habla el Evangelio. —Si no te entierras y mueres, no habrá fruto” (San Josemaría, 2008, n. 938).

Podemos examinarnos sobre cómo vivimos la penitencia: ¿qué tanto escuchamos la invitación y el ejemplo del Señor para convertirnos de nuevo? ¿Notamos la exigencia en la mortificación interior (imaginación, curiosidad, inteligencia, voluntad), en los pequeños ayunos, en la mortificación de los sentidos (uno por uno), en el “minuto heroico” al levantarse, en la puntualidad, en la lucha por dominar nuestro carácter? ¿Cómo hemos afinado en el plan de vida espiritual, en la santa misa, en el santo rosario, en la oración mental?

“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará”. El camino del seguimiento de Cristo en su morir como la semilla de trigo pasa también por la unión con él en la eucaristía, donde se cumple la “mutua inmanencia”: “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.

A continuación, san Juan transmite la intimidad de Jesús, su autoconciencia divina, por medio de unas palabras relacionadas con la oración en el huerto de Getsemaní (que el cuarto Evangelio omite): “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora”. La voluntad humana de Jesús se identifica con la voluntad divina, acoge la llamada a la cruz, a la muerte del grano de trigo. Y el “hágase tu voluntad” de los sinópticos aparece aquí como “¡Padre, glorifica tu nombre!”.

Es difícil, para nuestra mentalidad, entender que la glorificación del Padre se da por medio del sacrificio del Hijo. Y que la llamada que Jesús quiere hacernos es a que lo sigamos por ese camino de acoger la cruz en nuestra vida, de morir con él a través de la penitencia para después resucitar con él, como decía san Pablo (Rm 6,5): “si hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya”.

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