La clave del mesianismo del Señor pasa por la cruz, de acuerdo con lo que habían predicho los profetas, como se ve en los cánticos del siervo del Señor que presenta Isaías (50,5-9): “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”. Pedro, representante de nuestra falta de fe, lo reprendió por decir tales cosas justo cuando acababa de confirmarles el esplendor de su mesianismo: “Se lo llevó aparte y se puso a increparlo” (Mc 8, 32). Jesús, a su vez, le hizo ver que razonaba con lógica humana ante el modo de obrar de Dios. Quizás el primer papa entendía el papel de Jesús en clave política, como casi todos sus contemporáneos. Jesús no dudó en corregirlo de modo llamativo: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”.
La reconvención —vade retro— puede considerarse enigmática: se solía traducir como “apártate de mí”, y ahora se ha mejorado con la versión “ponte detrás de mí”, que el papa Benedicto XVI (2006) glosa:
No me señales tú el camino; yo tomo mi sendero y tú debes ponerte detrás de mí. Pedro aprende así lo que significa en realidad seguir a Jesús. Nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra la vía. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la verdad y la vida.
La increpación de Jesús a Pedro se completa y explica con la siguiente invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.
Es como una nueva vocación. Muchas personas han sentido el llamado divino al escuchar estas palabras: “Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo” (Benedicto XVI, 2006).
No hay mejor negocio: “el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”, gozará la verdadera alegría ya en esta tierra y después, mucho más, en el cielo. Pero el precio es perder la vida. Como dice el Catecismo: la perfección cristiana “pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas” (Iglesia Católica, 1993, n. 2015).
Juan del Encina lo enseñaba de manera poética: “Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera libre de amores”. El Santo Cura de Ars (san Juan María Vianney, 2015) predicaba que,
… desde que el hombre pecó, sus sentidos todos se rebelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. (p. 66)
Sacrificarse voluntariamente por amor a Jesús no es otra cosa que seguir sus huellas: él nació y vivió pobre, ayunó cuarenta días con sus noches, no tenía dónde reclinar la cabeza, pasó hambre y sed, sufrió persecución, padeció en la cárcel y en juicios inicuos, fue sometido al Vía Crucis y, finalmente, murió en la cruz. Tú y yo, ¿qué hemos hecho para seguirle de cerca?, ¿nos damos cuenta de la importancia de negarnos a nosotros mismos, de tomar nuestra cruz —siempre pequeña, comparada con la suya— y de seguirle?
Probablemente a nosotros no nos toque repetir los padecimientos y los ayunos de Jesús, pero vale la pena mirar en la oración qué cosas pequeñas (o no tan pequeñas) podemos ofrecerle a Dios. La única manera de seguir a Jesucristo es negándonos a nosotros mismos, a nuestros egoísmos, a nuestra sensualidad, rechazando las tentaciones que pretenden apartarnos del camino. Pero el seguimiento de Jesús no es solo un sendero de negaciones. Ese “ponerse detrás” del Maestro que Jesús recomienda supone, sobre todo, tomar positivamente la cruz, buscarla en las circunstancias ordinarias.
Por eso es tan importante que, en nuestra lucha interior, tengamos una lista de mortificaciones, de pequeños sacrificios que son como la oración del cuerpo, con los que vamos condimentando la jornada: desde el primer momento, podemos ofrecer el “minuto heroico”, la levantada en punto, que tanto nos ayuda a vivir con talante de lucha. Cada uno puede hablar con el Señor, comprometerse con él en otros pequeños ofrecimientos a lo largo del día: bañarse con agua fría; dejar ordenados el cuarto y el baño antes de salir; comer con templanza, en cuanto a la cantidad y a la calidad; llegar puntualmente al trabajo, trabajar con intensidad, aprovechar el tiempo, hacer sus labores con orden, servir a los demás, estudiar con constancia, evitar las distracciones en el uso de internet y de las redes sociales, vivir la caridad en el trabajo y en la calle (conducir como lo haría Jesucristo, ceder el paso, respetar las normas del tránsito).
Y también al llegar a casa: sonreír —a pesar del cansancio de la jornada laboral—, cuidar el orden en la ropa, en el cuarto, en el baño, en el estudio; ceder el televisor o el computador a quien lo necesita, no hacer un comentario gracioso pero molesto, perdonar, pedir perdón, adelantarse a las necesidades ajenas, ofrecerse a hacer un oficio menos grato, moderar el carácter, etc.
Pueden servir para nuestra oración unas palabras de Benedicto XVI, en la Encíclica Spe salvi (2007b), sobre la mortificación como una manera de tomar la cruz del Señor, cada día:
la idea de poder “ofrecer” las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada […]. Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. (n. 40)
La consideración de este pasaje nos debe confirmar en nuestra decisión de seguir a Jesucristo en su camino a la cruz. De identificarnos con él, como sugiere san Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de s, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” (Ga 6,14). Tomás de Aquino presenta la cruz como la mejor escuela para aprender la ciencia de la identificación con Jesucristo en virtudes como la caridad, la paciencia, la humildad o la obediencia:
La pasión de Cristo tiene el don de uniformar toda nuestra vida. El que quiera vivir con rectitud, no puede rechazar lo que Cristo no despreció, y ha de desear lo que Cristo deseó. En la cruz no falta el ejemplo de ninguna virtud. Si buscas la caridad, ahí tienes al Crucificado. Si la paciencia, la encuentras en grado eminente en la cruz. Si la humildad, vuelve a mirar a la cruz. Si la obediencia, sigue al que se ha hecho obediente al Padre hasta la muerte de cruz. (Collationes de Credo in Deum, citado por Belda, 2006, p. 130)
“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. El sentido del sufrimiento, del dolor, del tomar la cruz cotidiana consiste en ir detrás de Cristo, en acompañarlo en su tarea salvadora, en ser corredentores con él; no es una práctica masoquista. Tampoco es cuestión de cumplir unos propósitos, sino de destinar la vida, de gastarla al servicio del Señor y de las almas. “Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.
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