1.2. Impacto emocional del VIH
El VIH, además de las consecuencias físicas, implica desajustes psicológicos, complicaciones neurológicas (que se presentan de acuerdo con la fase de la enfermedad), efectos secundarios de medicación y sentimientos de culpa de la persona diagnosticada. Así mismo, factores psicosociales como la ansiedad, depresión, apoyo social, calidad de vida, adherencia al tratamiento, afrontamiento del diagnóstico y conductas sexuales de riesgo, pueden incidir en que la enfermedad avance con mayor rapidez, y, por ende, en la vida de las personas seropositivas (Rodríguez et al., 2007).
Las repercusiones emocionales del diagnóstico han ido evolucionando a medida que se han generado los avances diagnósticos y terapéuticos y se ha modificado la respuesta social frente al VIH. En los primeros años de la historia de la infección, el diagnóstico y la manifestación de síntomas de la enfermedad estaban asociados con niveles elevados de ansiedad, depresión e, incluso, con un elevado riesgo de suicidio, aunque el impacto empezó a aplacarse con la difusión de información, el counselling antes y después de la comunicación de los resultados de las pruebas, el acceso a los tratamientos médicos y el cambio en las expectativas de vida (Chesney & Folkman, 1994). Para algunos autores, el sida en sus inicios se convirtió en una especie de “muerte social anterior a la muerte física” en virtud del significado social asociado con el diagnóstico (Sontag, 1989).
El diagnóstico inicial de seropositividad puede convertirse en una crisis vital que altera los patrones adaptativos habituales del individuo puesto que produce estrés, sentimientos de preocupación por la amenaza que, para su vida, representa la infección por VIH, ansiedad derivada de un futuro incierto por el hecho probable de no disponer claramente de los recursos necesarios para hacer frente a su situación actual, abatimiento y posible depresión ante la eventualidad de una muerte temprana para sí mismo o para personas con las que tiene fuertes vínculos afectivos, por lo que afectan la percepción del paciente sobre su estado de salud/enfermedad, su calidad de vida e inciden en la progresión de la enfermedad (Arranz, Bayés & Viladrich, 2001).
En la actualidad, nuestra experiencia clínica ha revelado que, gracias a la implementación de la terapia antirretroviral de gran actividad, la percepción social del VIH se ha modificado sustancialmente y la infección se suele vivir como una enfermedad crónica con escasa repercusión en la calidad de vida. No obstante, el proceso de asimilación, aceptación y afrontamiento del diagnóstico está marcado por el estigma social que mantiene asociado, si bien de manera más soterrada y menos visible que hace años. Aunque en España continúan detectándose actitudes discriminatorias hacia las personas con VIH (Ministerio de Sanidad, 2013), también se ha identificado una tendencia descendente en el rechazo hacia las personas con VIH en el ámbito escolar, laboral y comercial (Ministerio de Sanidad, 2014). Sin embargo, en Colombia persisten actitudes de estigma y la discriminación hacia las personas con VIH, lo que continúa siendo una barrera para la prevención y la atención integral en salud (Bermúdez-Román, Bran-Piedrahíta, Palacios-Moya & Posada-Zapata, 2015; Simbaqueba, Pantoja, Castiblanco & Ávila, 2011; Tamayo-Zuluaga, Macías-Gil, Cabrera-Orrego, Henao-Peláez & Cardona-Arias, 2014).
Es muy característico que las personas diagnosticadas mantengan en silencio su condición de seropositivas, por miedo al rechazo y a las repercusiones sociales, familiares o laborales. El impacto inicial en el estado de ánimo y las preocupaciones en torno a la salud y el futuro, con frecuencia, se mantienen en secreto, lo que limita las posibilidades de que el entorno social proporcione el apoyo necesario en los ámbitos emocional y práctico. La persona afectada tendrá que enfrentarse pronto a una toma de decisiones en torno a la revelación del diagnóstico y necesitará valorar con qué personas cercanas y en qué momento comparte la información sobre su condición de seropositivo y su estado de salud. Esta toma de decisiones que, en muchos casos, se inclina hacia la revelación de esta información a un número limitado o muy limitado de allegados, supone un estrés añadido al diagnóstico.
Las posibles reacciones adversas de algunas personas del entorno y las experiencias de discriminación pueden complicar el afrontamiento. No obstante, el estigma estaría muy presente, incluso, aunque no se haya experimentado el rechazo en primera persona. De este modo, a la experiencia de pérdida de la salud se sumará el probable sentimiento de soledad y la preocupación o el miedo en torno a que alguien pueda descubrir el diagnóstico. Además, el diagnóstico de una enfermedad crónica transmisible y asintomática supone para muchos pacientes un cuestionamiento del propio futuro y del proyecto de vida (Edo & Ballester, 2006).
También se ha señalado cómo los pacientes seropositivos, con frecuencia, manifiestan somatización, comportamientos obsesivo-compulsivos e hipocondría (Ballester, 2005), en relación con la preocupación a padecer síntomas de la enfermedad. Las secuelas psicológicas más citadas en la literatura en el ámbito del VIH son la ansiedad y la depresión. El nivel de ansiedad y depresión en VIH llega a superar al de los pacientes oncológicos, así como su preocupación por la salud y la interferencia de su salud en sus vidas, mientras que es menor su percepción de apoyo social y su autoestima (Edo & Ballester, 2006).
Entre las repercusiones psicosociales de la infección por VIH, la depresión se ha citado como un predictor de resultados negativos en los pacientes, en concreto menor adherencia a la medicación, peor calidad de vida y funcionalidad, peores resultados del tratamiento y la eventualidad de empeoramiento de la progresión de la enfermedad y mayor riesgo de mortalidad, así como mayor riesgo de transmisión del virus (Nanni, Caruso, Mitchel, Meggiolaro & Grassi, 2015). El ánimo depresivo parece ser uno de los factores con más peso sobre la salud mental, influido a su vez por el estrés que ocasiona el VIH y la autonomía personal (Ballester, Gómez, Fumaz, González, Remor & Fuster, 2016).
La depresión es el trastorno mental más frecuente en pacientes con VIH porque su incidencia asciende al doble o el cuádruple que entre la población general (Salazar, 2018). La presencia de depresión está asociada con peor calidad de vida y baja adherencia, lo que afectaría la evolución de la infección, medida a través del deterioro del sistema inmune y mayor riesgo de progresión a sida y de mortalidad (Trépanier, Rourke, Bayoumi, Halman, Krzyzanowski & Power, 2005; Jin et al., 2006; Nanni, Caruso, Mitchell, Meggiolaro & Grassi, 2015; Gonzalez, Batchelder, Psaro & Safren, 2011). Así mismo, la depresión en mujeres con VIH está asociada con mayor riesgo de mortalidad no sólo como resultado de la progresión a sida, sino debido a mayor probabilidad de otros riesgos añadidos como accidentes, violencia y sobredosis de alcohol y drogas (Treisman & Angelino, 2007).
Entre los factores de riesgo de depresión en pacientes VIH se han mencionado el género femenino (Richards, 2011), y una edad superior a 50 años (quizás debido al mayor riesgo de comorbilidades y daño cognitivo en pacientes de mayor edad) (Watkins & Treisman, 2012; McArthur, Steiner, Sacktor & Nath, 2010). También se han señalado como factores de riesgo condiciones psicosociales como desempleo, bajo nivel de ingresos, bajo apoyo social, consumo de drogas o baja autoeficacia (Springer, Chen & Altice, 2009; Omiya, Yamazaki, Shimada & Ikeda, 2014). Así mismo, se ha relacionado la depresión en VIH con el autojuicio (Eller et al., 2014). Otros factores que predicen mayor riesgo de depresión son el impacto de eventos vitales negativos y la discapacidad (Olley, Seedat, Nei & Stein, 2004).
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