Mediante estas respuestas podemos encontrar el valor cuya falta genera el dolor. Es justamente nuestro compromiso con este valor lo que nos hace sufrir cuando sentimos mi ausencia. Esta es una forma de honrar la queja, invitando a quien se lamenta a encontrar aquello que verdaderamente le importa.
Kegan y Lahey comparan el lamento con el compromiso) en la siguiente tabla:
Lamento |
Compromiso |
Corriente, producido automáticamente. |
Raro, requiere reflexión y conciencia. |
Se refiere a lo insoportable. |
Se refiere a lo valioso. |
Quien lo expresa se siente desesperanzado y cínico. |
Quien lo expresa se siente esperanzado y lleno de convicción. |
Genera frustración e impotencia. |
Genera energía y sensación de poder. |
Toma a la queja como signo de lo que está mal. |
Toma la queja como signo de lo que es importante para alguien. |
Tabla 1. Lamento vs. compromiso
Al enfrentar situaciones insatisfactorias, oscilamos entre la obsesión por las quejas y su desatención. A veces ponemos una enorme energía en nuestros lamentos, nos preocupamos por contárselos a todos los que podamos convocar, construyendo historias de víctimas que explican cómo nuestra desazón fue causada por factores externos y cómo estamos luchando heroicamente para corregir las injusticias cometidas. A veces ignoramos totalmente nuestra pena, conminándonos a actuar con madurez y no caer en la trampa de la auto-conmiseración. Ambas estrategias son problemáticas. En la primera, se descartan las formas en que uno mismo contribuye a crear la situación y su responsabilidad frente a ella. En la segunda, se descartan los propios sentimientos, ese radar interno que aporta información fundamental sobre valores y principios. La tercera opción es investigar la queja de modo de convertirla en materia prima para el auto-conocimiento y la acción efectiva.
De víctima a protagonista
Como explicamos en el Capítulo 2, “Responsabilidad incondicional”, siempre podemos encontrar factores externos que contribuyan a producir las situaciones en las que nos encontramos. Estos factores externos suelen estar fuera de nuestro control, por lo que no resultan un buen instrumento para el cambio. También es cierto que podemos encontrar siempre factores internos (nuestras ideas y nuestra conducta, por ejemplo) que contribuyen a producir nuestras circunstancias. Estos factores ofrecen muchas más posibilidades de modificación, ya que dependen más directamente de nuestra voluntad. Por eso es conveniente “ubicarse en el mapa” causal de la situación. Uno puede contribuir a cambiar aquello que contribuyó a crear.
La tercera pregunta es: ¿Qué estás haciendo, o no haciendo, que te impide realizar tus valores o expresar tus principios más plenamente? ¿Qué acciones estás emprendiendo en contradicción con tus compromisos?
Algunas respuestas de los participantes en seminarios
1. No les tengo confianza a mis empleados. Superviso su trabajo hasta los menores detalles. Me enojo si toman decisiones (que yo considero) importantes sin consultarme.
2. No trato a mi jefe con respeto. Hablo mal de él a sus espaldas. Jamás le he preguntado o intentado comprender qué es importante para él.
3. Me comporto pasivamente, esperando que sean los demás los que inicien el diálogo. En las pocas reuniones que tenemos me mantengo callado. Sólo expreso mis reservas ante mis empleados; nunca frente a mis colegas.
4. Acepto participar en las reuniones nocturnas sin protestar. Nunca hablé con mi jefe del tema. Tampoco hablé con mi esposa; no sé en realidad qué piensa y siente ella.
5. Nunca le pregunté a mi jefe qué necesitaría hacer para ganar su confianza. Tampoco le pedí que me diera más autonomía o poder de decisión. Debo confesar también que, sabiendo que todo lo que haga será controlado, a veces soy descuidado y mi trabajo es de baja calidad.
6. A veces yo también tomo café en horario de atención al público. Jamás les he dicho a mis compañeros que me parece mal dejar plantada a la gente que espera, ni les he pedido que cambien su comportamiento.
7. No estoy mostrando mi disgusto a mis compañeras acerca de los chismes. El que calla otorga, así que mi silencio es una especie de colusión donde participo (por omisión) en el chismorreo.
8. Cuando me piden ayuda, siempre digo que sí; nunca pongo un límite. No delego lo suficiente. Me hago cargo de cosas que debería dejar en manos de otros. Pongo mis intereses de salud y relajación (tiempo para ejercicio, meditación, esparcimiento, etc.) como última prioridad en la lista; prioridad para la que nunca me queda tiempo.
9. Me quedo en mi escritorio pretendiendo que todo está bien cuando en realidad no sé qué se espera de mi trabajo. No pregunto ni pido ayuda. No hago muchos esfuerzos para integrarme socialmente.
La tentación a esta altura del ejercicio es tratar de corregir estos problemas apresuradamente; confeccionar una lista de “cosas para hacer” y proponerse firmemente tildar cada uno de los ítems como “cumplido” en el corto plazo. “Debo delegar más a menudo”, dice uno. “Debo enfrentar a mis compañeras”, dice la otra. “Necesito excusarme de la reunión y volver a casa más temprano”, dice un tercero. Esto parece una buena idea, pero tiene un defecto fundamental. ¿Cuál es el problema? En pocas palabras, que no funciona.
Kegan y Lahey llaman a estas conductas, “resoluciones de año nuevo”; resoluciones efímeras e inefectivas para producir cambios. Todos hemos visto cómo nuestras convicciones del 1 de enero se convierten en débiles intentos en febrero y piadosos olvidos en marzo. “Tomar decisiones de año nuevo”, explican Kegan y Lahey, “encuadra los comportamientos [descritos en la respuesta a la segunda pregunta] como expresiones de conducta poco profesional o inefectiva. Interpretamos entonces estos comportamientos como muestra de indisciplina”. Al sentirse indisciplinado, uno transfiere la culpa –antes depositada en los demás– hacia uno mismo. Rara vez esto produce modificaciones sostenidas en la conducta.
Una clave para entender por qué este método de “arreglar los problemas” no funciona, es preguntarse si las respuestas a la segunda pregunta son sorprendentes. Hasta ahora, el 100% de los participantes que han hecho este ejercicio conmigo me han confesado que no. Con una sonrisa embarazosa todos reconocen que las respuestas no son ninguna novedad. Que hace tiempo ya que “saben” que deberían modificar algunas de las cosas que están haciendo. Este “saber”, por supuesto, es meramente informativo; es un “saber qué”, como definimos en el Capítulo 1 (“Aprendizaje, saber y poder”). Pero la información no se transforma en acción sin compromiso y conocimiento. Para “hacer”, además de “saber qué” hay que “saber cómo” y, tal vez más importante aún, tener además la voluntad o el “querer”.
Ya que la información es conocida, y la voluntad de cambio existe –por lo menos a nivel explícito–, lo que mantiene la situación constante debe ser: a) una falta de habilidad para llevar a cabo la nueva conducta; b) la existencia de un deseo o valor implícito contradictorio al explícito, o c) una combinación de ambas. Para descubrir la razón profunda del equilibro y diseñar una estrategia de cambio exitosa, Kegan y Lahey sostienen que es necesario resistir el impulso de “resolver” el problema y dejar que el problema lo “resuelva” a uno. Este “resolver” significa dejar que el problema ilumine alguna barrera al cambio que hasta ese momento había permanecido oculta y que permita desactivarla.
El primer paso es aprender de las conductas contraproducentes. Estas conductas esconden una lección, una clave capaz de liberar inmensas fuentes de energía. Por eso es tan importante no descartarlas apresuradamente mediante juicios de “maldad” o intentos de “corrección”. El objetivo no es resolver el problema, sino usarlo para expandir nuestras habilidades. Al igual que antes honramos a la queja transformándola en un compromiso con principios y valores, ahora debemos honrar a las conductas problemáticas transformándolas en linternas que iluminen la complejidad de nuestra condición humana. Sólo llegando hasta las raíces más hondas de la homeostasis podremos encarar un verdadero proceso de transformación.
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