Joaquín Luis García-Huidobro Correa - El anillo de Giges

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"En la República de Platón se cuenta la historia de Giges, un pastor que encuentra un anillo. Al poco tiempo descubre que, al moverlo de determinada manera, se torna invisible, de modo que sus compañeros hablan de él como si no estuviese presente. No tarda en advertir el poder que le otorga esa capacidad de volverse invisible. Así, se introduce en la corte, seduce a la reina, mata al rey y termina por transformarse en tirano. Esta historia no está recogida por casualidad. Si Giges es un modelo envidiable, la ética está de más, o es únicamente un pretexto para mantener a raya a los fuertes."
Esta introducción a la tradición central de la ética occidental recoge una reflexión acerca del bien humano iniciada en Atenas hace 25 siglos. Esta tradición fue continuada por autores como Cicerón y Tomás de Aquino, y perdura hasta nuestros días en las obras de Robert Spaemann, John Finnis y muchos otros. Su contrapunto intelectual es el relativismo ético, que niega la posibilidad de reconocer principios morales de carácter universal.
El anillo de Giges es una obra de divulgación, inteligente e informada, pero a la vez amable y comprensiva. Una de sus características más originales es la continua referencia a obras literarias y otras expresiones artísticas. Se trata, en suma, de un libro introductorio a la filosofía moral que nos hace descubrir en los antiguos una ayuda poderosa para responder las preguntas que nos planteamos a la hora de orientar nuestras vidas.

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Aristóteles distingue entre hacer las cosas “por” placer y “con” placer. El placer es una señal de que hemos alcanzado una cierta felicidad, pero no constituye la felicidad misma. El hacer todo por placer es lo típico del hedonista, pues se deja arrastrar por éste y da muestras de tener “un ánimo absolutamente servil”.9 En cambio, para Aristóteles, la vida virtuosa va acompañada de placer, es una de sus notas distintivas, pero no porque el placer lo domine, sino porque es consecuencia de su virtud.

§ 31. Que el placer no sea lo decisivo se muestra en que hay muchas cosas que las haríamos aunque no se derivase de ellas placer alguno, ni sensible ni espiritual. Por ejemplo, una madre es capaz de levantarse a altas horas de la noche y trasnochar para velar por su hijo que está enfermo, cosa que probablemente no le reporta ningún placer, sino un fuerte dolor de cabeza al día siguiente. Además, el hecho de experimentar o no placer en un caso determinado depende del talante moral de cada uno. Un hombre corrompido goza con cosas que a una persona correcta le causarían desagrado.10 Al complacerse en el mal, ese hombre se degrada, se hace peor. El fin último, entonces, no puede ser el placer sin más, que puede acompañar tanto los actos buenos como los malos; o sea, que puede contribuir tanto a la plenitud como a la degradación del hombre. “Así, el placer propio de la actividad honesta será bueno, y el de la mala, perverso”.11 Esta ambigüedad del placer, es decir, su capacidad de originarse tanto en el bien como en el mal, es otro argumento para excluirlo a la hora de considerar el contenido último de la felicidad humana.

La diferencia entre ambas perspectivas se observa también en su relación con el bien de los demás. En el caso del Estagirita, la armonía entre lo que hacemos y lo que hace plenos a los otros resulta menos problemática que en otros autores que piensan que el logro del bien de uno, por ejemplo, del que manda, se realiza siempre a costa de otros, de los que obedecen. En la perspectiva aristotélica, lo bueno para mí será al mismo tiempo bueno para los otros, al menos en cuanto al bien moral. Dicho con otras palabras, mi desarrollo personal no supone la degradación de las demás personas. Esto suena bastante optimista. En efecto, cuando decimos que hay que llevar una vida conforme a la razón, no sólo estamos señalando que hay que actuar con la razón, dirigidos por ésta. Estamos también apuntando a que sólo ese tipo de vida se ajusta a las exigencias derivadas de la vida social, es decir, sólo la razón es universalizable.

Cuando se afirma la existencia de un fin de la vida humana, no se está diciendo que cada hombre esté explícitamente pensando en alcanzar ese fin en cada uno de sus actos libres. Más bien sucede al contrario. Si lográramos conocer qué busca una persona y por qué lo hace podríamos reconstruir la dirección general de su vida y decir, o identificar, qué es lo que en realidad esa persona persigue. El último fin permanece normalmente implícito, pero sin referencia a él la vida perdería orden y se disolvería en el caos de unas acciones inarticuladas porque no tenderían, en su conjunto, a ningún objetivo: “es un signo de gran demencia”, dice Aristóteles, “el no ordenar uno su vida en relación con un fin”.12

Hacia la contemplación

§ 32. El hecho de que el genuino fin del hombre sea uno solo —por ejemplo, la vida virtuosa— no supone establecer una uniformidad entre las personas, pues su realización admite formas infinitamente variadas. Por otra parte, no se debe concebir el logro del fin de una manera estática. Nadie puede decir que en un determinado momento ya alcanzó la felicidad de manera definitiva. Si la felicidad no se logra con una vida puramente sensorial, sino que reside en la virtud, quiere decir entonces que siempre admite nuevas expresiones, pues la virtud es esencialmente dinámica, y debe ejercitarse en las circunstancias concretas que nos presenta la vida, que son distintas en cada caso. Tampoco cabe pensar que los bienes exteriores sean absolutamente indiferentes para el logro de la felicidad. Al menos en la perspectiva de Aristóteles, no cabe ejercitar la virtud sin ciertas condiciones materiales, aunque la felicidad no coincida con ellas. ¿Cómo puede ser generoso con los bienes corporales quien carece de ellos?, ¿qué participación en la contemplación de las verdades de la ciencia puede tener quien está de continuo afectado por jaquecas? Toda la reflexión aristotélica está teñida de gran realismo, y su esfuerzo se dirige a apartarse tanto de las posturas hedonistas, que reducen la vida humana al logro del placer, como de aquéllas de corte espiritualista, que no toman en cuenta la importancia de los bienes exteriores para una vida lograda. En suma, en ciertas circunstancias excepcionales el hombre sabio y virtuoso “se verá imposibilitado de hecho de ser feliz allí donde deba padecer infortunios verdaderamente grandes, que de hecho le impidan ocuparse adecuadamente de las actividades propias de la vida feliz”,13 pero eso no lo torna en verdaderamente infeliz, porque sabrá llevar esos infortunios de manera noble y nunca obrará contra la virtud.

Si la vida virtuosa presenta formas muy diversas, podremos preguntarnos si alguna de ellas es particularmente digna de ser elegida. Ya al comienzo de la Ética a Nicómaco, Aristóteles había reivindicado el valor de la vida política. Pero, junto con esa vida de índole activa, existen otras formas de existencia, vinculadas a la contemplación, que también parecen importantes y muy nobles. Para resolver la cuestión de la prioridad que se da entre las distintas formas de vida virtuosa, Aristóteles se retrotrae a lo que había dicho acerca de las características de la genuina felicidad. Ésta debía ser el fruto de la actividad más excelente; además debía ser constante, placentera, autárquica, buscada por sí misma y radicada en el ocio (que, para él, es algo muy distinto de la mera pasividad, sino que se acerca más a lo que entendemos por trabajo intelectual). Cuando se habla de autarquía no se pretende aludir a un estado de absoluta independencia de las condiciones materiales, sino más bien a aquello que permite alcanzar la plenitud personal una vez que las necesidades inmediatas están satisfechas.14 Todo esto se cumple especialmente en lo que él llama la vida contemplativa, en la que se busca satisfacer las inquietudes de nuestra racionalidad y está centrada “en la sabiduría y en la contemplación de la verdad”.15 Aunque esta forma de vida supone tener otras necesidades resueltas, es la que más se basta a sí misma y la que produce el mayor agrado.

Con todo, atendida la condición humana y su existencia en un mundo marcado por la contingencia, no resulta posible pensar en un estado puro de contemplación de la verdad, el bien y la belleza. Se trata de una aspiración, de algo a lo que se tiende, pero que debe ir necesariamente acompañado por expresiones de vida activa. Además, como enseña Platón en La República, el que contempla no se queda en admirada visión de la verdad, sino que baja a la caverna, donde el resto de los hombres se halla entre sombras y apariencias, y les transmite lo que ha contemplado.16 El bien es difusivo: quien ha alcanzado las formas superiores de la excelencia procura hacer mejores a sus congéneres, no puede ser un egoísta. Y para esto requiere la vida política, comunicarse con los demás.

Por último, tampoco cabe prescindir de la vida política, caracterizada por “las bellas acciones”,17 porque ésta permite que subsistan las condiciones que hacen posible la contemplación. El recto orden político es, como toda creación humana, inestable, y está siempre amenazado por los males de la anarquía, la tiranía y las diversas formas de injusticia. Quien pretenda dedicarse única y exclusivamente a la contemplación, corre el riesgo de quedarse sin pan ni pedazo. La tranquilidad y la paz deben ser defendidas, porque si no existe una adecuada ordenación de la convivencia no habrá arte, ni será posible filosofar, ni se podrá conversar tranquilamente con los amigos.

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