El contenido de la felicidad
§ 29. El problema, entonces, no reside en la identificación de aquello que, en último término, mueve nuestros afanes, sino en saber en qué consiste, de hecho, ser feliz. Porque, aunque todos estamos de acuerdo en que queremos ser felices, no todos coincidimos en el contenido concreto de la felicidad. Unos, en efecto, la buscan en el dinero, otros en los honores y los de más allá en el placer o en otras cosas. Resolver esta cuestión no es poco importante, a menos que se quiera pasar la vida diciendo, como Mick Jagger:
“I can’t get no satisfaction,
I can’t get no satisfaction.
‘Cause I try and I try and I try and I try.
I can’t get no, I can’t get no”.
La pregunta que nos hacemos coincide, en el fondo, con la cuestión de los modos de vida: ¿son todos los géneros de vida equivalentes o hay unos preferibles a otros? Para saber si la forma de vida de Martin Luther King es preferible a la de Pol Pot o la de Yoda a la de Darth Vader nos ayudará mucho saber cuál es el fin del hombre, su función esencial,5 pero esa no es tarea fácil, porque los hombres tienen opiniones muy distintas acerca de qué constituye, en último término el sentido de sus vidas. Para identificar ese fin último Aristóteles nos propone una estrategia, a saber, determinar primero cuáles deberían ser sus características: lo menos que podemos pedirle al fin último es que sea exclusivo del hombre y buscado por sí mismo, es decir, que no sea un medio para conseguir otra cosa. Además, es necesario que sea estable y autosuficiente, o sea, que, suponiendo que las necesidades más elementales están satisfechas, eso que buscamos nos haga plenos.6
Si tenemos en cuenta esa sugerencia aristotélica, en algún caso resultará relativamente fácil descartar ciertas cosas como representativas del último fin, o sea, de la felicidad. No parece que el dinero o el poder lo sean, ya que, en el fondo, no se buscan por sí mismos, sino con vistas a otras cosas. La historia del legendario rey Midas es muy ilustrativa de por qué la riqueza no puede ser el fin del hombre. Consiguió de Dionisio el don de transformar en oro todo lo que tocara, para descubrir después que hasta los alimentos se transformaban en ese metal, de modo que no podía ni siquiera cubrir sus necesidades más elementales. También el poder se quiere en virtud de otras cosas, de manera que no puede ser un fin final, aparte del hecho de que no siempre acarrea el bien de quien lo consigue.
Otro tanto parece suceder con la fama, que, aparte de inestable, está más en los que la dan, en el público, que en el individuo famoso. Además, uno puede ser famoso por causas muy diversas, y no todas buenas. Así, Jack el Destripador es conocido en todo el planeta como uno de los mayores asesinos de la historia, pero nadie diría que esa fama le permitió alcanzar la excelencia humana. Uno también puede ser famoso por las desgracias que le han ocurrido, como Príamo, el rey de Troya, que vio morir a cada uno de sus numerosos hijos y fue degollado por Neoptólemo, hijo de Aquiles, junto al altar de Zeus.
En cambio, hay otros candidatos que sí parecen representar con más fuerza el papel de la felicidad. Así, desde siempre ha habido hombres que la han buscado en los placeres. Esta actitud hedonista está hoy particularmente difundida y, aunque sólo sea por su “popularidad” deberíamos tomar muy en serio al placer como candidato para ocupar el contenido de una vida feliz. Además, está claro que, en principio, el placer se busca por sí mismo y no en vistas de otra cosa. Así, no tendría sentido preguntarle a una persona que está gozando intensamente para qué goza, ya que lo que busca con lo que está realizando es precisamente eso, gozar.
§ 30. ¿Es el placer el fin de la vida humana? Aunque los hedonistas dicen que sí, el grueso de la tradición filosófica responde negativamente a esa pregunta, comenzando por Aristóteles, que lo excluye por el hecho de que lo compartimos con los animales, de modo que no es propio sólo del hombre. Pero, ¿significa esto que el placer debe estar ausente de una vida lograda? Nuevamente la respuesta debe ser negativa. No sería razonable pensar que el placer es una suerte de obstáculo para la vida moral, algo que sería mejor que no existiese. El placer es muy importante, pero eso no lo transforma de inmediato en el motivo último de toda nuestra actividad.
¿Cómo podemos saber que el placer no es lo mismo que la felicidad? Robert Nozick pone un ejemplo que puede ayudarnos a entenderlo.7 Imaginemos que vamos a un laboratorio y, en una sala, vemos a un hombre en una camilla. Está dormido y tiene conectados diversos electrodos en su cerebro, que activan los centros neuronales donde se reciben las distintas sensaciones. A través de impulsos eléctricos se van provocando alternativamente los placeres más variados. El hombre de la camilla no deja de sonreír. No hay gozo que no experimente. Pero, si a una persona que pensara que el placer es el fin de la vida, le ofrecieran pasar el resto de sus días en la situación de ese individuo, seguramente se negaría de manera tajante. Esa negativa nos hace ver que el placer no es suficiente, al menos el placer físico, para dotar de sentido a la vida. No basta con gozar si no se sabe que se goza. Eso muestra que hay un nivel superior al placer y que, por tanto, el fin del hombre se vincula al ejercicio no de las potencias sensoriales sino de las facultades superiores del hombre, es decir, la inteligencia y la voluntad. Por eso, cabe pensar que el placer intelectual es más valioso que el mero placer físico. Pero, aun así, tampoco parece ser el placer intelectual nuestro último fin. Cualquier amigo nuestro se ofendería enormemente si supiera que lo que buscamos no es simplemente conversar con él, sino el placer que la conversación nos produce. Incluso una persona que no se conformara con los placeres animales y dedicara su vida a buscar los placeres más elevados terminaría degradándose. En efecto, esa actitud la llevaría a instrumentalizar todas las relaciones humanas, incluida la amistad, entendiéndolas sólo como productoras de placer. De este modo, le sería imposible alcanzar la excelencia humana, ya que no experimentaría el valor de la gratuidad, que parece ser un componente importante de la misma.
En el libro I de la Ética a Nicómaco, Aristóteles desarrolla una serie de interesantes argumentos para mostrar que la felicidad sólo puede darse en el ejercicio de la función más propia del hombre, a saber, la racionalidad. No puede darse en la actividad puramente nutritiva ni en la sensitiva, que compartimos con las plantas, la primera, y los animales, la segunda; en tanto la felicidad es un fenómeno propiamente humano, debe encontrarse en una actividad propia nuestra, es decir, que se vincule con la racionalidad. Con esto no se quiere decir que la felicidad se dé en la medida en que utilicemos sólo nuestra racionalidad y dejemos de lado las demás dimensiones de nuestra existencia, como las pasiones, los deseos o los instintos. Más bien consiste en ser capaz de vivir –con todas las dimensiones señaladas– conforme a la razón, de tal modo que ésta guíe a las demás potencias,8 y no por un momento, sino a lo largo de la vida entera. Por eso, el bien del hombre debe ser una actividad de su alma conforme a la virtud, ya que, como veremos en el próximo capítulo, la virtud hace que las potencias inferiores se subordinen a la recta razón de modo permanente. Propio de la virtud es, además, ser un hábito, y por lo tanto, algo estable, cosa que no sucede con el placer, que va y viene, y muchas veces no depende del sujeto sino de circunstancias externas a él. Ahora bien, como esta forma de vida virtuosa se ajusta a la constitución racional del ser humano, no debe extrañarnos que, al mismo tiempo, sea placentera. De hecho, el placer que siente el virtuoso (más estable que el placer meramente sensible) es, de algún modo, un indicador de que, por así decir, estamos hechos para la virtud, aunque pueda requerir esfuerzo alcanzarla.
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