Son muchas, y muy atinadas, las críticas feministas al neoliberalismo, y aquí no voy a dar cuenta de ellas. Remito en especial a Nancy Fraser, una filósofa política que de manera constante ha analizado la relación del feminismo con el capitalismo. Sus trabajos en esta línea vienen desde finales del siglo xx y, en Fortunas del feminismo , ella encuentra en el feminismo eso que Boltanski y Chiapello (2002) calificaron de “el nuevo espíritu del capitalismo” (2013a:217). Fraser no es la única, ni la primera, en analizar el vínculo entre el neoliberalismo y cierto feminismo como un fenómeno característico de la época, pero es quien se ha propuesto llegar a audiencias más amplias que la meramente académica.¹ Su brevísimo texto “Manifiesto de un feminismo para el 99%” (2019), escrito en colaboración con Cinzia Arruzza y Tithi Bhattacharya, contiene una clara crítica al feminismo hegemónico y sus resignificaciones neoliberales, y está hecho en un formato muy accesible para el público general. Mucho del debate feminista respecto al neoliberalismo destaca cómo el enfoque individualista resulta muy útil a los intereses de los grandes capitales, y cómo el objetivo del “empoderamiento” ha sido central para alentar actitudes neoliberales.² La popularización de lo que se llama empoderamiento ha opacado la emancipación, que es una aspiración más amplia, que reclama, más que tener poder, liberarse de cualquier clase de subordinación, tutela o dependencia, como proponen los feminismos anticapitalistas desde los setenta.
Las consignas y pintas de las activistas feministas expresan la indignación, el dolor y la rabia por el conjunto de violencias en que vivimos. Recurro a las palabras de otres autores para recordar brevemente nuestro contexto de feroz machismo y espeluznante violencia. Como dice Alfredo Guerrero, investigador de la Facultad de Psicología de la unam:
la violencia que vivimos ahora en México, que se ha propagado a lo largo y ancho del territorio, no es la violencia revolucionaria de 1910-1917, ni la de 1810. Es una violencia que se nutre de la perversidad abyecta que ha hecho erupción desde lo más profundo de los procesos de degradación tanto del Estado como de sus instituciones y se ha propagado por todos los poros de la sociedad hasta los fragmentos más pequeños de la vida cotidiana, invadiendo incluso los espacios más recónditos de la intimidad (2017:243-244).
Sayak Valencia, una investigadora de El Colegio de la Frontera Norte, califica de gore al ominoso proceso de esta producción biopolítica del capitalismo tardío, de donde han emergido las nefastas prácticas que se sustentan “en la violencia sobregirada y la crueldad ultra especializada que se implantan como formas de vida cotidiana en ciertas localizaciones geopolíticas a fin de obtener reconocimiento y legitimidad económica” (2016:26). Ella analiza cómo la violencia, el (narco)tráfico y el necropoder construyen cierto tipo de sujetos y de prácticas, con extremos de crueldad y despojo, que imponen nuevas violencias sobre los cuerpos y las subjetividades. Dentro del marco de las violencias de las estructuras económicas capitalistas, cuyo paradigma es la explotación, varias autoras feministas³ investigan una variedad enorme de formas de vulneración, agresión y crueldad hacia las mujeres, y critican la impunidad que existe ante esas formas, en especial, ante los feminicidios. Remito a sus sólidos trabajos para una explicación más detallada, pues mi objetivo en estas páginas no es analizar las violencias existentes, sino repensar aspectos de una narrativa cultural dirigida a las mujeres y ver cómo atraviesa —si es que lo hace— las protestas y movilizaciones de los grupos de activistas feministas.
Nuestro contexto, donde surgen múltiples expresiones de violencias, está inserto en una época en la que los intereses y deseos de un gran número de seres humanos giran en torno a la imagen y al consumo. Nuestra época, que Guy Debord perfiló tempranamente como la de “la sociedad del espectáculo” (1999), ha desarrollado “la cultura del narcisismo” (Lasch 1979) y se ha convertido en “la era del vacío” (Lipovetsky 1983). Los valores individualistas han derivado en una preocupación excesiva por el Yo, y ha aparecido “la condición posmoderna” (Lyotard 1979). Más recientemente Byung-Chul Han habla de La sociedad del cansancio (2012) y de La agonía del Eros (2014), y reflexiona acerca de cómo se ha producido una nueva subjetividad, tanto en lo individual como en lo social. En estas páginas me interesa revisar aspectos de la subjetividad.
¿A qué me refiero con “subjetividad”? Las psicoanalistas Lucila Edelman y Diana Kordon señalan:
La producción de subjetividad hace al modo en el cual las sociedades y las culturas (las condiciones materiales de existencia, las relaciones sociales, las prácticas colectivas, los discursos hegemónicos y contrahegemónicos, el arte, la tecnología, las comunicaciones) determinan las formas con las cuales se constituyen sujetos plausibles de integrarse a sistemas que les otorgan un lugar que les garantiza la pertenencia. Cada periodo histórico promueve modelos y contenidos específicos, así como determina el carácter de las instituciones. Por lo tanto, la subjetividad tiene un carácter histórico-social (2018a:70).
Las crisis contemporáneas (y me refiero no sólo a los conflictos políticos, los productos culturales y los avances tecnológicos, sino también al cambio del papel de las mujeres y al surgimiento de nuevas identidades) son elementos fundamentales en eso que Edelman y Kordon llaman las producciones actuales de subjetividad (2018b:96). Estas psicoanalistas hablan de la “existencia de una crisis sostenida de las grandes matrices de simbolización, de las referencias de significaciones y sentidos, que afectan a los procesos de socialización y replantean las identidades individuales y colectivas” (2018b:95). Ellas destacan ciertas producciones del capitalismo, como las guerras y las migraciones, aunque también habría que considerar anteriormente el efecto de la entrada masiva de las mujeres al trabajo asalariado y a la educación superior. De ahí que ciertas creencias y mitos estén profundamente convulsionados, y que el impacto de estos procesos y de las crisis en las relaciones de pareja y en la familia produzca efectos psicosociales, generando determinadas transformaciones en la subjetividad.
Los mandatos de género y el postfeminismo
Los mandatos de género, que establecen simbólicamente lo “propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres, la feminidad y la masculinidad, son un conjunto de representaciones, simbolizaciones y habitus ,⁴ internalizados individualmente y compartidos socialmente, que instauran prohibiciones y prescripciones y conectan las dimensiones psicosexuales de la identidad al amplio rango de los imperativos sociopolíticos y económicos. Los mandatos de género son producto de la socialización, o sea, de la incorporación de la cultura y la resultante estructuración psíquica. Su eficacia reside en que estos mandatos socialmente se ofrecen como modelos identificatorios cuya cercanía o distancia a ellos opera para personas y grupos como una medida de la propia valía. La idea que nos hacemos de qué es “ser mujer” o qué es “ser hombre” está filtrada por todo el sistema de representaciones culturales que nos rodea, y se nos inculca desde la crianza con las prácticas, no siempre de manera consciente, y también con el lenguaje y los afectos. Nuestra identidad se va armando a partir de la incorporación y el aprendizaje de formas de percepción, significación y acción, que se organizan como procesos psíquicos y se constituyen en modalidades de acción internalizadas, todo ello mediado por instituciones sociales cuya función principal, casi nunca transparente, es el mantenimiento del statu quo . Además, esto ocurre en contextos particulares, de manera tal que la pertenencia étnica, la “raza”⁵ y el color de la piel, la clase social y la orientación sexual también inciden en el proceso de asunción del género, o sea, en asumirse como “mujer” o como “hombre”. Para analizar cualquier conducta humana es imprescindible, además de visualizar las tendencias sociohistóricas generales, tener una perspectiva que tome en cuenta esos otros elementos que intersectan con el género.⁶ No hay un sujeto unívoco o neutro, sino mujeres, hombres, cis ⁷ y trans , así como personas con identidades no binarias, disidentes y queer que, a su vez, tienen edades y pertenencias étnicas diferentes, ocupan posiciones distintas (clase social) en zonas geopolíticas diferentes y, además, las diferencias derivadas de sus capitales sociales, económicos y culturales introducen fuertes distinciones entre ellas (Bourdieu 1998). Desde esta perspectiva “interseccional” se analiza cómo cada uno de dichos elementos impacta, y cómo se combinan y entrelazan (intersectan) con los demás. Aunque existen cuestiones que las jóvenes comparten generacionalmente, cada una encarna las marcas de su clase social y su pertenencia étnica, y no viven lo mismo las de bachillerato que las que ya trabajan como tampoco las que no estudian. Las jóvenes urbanas a quienes el acceso a la educación superior junto con la libertad sexual de los métodos anticonceptivos les abrieron un horizonte de potencialidades personales han sido las principales destinatarias del fenómeno cultural que se expresa en una subjetividad que ha recibido el nombre de postfeminista . Subrayo el término destinatarias porque hace ya muchos años han sido el público objetivo de la mercadotecnia de las industrias culturales, y las de la moda y la belleza.⁸
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