—¿Y qué canción es esta?
— Signorina! —exclama casi ofendido, hace un gesto juntando todos los dedos de la mano derecha y repite el movimiento como si se llevara algo a la boca—. Il cielo in una stanza , de Gino Paoli.
—Pero si canta una mujer.
—Sí, Mina. Hay muchas versiones, signorina . Ma questa è la più bella10 .
No sé mucho sobre música italiana, así que me gusta descubrir el entusiasmo con el que sigue cantando estrofas a pleno pulmón.
—¿Quiere probar las uvas? Están un poco ácidas aún, pero en unas pocas semanas estarán dolce , dolce11 .
Me acerco y arranco un par de uvas del racimo. Sí que están ácidas. Aun así, me gustan. La canción prosigue unos pocos segundos más y, a continuación, empieza a apagarse. Se apaga del todo. No se vuelve a escuchar nada más en los siguientes minutos.
—Domenico, ¿aquí la gente joven qué hace? —me atrevo a preguntar.
—Vivir, Lucile.
Niego con la cabeza al tiempo que me río. Me apoyo en la verja e insisto.
—¿Hay más gente de mi edad en la zona?
No es que sea una persona muy social, vaya, pero no sé si seré capaz de estar tantos días sin hablar con nadie y, aunque sé que el Novio se mostraría encantado de que cediera y nos pasáramos el día compartiendo confidencias como dos colegialas, eso no va a pasar.
—Los jóvenes van al lago, hacen excursiones con las bicicletas, salen a bailar.
—¿A bailar? ¿Dónde?
—Al pueblo, signorina . El signorino Timothée va mucho. Puede ir con él.
Quiero decirle que antes me tiro por la ventana que ir con él a ninguna parte. No lo hago porque no quiero parecer borde, por eso y porque me da la sensación de que, por ahora, Domenico es mi único amigo aquí. No puede peligrar el poco contacto humano del que voy a disfrutar durante estos dos meses.
—Mi sobrina también suele ir. Puede acompañarla.
Siento una sacudida de alegría. Asiento con vehemencia. Debería decirle que, en realidad, estoy castigada y que tengo que estudiar para recuperar las asignaturas pendientes, pero sería dar demasiadas explicaciones, y algo me dice que esto tampoco lo disuadiría de que me fuera a vivir la vida loca y a disfrutar de mi juventud.
—Voy a volver.
Señalo hacia la piscina.
—Claro, dai, dai!
Se despide con la mano.
Cuando llego al borde de la piscina, el estuche está justo donde lo he dejado, pero no hay ni rastro del bloc.
—¿Qué?
Me asomo incluso a la piscina, no vaya a ser que se haya caído dentro, aunque hoy no sopla el viento, ha amanecido un día sereno y muy soleado, demasiado para mi gusto.
Giro sobre mí misma hasta que, a lo lejos, a unos treinta metros, veo la misma silla de ayer, contra otro ciprés. Timothée está sentado y sostiene el enorme bloc entre las manos. Pasa las hojas como si le pertenecieran.
Me apresuro y voy en su dirección como una fiera que acabara de ser liberada.
—¡Eh! —le grito.
Sé que me oye, a pesar de que no se digna a mirarme hasta que no estoy frente a él. Se baja un poco las gafas sobre el tabique nasal y me observa por encima de sus pestañas con tanta calma que hace que me hierva la sangre a causa de la impotencia que siento.
—Eso es mío. —Señalo con el dedo lo que tiene entre las manos—. ¿Me lo das?
—No están mal. Nada mal, en realidad. Va a resultar que tienes algo bueno y todo.
Se pone de pie y se aleja con el bloc de dibujo entre las manos.
—Dámelo —le exijo.
—¿Quién es?
Me enseña un rostro que no quiero recordar. Alguien a quien quise y que también me quiso antes de que nuestra relación se estropeara. Mi padre. Por aquella época, siempre estaba a mi lado, orgulloso de mis logros, dispuesto a protegerme de cualquier cosa que pudiera hacerme daño. Ahora parece que eso forma parte de una película que vi hace lustros y que soy incapaz de recordar con claridad.
Estoy apretando la mandíbula y los puños cuando doy un salto hacia él y se lo arranco de entre las manos. Una hoja se rasga al tirar. Él se quita las gafas. Parece sentirse culpable por el estropicio, no tanto por las lágrimas que me queman en los ojos.
—Perdona, no quería que se rompiera.
—¡Vete a la mierda!
Me alejo dando grandes zancadas. Me sigue. No parece comprender que lo último que me apetece en este momento es tener su sombra acechándome, igual que su molesta voz y esa expresión de pena que le ha aparecido de pronto en el rostro. Incluso sus ojos verdes se resienten y se apagan. Me tiene lástima, y la sensación que eso deja en mí es insoportable.
—Lucile, venga. —Me coge del brazo. No sirve de nada, porque logro apartarme—. Ha sido sin querer, te lo prometo. Estaba ahí tirado, en el césped, y he sentido curiosidad. Tú también cotilleaste ayer.
—No es lo mismo.
—¿No?
—Solo había dos revistas sobre la cama. No cogí nada más. Esto es algo personal.
—Vale —asiente—. Pensaba que solo eran dibujos. Lo siento.
No son solo dibujos, son parte de mi historia, y no quiero compartirla con nadie. No estoy preparada para hacerlo, para explicar cómo me siento, que me asusta haber perdido a muchas de las personas que un día dibujé. No quiero. No puedo. Soy incapaz.
—¿Por qué no te vas al lago o a dar una vuelta y me dejas en paz? —le sugiero.
Levanta las manos en señal de rendición y se va. Se aleja. No discute conmigo. Una parte de mí quiere que lo haga, quizá porque tengo mucho que decir y me estoy mordiendo la lengua para no hacer más daño. Quiero gritarle a alguien, y encuentro mi objetivo cuando cinco minutos después entro en casa hecha una fiera y me topo con el Novio.
—Lucile, ¿has comido algo? Anoche no llegaste a cenar y…
—Ya, ya.
Se queda parado como una estatua y encoge los hombros igual que lo haría alguien a quien le hubieran lanzado, sin previo aviso, un jarro de agua fría en plena cara.
—¿Qué? Solo quería saber si habías desayunado —se queja él, apesadumbrado.
—¿Ahora te importa si estoy bien?
—Siempre me ha importado que estés bien.
Cuando lo dice, sus ojos bajan la guardia y veo múltiples arrugas nublarle la mirada y también los labios, que no se cierran del todo, como si procurara encontrar las palabras adecuadas para arreglarme, porque es evidente que estoy estropeada.
—No eres mi padre. ¡No lo eres!
—No lo pretendo. Dame una tregua, por favor. Estoy preocupado por ti, Lu.
—¿Es que no lo entiendes? No quiero estar aquí. —Mi voz se vuelve un eco en la amplitud del rellano—. No me apetece que seamos amigos. Solo eres el novio de mi madre. No me importas, no me caes bien. No hay nada que puedas hacer por mí.
—Lu, lamento mucho que te sientas así y que digas eso. Te prometo que esto no es un castigo. Tu madre y yo creímos que era bueno para ti pasar el verano aquí, apartarte un poco de ciertas personas, cambiar de aires.
—Cambiar de aires… —murmuro.
—Sí, dejar atrás lo que no te hace bien.
—¿Mi ciudad, mis amigos, mi vida no me hacen bien?
Se le escapa un suspiro profundo y se muerde los labios.
—Quiero decir de lo que te hace daño. De quien te hace daño, Lu.
—¡Vosotros me hacéis daño! —grito sin haberlo pretendido—. ¿Es que no os dais cuenta de que no he pedido nada de esto?
Él intenta decirme algo más, quizá que no alce la voz, que no le hable así. No tiene oportunidad, porque, hecha un basilisco, lanzo el bloc y el estuche contra la pared y salgo corriendo tan rápido como me permiten las piernas.
—Lucile —oigo que me llama—. ¡Lu, espera! Vuelve. Hablemos.
Читать дальше