Sandra Becerril - Tu cadáver en la nieve

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El sábado 1 de enero que encontraron ahogado y masacrado en el lago Michigan el cadáver de Erik, reconocido actor mexicano en Hollywood, su esposa Maya estaba escondida en un camerino follando con Benedict, el encantador amante inglés que se había agenciado tras hartarse de Erik. Chicago, la ciudad que más latinos alberga en sus paredes, junto con más
crímenes sin resolver, es la misma de la que Maya no puede escapar hasta saber la verdad. De la mano de Benedict, se irá enterando de todos los secretos que Erik guardaba justo frente a ella, reenamorándose de su fantasma y quedando cada vez más atrapada en una
sangrienta red que se va tejiendo alrededor hasta asfixiarla. Perseguida por el asesino de su marido —en medio de la paranoia, la nieve de Chicago y el deseo intenso por el cuerpo de Benedict—, Maya involucra en la persecución de un homicida sin rostro a su amiga ninfómana Karely, al racista y corrupto productor Daren, y a la fastidiosa y obsesiva asistente Cloe. La mente es un misterio. Los secretos nos mantienen vivos. Los enigmas nos hacen seres humanos.

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TU CADÁVER EN LA NIEVE

D93

Sandra Becerril

TU CADÁVER EN LA NIEVE

D93

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser reali¬zada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Sandra Becerril (2019)

© Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39 -2º

15007 A Coruña

info@distrito93.com

www.distrito93.com

ISBN 978-84-17895-96-9

Depósito legal: CO 515-2020

Diseño de cubierta: © Distrito93

Fotografía de cubierta: © AdobeStock/Kevin

Diseño y maquetación: Distrito93

Para Ender, el amor de todas mis vidas.

Las pasiones son como los vientos,

que son necesarios para dar movimiento a todo,

aunque a menudo sean causa de huracanes.

—Bernard Le Bouvier de Fontanelle—

Chicago era una silueta silenciosa y oscura. El lago Michigan, un espejo de noche, avergonzado por todo lo que se reflejaba en él. Asesinatos, ruina, caída, destrucción, sexo. No había forma de detener la nevisca, el viento o sobrevivir mucho tiempo en el exterior. Es por eso que había caminado descalza durante varios minutos. Para perderme en la muerte.

Las formas de la nieve en Millennium Park, eran la de una inmensa mujer recostada, hermosa, gélida, con mirada gris y piel pálida.

Desperté luego en este lugar. Casi no podía hablar. La lengua congelada. El corazón a punto de parar. El frío era demasiado. Tu voz, sin conciencia, hablándome. No hay salvación. Nunca la hubo.

—¿Qué harías si encontraras al asesino de tu marido?

—Lo mataría.

—¿Cómo?

—Con mucho dolor. Que sufriera. Lo torturaría durante días hasta que su suplicio fuera tan intenso que no pudiera más y se dejara ir en la muerte.

—Tú sabes que me obligaste a hacer esto. Solo te di gusto.

—No. Tú eres responsable de tus acciones. Yo no te orillé a hacer nada.

—¿Quieres ver al asesino?

—Sí.

—Te quitaré la venda. Abre los ojos.

I

Quien no haya visto Chicago en invierno, difícilmente podrá imaginar la belleza de sus calles desiertas y silenciosas, de sus edificios donde resplandece lo niveo en el cielo transparente, con la luz reflejada con fuerza en algunas ventanas de sus construcciones o su lago congelado. Con las noches en calma, esperando que del cielo ennegrecido terminen de caer plumas ligeras, guardando el misterio de lo hermoso en la línea de su horizonte, con su multitud de edificios. Con el gran Millennium Park iluminado con sus luces fantasmagóricas, la pista de hielo McCormick Tribune y el Cloud Gate, que se destaca con precisión como si estuviera construido de plata, resguardados por los gigantes de acero. Contemplo por última vez las despiadadas construcciones de la Torre de Agua de Chicago y los edificios Wrigley, Merchandise Mart, Willis Tower, John Hancock, Marina Towers y Aqua, amenazantes a la vista. Pronto amanecerá y los hombres, cual arrecifes humanos, bajarán a las calles empapándolas de su humanidad y esta inmensa ciudad que ahora parece muerta alumbrada por la luna, que me es tan querida, de la que jamás logré escapar, recobrará sus días sin mí. Porque todos los días son iguales, con o sin la presencia de alguien. Nadie es esencial para que el mundo continúe girando. Para que la nieve se derrita, la supla el sol y vuelva a llegar el otoño.

El sábado 1 de enero que encontraron ahogado el cadáver de mi esposo en el entumecido Lago Michigan, yo estaba escondida en un camerino cogiendo con Benedict. En fotogramas paralelos, un niño caminaba en la arena suave y de color blanquecino, cubierto hasta las orejas por bufandas y gorros. Comía un chocolate. Y vio algo en las aguas, agitadas por el intenso viento. Se acercó. Las «arenas cantaron», como decía Erik cuando vivía, por el chirrido causado por el alto contenido de cuarzo que se produce cuando caminas sobre ella. Lo que había en el lago, parecía ser un muñeco boca abajo. No flotaba, tampoco se hundía. Estaba petrificado. Seguro congelado, llevado por los vientos occidentales hacia el este, donde hay un flujo más caliente a orillas del lago.

En el Teatro Chicago en restauración, Benedict metía su lengua entre mis muslos, acariciándome debajo de la blusa. Yo subía la pierna a una de las butacas empolvadas para que pudiera entrar mejor. Era una buena forma de comenzar el año. Ya había tenido seis orgasmos antes de la medianoche. Y no me cansaba. No podía parar. Benedict era todo lo que siempre me había gustado de un hombre: era un jodido patán. Demasiado encantador, rostro extrañamente peculiar: muy alargado, piel muy clara, ojos pequeños verdes o azules según la luz debido a una heterocroma. Con una voz sugerente y profunda y cabello negrísimo de alacrán en donde enredar todas mis pesadillas. Inglés, aburrido de las escuelas de élite particulares y de su «buena familia», actor cuando se le antojara. Pero un patán al fin y al cabo.

En lo particular, me excitaba saber que no conseguiría jamás ser feliz sin mí, estaba muy obsesionado. Su buena época ya estaba por desvanecerse en la juventud. Lo único que le quedaba era un innegable don de atracción. Si pasaba junto a ti, lo volteabas a ver. Si comía junto a ti, se te antojaba lo que estaba comiendo. Si estaba rodeado de gente, querías ser su amigo. Y por supuesto, si te decía que te quería coger, pues no había muchas opciones. Era un sí o un no. Y un «no» a Benedict que sonaba como un «tal vez», no me rescataba mucho de sus delgados y sutiles labios apretados en mi cuello.

El niño se acercó más al agua. Ese invierno, un frío ártico había congelado la mayor parte de Estados Unidos. Centenares de escuelas habían cerrado por el peligro que para los alumnos suponen los vientos gélidos, mientras que el famoso «efecto lago» por la precipitación provocada por la influencia de los Grandes Lagos, dejó hermosas imágenes de grandes estructuras cubiertas de hielo.

Las aerolíneas cancelaron todos los vuelos comerciales desde y hacia La Ciudad de los Vientos. Decenas de millones de personas optaron por quedarse en casa. Los pocos que se aventuraron a salir afrontaron vientos intensos que hacían que los copos de nieve se sintieran como agujas que lastimaban la cara. Además, las autoridades federales estaban buscando a un hombre que apodaron «el bandido de Wicker Park» porque había robado seis bancos, dos de ellos en el vecindario de Wicker Park. Vestía un gorro y sudadera negra, dijo el portavoz del fbi Ross Rice, según el Chicago Tribune. La madre del niño tenía esto muy en cuenta cuando su pequeño señaló el lago: el cadáver parecía ser el mismo buscado por el fbi. Corrió hacia su vida para que no viera la tez pálida, la boca abierta en un grito que no llegó a ser y las cavidades que habían sido alimento de peces.

La piel de Benedict era tan blanca como la nevisca cuando se está derritiendo por el sol. Quería beberla toda hecha lluvia, convertirme en su precipitación porque ningún sol como él, tan desnudo.

Fingí que no quería serle infiel a mi esposo porque éramos la pareja soñada de artistas y me había costado mucho fingir que era feliz como para dejarlo ir así nada más, por un amorío. El comienzo de mi hermosa amistad con Benedict fue en la alfombra roja de una película, donde además se mostraba la nueva y desconocida colección de quién-sabe-quién pero con mucho vino gratis, al verlo, creo que tuve un orgasmo. Me aguanté algunos días, no obstante, cuando lo encontré en el viejo teatro esperándome, ni siquiera intenté decir «no». Por las mañanas había tenido numerosas peleas con mi marido, que si pagábamos mucha renta, que por qué había agarrado la bicicleta si él la había apartado desde la noche anterior, que el ticket de multa por no haber movido el puto coche antes de las 8 am, solo por qué llenos de resentimiento pendejo. En fin, que tenía una grieta muy abierta en mi alma por la que Benedict se coló sin resentimiento. Pronto, estaba en un hueco que ni yo sabía que existía y no parecía querer salirse de ahí.

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