Sandra Becerril - Tu cadáver en la nieve

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Tu cadáver en la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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El sábado 1 de enero que encontraron ahogado y masacrado en el lago Michigan el cadáver de Erik, reconocido actor mexicano en Hollywood, su esposa Maya estaba escondida en un camerino follando con Benedict, el encantador amante inglés que se había agenciado tras hartarse de Erik. Chicago, la ciudad que más latinos alberga en sus paredes, junto con más
crímenes sin resolver, es la misma de la que Maya no puede escapar hasta saber la verdad. De la mano de Benedict, se irá enterando de todos los secretos que Erik guardaba justo frente a ella, reenamorándose de su fantasma y quedando cada vez más atrapada en una
sangrienta red que se va tejiendo alrededor hasta asfixiarla. Perseguida por el asesino de su marido —en medio de la paranoia, la nieve de Chicago y el deseo intenso por el cuerpo de Benedict—, Maya involucra en la persecución de un homicida sin rostro a su amiga ninfómana Karely, al racista y corrupto productor Daren, y a la fastidiosa y obsesiva asistente Cloe. La mente es un misterio. Los secretos nos mantienen vivos. Los enigmas nos hacen seres humanos.

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—¿Qué tal coge Saori? —le pregunté. Erik saltó al escucharme.

—Pensé que estabas dormida.

—¿Entonces? —Me volteé a verlo. Estaba desnuda, hacía mucho calor. Erik me miró y mientras respondía delineó el contorno de mis senos con su dedo. Y, aun así, no sentí nada.

—Puros chismes. No puedes creerlos todos, va a ser una tortura para ti. Y ya sabes que solo tengo ojos para mi amada esposa. Saori me cae bien y ya. Está medio perdida, como nosotros cuando llegamos a este país. La llevé a algunos lugares para que conociera y ya. Es todo. —Demasiados «y ya», para dar por cerrado el tema.

Le creí. Si yo fuera Saori en definitiva hubiese escogido otro amante, sin embargo, en la alfombra, Saori se mantuvo a mucha distancia de mí aprovechando cualquier momento para estar sola con Erik, me miraba como si yo fuera competencia para ella, la descubrí murmurando sobre mí cuando pasé a su lado y mirándome de arriba abajo con la ceja levantada. Entonces sí se habían acostado. Pobre de ella. El sexo no era la mejor habilidad de Erik.

Antes de entrar a la sala, Erik me dio un beso en la mejilla. «¿Vamos?», me preguntó con su sonrisa de triunfador. Le besé el oído susurrándole: «Vamos pero a la chingada. Ya sé lo de Saori. Voy al bar, ahí te veo cuando terminen tus escenas de sexo con ella». Le di otro beso, me miró sin saber qué decir, Daren lo jaló hacia adentro de la sala, ignorándome, me di la vuelta y entré al baño. Ahí, hice tiempo hasta que supe que todos ya estaban viendo la película para evitar a la prensa. Salí quedándome sentada en el bar, en un pequeño e incómodo banco alto.

Pedí un tequila derecho. O dos, o tres. Alguien tocó mi hombro, le pedí otro tequila. Se trataba del hombre de cuello largo y mirada burlona. «Hola». Me dio la mano. «No soy mesero, pero con gusto llamo a uno». Con la mano, pidió otros dos de lo que estaba tomando, para mí y para él y se sentó junto a mí. Suspiré en cuanto su olor me inundó. Sus papás eran dueños del cine y él estaba ahí de paso cuando me vio entrar con Erik. Según él, solo me veía en la alfombra roja porque los demás parecían demasiado comunes, mucha pose, maniquíes. Y le había llamado la atención que me la pasé viendo el cielo.

—Soy pintora. Me gusta ver colores. Es todo. —Otro tequila.

—Sé que eres pintora. Te conozco. —Eso me tomó por sorpresa. Le dio un trago al tequila. Yo esperaba que hiciera ese rostro de «está muy fuerte» que hacen todos cuando lo toman por primera vez en Estados Unidos. Él se lo tomó como agua. Y pidió otro—. Compré un cuadro tuyo en la exposición de verano en el Museo de Arte, Al borde del abismo, se llama.

Lo recordaba bien. Lo había pintado en un viaje que tuve provocado por medicamento para la depresión y supuesta esquizofrenia combinada con dos botellas de vino tinto y dos cigarros de mota —para entonces ya no me desagradaba tanto su aroma—. No creí que nadie fuera a comprarlo ni a exhibirlo, por eso cuando los de Museo me llamaron para avisarme que se había vendido toda la colección e incluso habían subastado ese cuadro a dos compradores interesados, fui hasta allá a ver si era cierto.

—Mira… —Me mostró una fotografía con su celular en donde estaba él de pie junto al cuadro, en un estudio de madera.

—Qué buena combinación.

—Luego me interesó saber quién era la pintora, te busqué en Google y listo. Te reconocí cuando te vi en la alfombra. «¿Qué hace esta talentosa mujer ahí desfilando con los monos?».

—Uno de los monos es mi marido.

—Lo sé también. Es afortunado. Sería más aún si estuvieras junto a él viendo su película.

—Ya la vi muchas veces. —Intenté evitar el tono despectivo, mas me salió muy natural—. Y lo veo a diario en casa, así que… —Cuántas mentiras me habían salido de la boca en un minuto. No lo veía a diario y mucho menos en casa. De hecho, ahora no olvidaba su imagen al verlo en entrevistas, periódicos o en llamadas furtivas por Skype. Antes, mentía para tragarme gota a gota, la amarga verdad. Después las verdades se corrompieron tanto con los inventos que no sabía decir lo cierto. Una persona normal miente cuatro veces al día, o 1 460 al año y un total de 88 000 a la edad de 60. La mentira más común es «Estoy bien». No todas son espinas en el jardín de la mentira, pues hay muchas de ellas que son muy bien toleradas por la sociedad.

—Estoy invitado al Latino Fashion Week, habrá pasarelas, vino gratis, hermosa vista y gente interesante, ¿por qué no me acompañas?

—¿Cuándo?

—En este instante.

Miré el póster de la película donde Erik veía a Saori con adoración en medio de una guerra, tomados de las manos enmarcados por amor eterno. No tuve que pensarlo dos veces.

Al llegar al lugar, seguí a Benedict a los camerinos y caminamos en medio de modelos cambiándose, en ropa interior, desnudas, maquillistas, fotógrafos y ropa. La mayoría lo conocían, lo saludaban de beso en la mejilla o en la boca, lo miraban con adoración. Ya estaba cansada de eso y para el caso, estaba Erik.

Salí para fumar un cigarro y responderle. Erik, alterado, preguntaba que dónde estaba, que por qué le arruinaba su noche de estreno, que si yo ya sabía que así eran las cosas para qué me quejaba e insistía que lo de Saori era mentira para dar paso a un: «fue un enorme error, vuelve». Colgué el teléfono al momento en que Benedict salió con una botella de vino, seguido por tres modelos de las que se deshizo como si fueran sus mascotas y lo fueran persiguiendo.

—Demasiada gente. No es mi estilo. —No le creí para nada.

—Escucha. Gracias por la invitación, me esperan en la premier y desde mi punto de vista es exactamente lo mismo. Estoy hasta la madre de todo esto. Quiero ir a mi casa y dormir.

—Bien, te llevo. Pero antes vamos a cenar algo, muero de hambre. ¿Quieres?

¿Que si quería? Miré el celular, Erik había dejado de marcar y en los mensajes de WhatsApp me insultaba por haberlo abandonado en su proyección, dejándolo en brazos de alguien más. Él me culpaba por todo. Por otro lado, estaba ese desconocido con ojos cambiantes de color, voz profunda, extendiéndome la mano, con el que ya había tenido más fantasías en dos horas de conocerlo que en toda mi vida con Erik.

Mientras subíamos por el elevador de la torre John Hancock, se comenzó a escuchar la canción Highway to Hell. Benedict primero la susurró y después la cantó como en un murmullo, con su voz honda, juguetona y medio bailando. No buscaba una aventura con nadie, no quería un amante, creía que ya tenía el sexo suficiente de dos o tres veces por mes de cinco minutos por cada una. A veces me masturbaba viendo películas de Dwayne Johnson y era todo. No me consideraba un ser sexual. Ni siquiera una mujer sexual. Estaba encerrada en mí, en mis pinturas, en Erik, en mí, en el éxito, en mí. Todo era un torrente de ego que me llevaba siempre a mí misma, pero sin ser en mí. Nunca me había sentido tan excitada mirando a un hombre junto a mí, solo por estar en un espacio tan pequeño como un elevador. Sentía cosquillas por las piernas, subiendo en la espalda, provocando que me mordiera los labios. No me di cuenta cuándo comencé a ver el tamaño de sus manos, el color de sus ojos o el largo de su lengua cuando la sacaba en un gesto juguetón. Me sentí jodidísima por tener que volver a casa junto a Erik. Seguro me esperaría despierto, para darme sus excusas por su aventura con su coprotagonista que a mí me valía madre. Porque me diría que no la amaba, que no significaba nada para él, había sido un amor de filmación. Y solo me amaba a mí. Y me amaba tanto que me había dejado ir en él perdiéndome en alguna parte del camino. En el elevador con Benedict, me sentí profundamente triste de no recordar la última vez que había sentido la misma pasión por él, hasta ese momento. A veces la sentía pintando, nada más. Una vez que el cuadro estaba terminado era hacer otro y otro más, una terrible adicción que me había hundido en soledad y aislamiento, todo lo contrario a lo que era en México. Y Erik, al revés, ahora era el centro de atención, resplandecía como moneda de oro, a donde fuéramos, excepto en casa. Ahí todo era diferente. Un par de desconocidos mirando televisión a altas horas de la noche, compartiendo palomitas y el colchón. No creo que Erik tuviese idea de qué me gustaba hacer en la cama, de dónde me inspiraba para pintar, cuáles eran los sueños que había perdido en el camino con tal de que él encontrara los suyos. Tampoco le importaba porque siempre dio por hecho que estábamos bien. Y con estar bien, se basta. «Babe don’t try to call. My heart is ticking and the show, just won’t wait. It’s strange, you couldn’t see it my way, hey now go, I pray for you to fall. The spark, has died and now you’re just too late. A shame, you’re knocking at the wrong gate, hey go home, Come what may, I won’t give away», Benedict continuaba cantando, mirándome de reojo.

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