Alba Martín Aguiar - Lacanes. Historia de una superviviente

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Lacanes. Historia de una superviviente: краткое содержание, описание и аннотация

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Las comunicaciones caen, las tecnologías dejan de funcionar, el Estado se diluye ante la imposibilidad de actuación y la sociedad comienza a reestructurarse. En una isla, sin comunicación con el exterior, la realidad cambia drásticamente y los recuerdos dan lugar a un pasado mitificado donde el límite huele a mar. Las lenguas portuarias extienden el rumor de que cualquiera que se aventure a cruzar el Atlántico no encuentra destino ni regreso.Las expediciones en busca de restablecer las comunicaciones van disminuyendo hasta que nadie vuelve a planteárselas y la masa azul se diviniza por ser uno de los pocos generadores de alimento. Una joven se queda sola como una mota entre tremenda vorágine y su ser sufre la misma reestructuración que el mundo que la rodea. El tiempo y las decisiones que toma la llevan a olvidar su nombre, a enterrar quién era para que los demás empiecen a llamarla la chica de los canes, Lacanes.

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—No, Artesano. Este ya no es mi mundo.

El Artesano apretó la mano de la anciana que comenzó a toser esputos de sangre.

—Tranquila. Respira, tranquila.

—No te preocupes por mí. Esto es solo dolor físico. Tú sabes lo que yo he sufrido. Cargas con el sufrimiento de todos.

La anciana respiraba cada vez con mayor dificultad.

—Tranquila, Asunción. No te fuerces.

—Es mi hora, Artesano. Solo quiero descansar.

Al escuchar esas palabras, no pudo evitar sentir un poco de envidia. Observó como el Artesano se agachaba y susurraba unas palabras al oído de la anciana. Luego se incorporó, la anciana lo miró y con una sonrisa de medio lado sus ojos se transformaron. Jamás había vivido ese instante de muerte tan cerca. Se quedó estática y fijó su atención en aquellos ojos abiertos que ya no expresaban nada. El Artesano soltó la mano de la anciana y la colocó con suavidad sobre su pecho.

Aquellos ojos brillantes, sin vida, miraban a la nada. Entonces recordó los disparos, como si volviera a oírlos; los golpes secos contra el suelo; las miradas de sus padres a través de otros ojos. Sintió contraerse cada músculo de su cuerpo hasta que sus muelas chirriaron unas contra otras. Sus ojos se rayaron y cogió aire de forma brusca y entrecortada. Nadie parecía darse cuenta del estado en el que entraba y ella se alejaba cada vez más de la realidad que la rodeaba mientras se perdía en un remolino de evocaciones. Los presentes, salvo el Artesano, empezaron a salir del piso. En sus oídos, un pitido. Con aquella lágrima que cayó sobre su pecho se sintió de regreso en su cuerpo entre aquel ambiente de muerte constante.

El Artesano cerró aquellos ojos inertes. Ella se acercó más a la mesa. Lo miró a la cara, pero no pudo descifrar la mirada de aquel hombre al que todos admiraban y seguían sin cuestionarse absolutamente nada. El Artesano se disponía a salir, pero ella lo agarró del brazo:

—Mis padres, ¿dónde están?

—Enterrados. Donde va a terminar ella.

—Llévame.

El Artesano afirmó con la cabeza y continuó su camino saliendo del piso. Ella quedó sola, observando el cuerpo de aquella anciana en un extraño estado al que jamás se había enfrentado. Entonces el silencio se adueñó de la habitación que permaneció estática un tiempo. Los recuerdos bailaron frente a sus ojos y lloró hasta que sus piernas se doblaron. El duro y frío suelo la recibió mientras se encogía sobre sí misma, deseando poder hacer retroceder el tiempo. La dura realidad la golpeó: lo que estaba ya no está.

VII

—Quiero conducir. ¿Dónde están mis llaves?

—Esperaba este momento. Es un buen coche. Ten. No lo ha tocado nadie desde entonces.

Cogió las llaves y apretó el puño hasta que sintió como se le clavaban. Últimamente el dolor físico era lo único que la hacía sentir viva, a continuación llegaba la decepción. El Artesano empezó a bajar las escaleras y al darse cuenta de que ella no lo seguía, se detuvo y se giró.

—Vamos. Voy contigo. Yo te guío.

—Sé que el coche es bueno. Es mío. Sé lo que es capaz de dar.

—Podemos hacer una excepción con el coche. Al menos de momento, por las circunstancias.

—De momento no. Ese coche es mío y solo yo lo voy a conducir.

—Ya sabes que no hay propiedad.

Ella permaneció en silencio, clavándole la mirada. El Artesano subió un escalón.

—Nada es de nadie y todo es de todos.

Silencio.

—Lo entiendes, ¿verdad?

—El coche es mío.

Su voz parecía salir de otro cuerpo, de otro ser. Tenía fuerza, y el hombre lo percibió. Afirmó con la cabeza y desvió la mirada para bajar las escaleras.

—Vamos.

Ella lo perdió de vista, miró las llaves y bajó las escaleras. Cuando se sentó en el coche, su respiración tembló. No podía dejar de mirar al frente, pero sentía como el Artesano la miraba. Supo que despertaba en él más curiosidad de la que nunca admitiría. Apretó la lengua contra el paladar para reprimir las lágrimas y arrancó el Honda. Se concentró en el tacto del volante y empezó la marcha.

—¿Hacia dónde?

—Los Campitos.

Al salir del garaje, tomó dirección contraria y empezó a subir la vieja carretera. Se sentía libre al volante, en aquel momento nada más importaba. La máquina y ella, ella y la máquina, con un objetivo común y sintiendo que lo importante era el camino. Frente a ella, el paisaje era desolador. Hasta la vegetación había perdido su vigor. Las casas y edificios que antes tenían vida ahora se mostraban muy deteriorados.Ventanas rotas, puertas arrancadas, coches destrozados y algunas personas y animales muertos.

—No podemos enterrarlos a todos. Esto nos ha superado.

Ella no dijo nada. Miró al espejo retrovisor y se sorprendió ante su visión. La imagen era totalmente distinta a la que se movía ante ella. Plantas verdes y vivas mecidas por una suave brisa, coches nuevos, brillantes, carreteras limpias de muerte, edificios de los que salían personas que se saludaban y abrazaban.

—¡Cuidado!

Las gomas chillaron y el coche patinó más de lo que esperaba cuando clavó los frenos.

—¿En qué demonios piensas?

Ella permanecía agarrada al volante.

—¿Qué quieres? ¿Matarnos a los dos?

No comprendía lo que acababa de ver, pero lo había visto y era un regalo para su alma atormentada.

—El espejo…

—¿El espejo qué? Maldita sea, no estás para conducir.

—Sí estoy para conducir. Solo me he despistado un segundo.

—¿Un segundo? Desde la recta parecías ida. Te ibas a salir en la curva.

—No. Ya está, ¿vale?

Ambos se quedaron mirando un rato. La mirada del Artesano cambió. Pasó de estar airado a mostrar esa mirada paternalista y protectora, mezclada con la curiosidad que sabía que despertaba en él.

—No pasará más.

—Eso espero.

Reanudó la marcha y lo vio claro: el espejo era una ventana. Lo que tanto añoraba no se había ido, simplemente estaba a su espalda y podría sentirlo cuando quisiera. En aquel trayecto no volvió a observarlo, porque no quería perderse en la ventana. Lo importante en aquel momento era saber dónde estaban sus padres.

—¿Los ves? Para donde puedas.

De una vieja ranchera con la parte trasera descubierta dos hombres sacaban el pesado e inerte cuerpo de Asunción.

—¿Aquí?

Paró a un lado de la carretera y se bajó. Siguió con la mirada el camino de los hombres. Todo era tierra y se veía muy revuelta, hasta donde se perdía la vista. Entonces su mirada encontró esa unión que siempre la había apaciguado: mar y cielo, azul y azul.

—Buenas vistas. ¿Dónde están?

—No sé exactamente dónde, pero están aquí, con todos los demás.

—¿Muchos?

—Más de los que puedo contar.

Los hombres habían empezado a cavar un hueco con un pico mientras otro iba apartando la tierra suelta. Salvo por el sonido del trabajo, el ambiente era relajado. Se escuchaban las puñaladas en la tierra y la suave brisa.

—¿Al menos están juntos?

—No quiero mentirte. No lo sé. Eran demasiados. Fue un trabajo muy duro.

La rabia empezó a contraer de nuevo sus mandíbulas. Observó como uno de los hombres paraba para secarse el sudor, respiraba de manera agitada y apoyó el pico en la tierra. Entonces, ella saltó el guardarraíl de metal y se dirigió hacia el grupo. Sus oídos empezaron a pitar y de nuevo tuvo esa sensación de automatismo. Arrancó el pico de las manos del hombre cansado y comenzó a clavarlo en la tierra. Jamás se supo con tanta fuerza. Con cada golpe hundía más y más el pico, con cada golpe un grito salía de su estómago. Su rabia, su impotencia, aquella extraña resignación, crecían en su pecho para hinchar su espalda, sus hombros, sus brazos, sus manos hasta ser absorbidos por aquel trozo de madera que la liberaba. Empezó por un murmullo lejano hasta que el grito del Artesano penetró la capa que la rodeaba.

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