—Ya está, tanto jaleo, joder.
—¡Que vienen! ¡Que vienen!
—Te dije que no dispararas, imbécil. Puto descerebrado incontrolable. A ver ahora qué dices.
—¡Vámonos, nos da tiempo!
—No, ya que estamos nos los cargamos y adiós competencia.
—¡Que te calles ya, joder! Te crees que piensas y no eres más que un puto descerebrado puesto de coca hasta las cejas.
Un estruendo resonó en toda la casa. Ella supo que el golpe provenía del choque de la puerta principal contra la pared. Seguía sin moverse, sin entender nada en absoluto.
—¿Qué pasa aquí?
En respuesta, un murmullo.
—¿Ahora qué?
—¡Que te calles!
Confusión entre los pasos y las charlas. Supo que la observaban, pero ya qué importaba, no se sentía siquiera en su propio cuerpo.
—¿Quién es?
—Una ahí, este se la quería trajinar.
—¿Qué di…?
La pregunta fue cortada por otro disparo y otro peso muerto fue a parar al suelo.
—Largo de aquí. ¡Ya! Nunca más. Ya sabes lo que hay.
De nuevo pasos hasta el cierre de la puerta y el silencio. Un bulto se sentó a su lado, posó su mano en su hombro. Era cálida, llena, más suave, pero no la percibió así de ningún modo. Un temblor y una sacudida sumada la obligaron a encogerse aún más e hicieron que sus rodillas se pegaran a su cuerpo. Quería llorar, quería gritar y golpear, pero todo ello se arremolinó sin reventar en su esternón, justo bajo lo que hasta ese momento había sentido como corazón.
V
No sabía cómo había llegado, pero estaba en su cama. Por un momento esperó que todo fuera una resacosa pesadilla, pero al intentar incorporarse y comprobar que su mirada se desvanecía hacia sus párpados superiores, no pudo más que llorar, indefensa, sola. Permaneció tirada en la cama y sintió que un bulto la observaba desde la puerta. Trató de enfocar, pero se sentía muy mareada. La sombra se acercó hasta ella y encendió la pequeña lámpara de la mesita de noche. La tenue luz mostró a un hombre algo harapiento y con una descuidada barba. Recordó la invasión que había vivido y trató de huir entre gemidos de miedo.
—Tranquila, tranquila. No voy a hacerte daño, nadie lo hará. Ese hijo de puta está muerto.
Muerte. Esa palabra resonó con un eco que desenterró los recuerdos. Los cachorros, la casa abierta, los golpes, aquella asquerosa bestia, gritos, sus padres. Sus padres. No podía hablar porque no podía respirar. Dirigió su mirada hacia el hombre que le había hablado.
—Ya, ya. Ya está. Ahora no pienses en nada.
Apoyó una mano en su cabeza. Era cálida, pero ella repudiaba cualquier contacto. Él pareció intuirlo y retiró la mano con rapidez y mucha suavidad. Dirigió su mirada a la puerta. Había otro bulto apoyado en el marco. Era más pequeño. Cuando se acercó su vista dibujó una mujer. Aunque mayor que ella, era joven. En los brazos cargaba un bulto envuelto en su toalla de playa. Se acercó y dejó a los cachorros entre sus brazos. Fue rápido, apenas la miró.
—Descansa. Yo te cuidaré para que puedas hacerlo. Pero ellos te necesitan, ahora mismo sin ti están perdidos.
Sentir la existencia de seres aún más frágiles que ella dio lugar a un sentimiento totalmente desconocido. Los observó. Sus pequeñas patas, sus ojitos, sus dos pequeñas naricillas. Cuando se dio cuenta, estaba sola en su habitación y el cansancio se apoderó de ella. Esa sería una de las pocas veces que dormiría sin soñar. Cayó en la negrura sintiendo los tímidos movimientos de los cachorros en su pecho.
Cuando despertó no era consciente del tiempo que había pasado, pero se sobresaltó al ver a la muchacha sentada al borde de su cama.
—Como no te levantabas les he dado yo la leche. No sé lo que deberían comer, pero todos los cachorros toman leche. Todavía quedan algunas botellas en la despensa.
Sentía la lengua pegada al paladar y la pastosidad se extendía más allá de su garganta.
—¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Casi tres días.
La respuesta la dejó sorprendida. Un dolor agudo fue profundizando en su pecho. Incandescente, penetraba en su carne y llegaba a su alma. Se encogió en la cama y las lágrimas brotaron con el mayor de los sigilos.
—Todos los que estamos aquí hemos sufrido, hemos perdido a gente, hemos estado solos. Él nos ha dado compañía, nos ha dado una familia, una pequeña posibilidad de seguir adelante. Pero el dolor no se va nunca, eso no puede hacerlo él.
—¿El hombre de la barba?
—Sí, ese. El Artesano.
—¿Así lo llaman?
—Sí.
—¿Pero su nombre de verdad cuál es?
—El Artesano.
Dejó al cachorro que sostenía cerca del otro. Se levantó carraspeando, recogió el plato y la botella de leche.
—¿Quieres?
—No. Agua mejor.
—No pienses que soy tu criada. Te la traigo, porque sé cómo te sientes, pero esto no será así siempre. Y tampoco pienso cuidar a los perros. Lo de la leche ha sido porque no te despertabas.
—Gracias.
Esa fue la primera vez que se miraron a los ojos. La muchacha asintió y salió del cuarto. Acarició a los cachorros. La chica tenía razón: estaban delgados y no podía permitir que murieran de inanición. Quiso incorporarse. Le costó bastantes esfuerzos, porque el mareo persistía. Su vista estaba mucho mejor. Se llevó la mano al cachete y notó una costra. La puerta se abrió y volvió a aparecer la joven con un vaso de agua. Era tremenda la extrañeza que sentía al ver como una desconocida le llevaba uno de sus vasos en su propia casa.
—Si no te la tocas, la costra se caerá sola. Ese cabrón te abrió el pómulo, qué bestia. Tendrás la marca un tiempo, pero terminará por desaparecer.
Cogió el vaso y bebió. Cuando el agua pasó por la garganta, arrancó la desagradable pasta que se había formado en ella. Dejó el vaso en la mesita de noche y escuchó su propia voz.
—Gracias.
—Ya.
Ambas permanecieron así un rato, mirando a los cachorros, suspirando, sin mirarse a los ojos.
—Pasará en un rato a verte.
—¿Quién?
—El Artesano. Ha venido todos los días. Este es un buen edificio y tú eres la única que quedas en él.
—¿Y los vecinos?
—Ese grupo que te atacó. Hay muchos salvajes. El aislamiento y la falta de recursos ha provocado que algunos saquen lo peor que el ser humano puede tener.
—Estoy sola.
Apenas fue un suspiro, pero la muchacha lo escuchó y dirigió su mirada fijamente. Tenía unos ojos azules de mirada profunda.
—Siempre lo estamos.
De nuevo se tiró en la cama y volvió el llanto. La joven se levantó sin decir palabra y se marchó de la habitación. Los cachorros comenzaron a emitir pequeños ruiditos, eran tan dulces. Los acercó de nuevo cogiéndolos entre sus brazos, pero sin poder parar de llorar. Quería morir. Sentía que no podía seguir viviendo. El vacío de la soledad la guiaba hacia el único descanso posible para alguien que se sentía totalmente destruido: la muerte. Con esos pensamientos se quedó de nuevo dormida.
Se despertó sobresaltada al escuchar en las sombras el ruido de la puerta. La noche había caído de nuevo y esta vez la compañía que se presentaba era la del Artesano.
—Estrella me dijo que habías despertado. ¿Cómo te encuentras?
No supo qué responder, así que permaneció callada. Él venía cargando unas bolsas de plástico que dejó en el suelo, al lado de la cama, y se sentó a los pies. Ella se encogió un poco. Sentía repudio ante el contacto con otros.
—Sé que es duro. Es difícil de asimilar, pero no se puede hacer otra cosa.
Ella solo podía pensar: «morirme».
—Estás viva. Estás bien. Llegará el día en que el dolor se mitigue y aunque no desaparezca, el miedo sí lo hace. Toma.
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