—Ya lo tengo todo. A esta hora debería de haber menos movimiento, la gente estará comiendo. La cena de esta noche le toca a Candelaria, que no se escaquee. No vayas a dar nada que mañana nos vuelve a tocar preparar arroz.
—Cuando quieres eres pesadita.
Otra de las frases más costumbristas de aquel hogar. Seis brazos y tres corazones agolpados en su latir. La familia se convirtió por última vez en unidad. Así, puso ella sus pasos hacia el coche, sintiendo aún el cálido abrazo de quienes conjuraron para darle su existencia.
Una vez dentro del coche, se preparó. La pierna del embrague le temblaba un poco y en las maniobras necesarias para salir del garaje consiguió que el vehículo se le calara dos veces. Con la puerta enfilada, ante su incapacidad para conducir, detuvo el coche y tiró de la palanca de freno. Posó sus manos sobre los muslos e inhaló profundamente. Las entrelazó y cerró los ojos mientras se las llevaba a la cara.
—Relájate.
Se frotó los ojos con suavidad.
—¿Qué coño te pasa? Lo has hecho miles de veces. ¡Vamos! Sin más que pensar, presionó el embrague y metió la primera. Que la puerta estuviera abierta no le sorprendió, siempre había algún vecino que olvidaba cerrarla al salir. Paró y presionó el botón sin darse cuenta de que en el extremo donde la puerta cerraba con la pared había un pivote de hierro en el suelo que evitaría el cierre. Así, con la puerta a medio cerrar, comenzó su viaje.
II
Circulaba tratando de observar toda esa realidad, invisible para ella durante aquel tiempo. Una realidad que parecía tan memorable como extraña. Por el espejo retrovisor divisó una moto que cruzó una calle a su espalda. En cuanto encaminó la rambla, preparada para buscar la salida a la autopista, divisó un coche subido a ella. Le impactó que fuera la panza del coche la que miraba al cielo. Un cielo que, si bien representaba la perfección del azul celeste, se sentía enturbiado tras la luna del coche. El ruido de otra moto la obligó a mirar a la izquierda. Circulaba en dirección contraria. Su mirada, que atravesó la rambla, comprobó como un casco, negro y rojo, hacía girar su visera sin perderla de vista. Cuando se desdibujó en el retrovisor, presionó algo más el acelerador. Seguía esperando ver a alguien transitando la calle, cuando una guagua apareció como una montaña ante ella. Se detuvo debido a la extrañeza. A la guagua no le quedaba un cristal sin romper. Tenía tantas abolladuras que no merecía la pena contarlas y las ruedas tenían todas las gomas rajadas.
—¿Qué coño…? —Apenas salía la voz de su garganta y no por el hecho de que la tomasen por loca, ya que en ese momento se sintió más sola de lo que nunca se había sentido hasta entonces. La abordaba el miedo ante los pocos signos vistos de un cambio evidente y misterioso respecto a todo aquello conocido hasta ese momento como natural.
De nuevo escuchó un zumbido de motor. Un escalofrío erizó la piel de su nuca. Dirigió la mirada a su puerta y, manualmente, echó el seguro para que permaneciera cerrada. Miró la otra y sintió un tímido alivio al ver la pestaña negra, que indicaba que ya lo estaba. Apretó el embrague con más ganas de las que pretendía y metió con fuerza el retroceso. Tras un par de metros dando marcha atrás, giró el volante con la intención de encaminarse hacia el espacio que quedaba libre entre la guagua y la pared de lo que siempre había sido un colegio. La acera era ancha por esa razón, pero también bastante elevada y sabía que su coche era más bajo de lo normal. Cuando intentaba subir con suavidad la rueda derecha para evitar rozar el vehículo, varios zumbidos atravesaron los árboles de aquella rambla que estaba a punto de dejar atrás.
Hasta entonces había circulado con relativa calma y respetando, dentro de la situación, las normas de circulación. Sería la última vez que lo hiciera. Los zumbidos pertenecían a dos motos que se acercaban en su dirección a gran velocidad. Estaba segura de que una de ellas pertenecía al que no le había quitado la vista hacía cuestión de escasos minutos. Se sintió acorralada y quiso escapar cuanto antes de aquella situación, de aquella sensación. Aceleró con precipitación y el coche subió la acera encabritado y formando escándalo debido al roce con la elevación. Para su sorpresa, en esa parte de la acera cabía el coche al completo. Las motos cada vez estaban más cerca, pero lo que realmente la llevó a encogerse y acelerar del mismo modo que para subir la acera fue comprobar que un hombre con los ojos desorbitados se acercaba sin emitir más que un constante gruñido, empuñando en alto una barra de hierro. El temblor en la pierna izquierda provocó que se le calara el coche y mirando al hombre, que cada vez estaba más cerca, giró la llave con fuerza para volverlo a arrancar; sin embargo, el hombre siguió de largo y se situó tras el coche. Ya había conseguido hacerlo funcionar, pero la extrañeza la paralizó. Con la mirada fijada en el espejo retrovisor, observó que el hombre, ahora de espaldas a ella, seguía enfilando la rambla a la par que se acercaban las motos. Colocó la barra igual que lo habría hecho un bateador profesional y ancló sus piernas en la carretera, esperando, paciente.
Las motos se abrieron para esquivarlo y el hombre no lo dudó un instante: golpeó con fuerza a uno de los motoristas, tirándolo sobre el asfalto mientras su transporte chocaba directamente con la guagua. Con ese golpe metálico salió de la parálisis y aceleró, esta vez con más calma, pero también más firmeza para no errar en la maniobra. Al pasar la guagua, miró de nuevo atrás, valiéndose del espejo. En un instante se pueden percibir innumerables sensaciones. Ella sintió que era el blanco y que el hombre, al que en un principio creyó en contra, la había salvado. El segundo motorista, que se encontraba casi a la altura de la guagua, dio la vuelta. Supuso que iría a por su compañero. El pecho le dolía por la presión de los movimientos tan acelerados y desacompasados que seguía su corazón. No entendía nada. Le costaba respirar, pero el alivio, prematuro, llegó al vislumbrar el final de la rambla, como si lo peor hubiera pasado.
Debía coger la última curva que abría hacia la autopista, y todo sería cuestión de acelerar y poner rumbo hacia el norte, subir a por él. Dejaría a la derecha la gasolinera y se sentiría un poco más a salvo. De nuevo la asaltó la confusión cuando la construcción apareció a su diestra. En lugar de la luz blanca, reflejada sobre el amarillo y azul, era el negro el que tiznaba la baja edificación. La tienda, donde tantas veces había parado para abastecerse de golosinas, por lo general algo caras, se presentaba como una oscura grieta capaz de engullir, no sin antes desgarrar lo que fuera con aquellos dientes de cristal, gruesos como un palmo, agrietados y picudos.
Dirigió su vista al frente, tratando de obligarse a no volver a desviarla a los lados. La confusión en su mente, perturbada ante tanto cambio en tan breve espacio de tiempo, no dejaba de girar en torno a tantas ideas como era posible. En esa primera recta de autopista que su vista era capaz de alcanzar parecía todo como siempre, con la salvedad de que a su alrededor no había ni un coche, ni un movimiento. Sólo el calor, el viento y ella.
Pareció presentir el nuevo capítulo que la apabullaría segundos antes de que, irremediablemente, se presentara ante sus ojos. Poco a poco empezaron a aparecer sobre el negro asfalto trozos informes cuyas tonalidades danzaban entre el blanco más turbador y el rojo más visceral. Procuraba evitar que las ruedas deformaran aún más la masa en la que la autopista se convertía poco a poco. Un fuerte olor, que nunca antes había atravesado sus fosas nasales, se coló hasta convertirse en la ácida lágrima que enturbió su mirada. Sintió el agobio trancando la parte baja de su estómago. Cada vez que respiraba notaba disminuir la cantidad de aire que hinchaba sus pulmones. Pensó que sería a causa del olor, igual que le pasaba con los vapores del amoniaco, así que cerró la ventanilla.
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