Javier Alonso Arroyo - Una escuela en salida

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Todos los fundadores de las diversas instituciones de Iglesia que se dedican a la educación parten de una mirada de fe sobre la realidad de niños y jóvenes, y desde ahí dan su respuesta. Esto fue así desde el principio para san José de Calasanz y sigue siendo así hoy en día. Y esa es la clave de lectura de este libro. Estas páginas recrean la experiencia fundacional de la escuela católica desde una perspectiva profundamente pedagógica. Javier Alonso, religioso, sacerdote y educador escolapio, propone que la escuela puede y debe llevar adelante su tarea educativa desde la clave de su origen: abrir los ojos a la realidad, sobre todo, de aquellos que sufren y necesitan nuestra respuesta. La «escuela en salida» es la que está al cuidado de los alumnos más débiles, la que abre sus puertas a la comunidad, la que da participación a todos y construye Iglesia. Es la que despierta en los alumnos una conciencia crítica ante las injusticias y les invita a comprometerse con los más necesitados. Es el espacio donde todos tienen la posibilidad de crecer, la expresión visible de la mesa de comunión del Reino de Dios. Este libro, que prologa Pedro Aguado, superior de la Orden de las Escuelas Pías, combina narraciones que invitan a la reflexión con desarrollos teóricos, pedagógicos y aportaciones bíblico-teológicas.

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Dos vecinos pusieron el cuerpo en una caja de madera y lo montaron en un carro rumbo a una fosa común que se había abierto en un solar cerca de la parroquia de Santa Dorotea. La peste ya había segado la vida de muchas personas pobres en el barrio, dejando a muchos niños huérfanos. ¿Quién sabe cuántas más muertes habría?

La casa se quedó vacía sin mamá Andrea, el alma del hogar. Calasanz estaba tan impactado ante el sufrimiento de los niños que se le humedecieron los ojos de la pena. Los pequeños le miraron con los ojos tiernos de la inocencia infantil, como diciéndole: «Y ahora, ¿qué hacemos?, ¿cómo saldremos adelante sin una mamá?».

Con la muerte de Andrea, los niños se habían quedado solos. El padre trabajaba en las afueras de Roma, comerciando con aceitunas. Un día no volvió y nadie sabe si murió, desapareció o se fugó. Los niños no tenían familia directa en Roma, solo la cercanía de los vecinos, que eran tan pobres como ellos.

Una vecina trajo unos platos de sopa para que los niños pudieran pasar la noche bien y se quedó a dormir con ellos para sustituir por unas horas el vacío dejado por la madre. Al día siguiente había que resolver esta situación. El padre José sentía que tenía una responsabilidad y esperaba que Dios le diera luz para buscar la mejor solución.

Junto con la vecina pasó la noche velando con los niños y esperando los primeros rayos de sol para volver con más seguridad a palacio.

Entregó a la vecina unas monedas para que cuidara de los niños mientras les buscaba una solución. En Roma había muy buenos cristianos que estaban dispuestos a responder ante estas situaciones tan dramáticas. Pensó en el hogar para niños huérfanos de Santa María in Aquiro, fundado por Leonardo Cerusi. Seguro que, viendo esta situación, los podría acoger y por lo menos darles un techo y comida.

La noche había sido muy intensa en emociones. Había vivido muchas experiencias fuertes en sus visitas pastorales en España, conocía bien la difícil realidad de las familias pobres de Roma; en sus visitas como cofrade de los Doce Apóstoles visitaba con frecuencia el hospital del Espíritu Santo, donde colaboraba con Camilo de Lelis. Había visto mucho, pero esa noche fue muy especial desde la llamada de Gianluca. La visión del cuerpo inmóvil de Andrea en un humilde ataúd y el llanto de los niños huérfanos.

De pronto recordó los versículos del salmo: «A ti se te ha encomendado el pobre, tú serás el amparo del huérfano», y un fuego recorrió todo su cuerpo. Desde ese momento entendió que ya nada sería igual.

Llegó a palacio, donde el cardenal Colonna estaba esperando con cierta inquietud, pues era insólito que un sacerdote estuviera fuera de casa durante la noche.

Con los ojos fatigados, el padre José le relató todo lo acaecido desde que Gianluca llamó a la puerta, cómo se encontró al grupito de niños y la impresión profunda que le produjo en su alma.

–¡Padre! Esta noche he vivido una experiencia muy peculiar. De pronto siento que todo lo que he vivido hasta el momento: mis proyectos, mis ilusiones, mis preocupaciones, son relativos. Me siento extraño y vacío viviendo en este cómodo palacio mientras el pueblo pasa miseria. Hemos de hacer algo por esos niños que se han quedado huérfanos, es un deber cristiano dar una respuesta rápida. No pueden esperar.

–¡Dios mío, esta peste no nos deja respirar! –exclamó atemorizado el cardenal–. Tendremos que tomarnos unas vacaciones en el campo, no sea que terminemos también contagiados. ¿No vendría conmigo, padre José?

El padre José tenía en mucha estima al cardenal, pues lo había acogido durante años y, sobre todo, era de su total confianza. Ahora no entendía cómo permanecía tan insensible ante una confesión tan dramática. Solo pensaba en sí mismo y no le preocupaba la suerte de los pobres.

Las continuas visitas a los enfermos que había realizado el P. José con la cofradía de los Doce Apóstoles le había abierto los ojos a una realidad que no conocía. ¿Cómo podía abandonar a los pobres? Evidentemente, el maestro Jesús no lo habría hecho.

Pero, de pronto, el cardenal reaccionó:

–Claro, claro... debemos ayudarles. Quizá podríamos remitir a estos niños al hospicio de Leonardo Cerusi y, de paso, les daré una buena limosna para que los admitan sin problemas.

Con una carta de recomendación y unas cuantas monedas, el padre José acudió al orfanato para encontrar un acomodo a los niños. Era un edificio húmedo, oscuro y un tanto insalubre, pero, a cambio, estaba atendido con diligencia y piedad. Los niños tenían dos platos de comida, agua limpia y la posibilidad de ir al oratorio del padre Felipe Neri para recibir catequesis los días de fiesta.

El orfanato albergaba a niños procedentes de todos los barrios de la ciudad. El número había aumentado a raíz de la epidemia de peste de 1590, y desde hacía unos meses, con la nueva epidemia, había nuevos ingresos. Funcionaba con la ayuda económica de familias pudientes romanas, e incluso el mismo papa aportaba una renta mensual. Los nobles eran muy conscientes de que no se podía abandonar a los niños en la calle, a merced de las bandas de criminales, que los usarían para sus propósitos.

El padre José habló con el encargado del orfanato y le presentó el problema que tenía. También le explicó que el cardenal Colonna se comprometía a ayudar con los gastos.

–Podremos acoger a los niños con gusto y encargaremos el cuidado de la jovencita tullida a una señora muy devota que le enseñará música y canto.

–Muy agradecido, señor. ¿Cuándo podría traerlos? He encargado a una vecina su cuidado y no creo que aguante mucho tiempo.

–Podrían venir mañana mismo. Les pondremos una cama adecuada y esperemos que se vayan acomodando bien.

El padre José salió del orfanato contento por la rápida acogida y porque los niños iban a permanecer juntos. Así que se dirigió al Trastévere para proponer a los niños el traslado a su nuevo hogar.

Ese día durmió en palacio con la convicción de que había hecho una buena obra y de que los niños estarían bien atendidos en su nuevo hogar.

HERIDOS AL BORDE DEL CAMINO.

LOS QUE LA SOCIEDAD DESCARTA

Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto (Lc 10,3).

Gianluca fue uno de tantos niños que se quedaron huérfanos a causa de las epidemias de peste que asolaron Roma a finales del siglo XVI. De no haber ingresado en un hospicio se habría quedado en la calle, buscándose la vida en la mendicidad y la delincuencia. La familia de Gianluca sufrió el maltrato de una sociedad clasista que la marginó y descartó por improductiva. Quedaron heridos al borde del camino, a la espera de que un caminante generoso los socorriera.

En esa época había pobres de solemnidad (caballeros pobres, jornaleros, viudas, huérfanos, frailes mendicantes y curas rurales) que tenían derecho a recibir limosna y estaban bien integrados en la sociedad. Pero lo más común eran los pobres indigentes y vagos, que se consideraban peligrosos porque podían propagar epidemias, revueltas y vicios. Eran considerados una pesada carga improductiva y baldía que vivían de modo parasitario a costa de la comunidad. Por ello debían ser vigilados, y se les pedía realizar un trabajo a cambio de comida. Un autor de la época describe con claridad el paisaje de la pobreza: «Por Roma no se ve otra cosa que a pobres mendigos, y en tan gran número que no se puede estar ni ir por las calles sin que continuamente se vea uno rodeado de ellos, con gran descontento del pueblo y de los mismos pordioseros» 10.

La literatura recoge la incultura de los mendigos, su mundo de groserías y de hechicerías, su altanería y descortesías en los modos de exigir limosna. Se describen sus malos tratos, y hasta era frecuente que, por mezquina ambición, se enzarzasen en peleas callejeras.

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