Javier Alonso Arroyo - Una escuela en salida

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Todos los fundadores de las diversas instituciones de Iglesia que se dedican a la educación parten de una mirada de fe sobre la realidad de niños y jóvenes, y desde ahí dan su respuesta. Esto fue así desde el principio para san José de Calasanz y sigue siendo así hoy en día. Y esa es la clave de lectura de este libro. Estas páginas recrean la experiencia fundacional de la escuela católica desde una perspectiva profundamente pedagógica. Javier Alonso, religioso, sacerdote y educador escolapio, propone que la escuela puede y debe llevar adelante su tarea educativa desde la clave de su origen: abrir los ojos a la realidad, sobre todo, de aquellos que sufren y necesitan nuestra respuesta. La «escuela en salida» es la que está al cuidado de los alumnos más débiles, la que abre sus puertas a la comunidad, la que da participación a todos y construye Iglesia. Es la que despierta en los alumnos una conciencia crítica ante las injusticias y les invita a comprometerse con los más necesitados. Es el espacio donde todos tienen la posibilidad de crecer, la expresión visible de la mesa de comunión del Reino de Dios. Este libro, que prologa Pedro Aguado, superior de la Orden de las Escuelas Pías, combina narraciones que invitan a la reflexión con desarrollos teóricos, pedagógicos y aportaciones bíblico-teológicas.

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En los anexos se presenta una programación posible de «encuentros en las periferias» desde la escuela, un itinerario para implantar el programa en la escuela, unas pistas para la evaluación y, por supuesto, unas orientaciones bibliográficas.

El contexto social en el que se ha redactado este libro es la dura situación social y económica por la que actualmente pasa Venezuela, donde millones de personas han tenido que emigrar para no caer en la dinámica de la miseria. Diariamente se ve a personas mendigando comida en las calles, ancianos abandonados, enfermos crónicos sin esperanza por falta de medicamentos, jóvenes ociosos por falta de oportunidades, niños desnutridos en los barrios, personas con depresión, familias separadas por la emigración y mujeres atrapadas en el círculo de la corrupción. Un país mal administrado donde la ambición y el fanatismo ideológico está dejando a mucha gente herida en la orilla de los caminos.

Y en este contexto la escuela católica debe dar una respuesta que sane heridas, que acoja a los pobres, que abra puentes de diálogo, que ofrezca esperanza y que construya una nueva humanidad.

El papa Francisco recuerda que «los pobres nos evangelizan siempre, nos comunican la sabiduría de Dios misteriosamente» 9. Podemos afirmar también que los pobres tienen una sabiduría que nos enseña a ser mejores personas y, por supuesto, pueden ser unos grandes maestros de vida.

Dejemos que las periferias entren en nuestros proyectos educativos y descubriremos con sorpresa que nuestras escuelas se llenan con la luz del Evangelio.

TÚ SERÁS EL AMPARO DEL HUÉRFANO

(Roma, septiembre de 1596)

La aldaba de la puerta de servicio sonó con fuerza y de modo persistente. Ya había oscurecido, las calles de la ciudad estaban en calma y solo se oía el sonido de los grillos y el crepitar lejano de las luminarias encendidas de los patios de las casas. Dos guardias custodiaban la puerta principal del palacio del cardenal Colonna, donde estaba hospedado el P. José de Calasanz desde que llegó a Roma en 1592, hacía ya más de cuatro años.

–¿Quién vendrá a importunar la quietud de la noche? –exclamó el padre Calasanz a Pietro, un sobrino del cardenal Colonna con quien repasaba algunas lecciones de latín a la luz de una lámpara de aceite.

Ya comenzaba el otoño, y a partir las nueve de la noche era muy extraño ver a la gente en la calle, aunque el clima invitaba a conversar con los vecinos en la puerta de las casas. Las calles de Roma eran muy estrechas, oscuras e inseguras. Los andamios de madera de las construcciones eran lugares perfectos de refugio para delincuentes dispuestos a sorprender a cualquiera que se atreviese a pasear de noche.

El padre Calasanz entendió que, si alguien se arriesgaba a llamar tan entrada la noche, debía de tratarse de alguna urgencia que era preciso atender. En sus primeros años de sacerdote, como secretario del obispo Capilla, aprendió a estar siempre disponible para servir a las necesidades de los fieles. El compromiso que adoptó el día de su ordenación sacerdotal fue estar al cuidado de las ovejas, especialmente de las más pobres.

Bajó por las escaleras de servicio acompañado de su alumno Pietro, que lo seguía con una mezcla de curiosidad y de temor ante una llamada tan imprevista. Ambos cruzaron un pequeño patio ajardinado, y el padre José acercó su ojo a la mirilla de la puerta; vio la sombra de un niño que no medía ni un metro de altura. «¿Quién se arriesga a estas horas a salir de su casa y cruzar la ciudad?», pensó el padre.

–¿Se acuerda de mí, padre? Soy Gianluca. ¿Podría abrirme la puerta por favor? –exclamó con la voz frágil y temblorosa de un niño que apenas tenía ocho años.

Tras abrir la puerta, Gianluca entró muy nervioso en el patio de palacio y se echó a llorar abrazado a las piernas del padre. Pietro observaba la escena desconcertado.

–Ya me acuerdo, pequeño. Te conocí hace unos días, cuando visitaba a tu mamá, enferma con fiebre muy alta y el cuello muy hinchado. ¿Qué pasó, muchacho, que vienes tan angustiado?

–¡Mamá murió esta tarde y no sé qué hacer! Unos minutos antes de morir me encargó el cuidado de mis hermanitos pequeños, y mi hermana mayor, Patricia, está tullida y poco puede ayudar. Mi mamá me encargó que viniera a buscarle cuando ella muriera. Se puso muy contenta cuando usted le administró la unción y le dio la comunión. Le confortó usted tanto en sus últimos días de vida que su deseo fue que, a su muerte, viniera para rezar con toda la familia. Me recordó lo bueno y dulce que es usted y me aseguró que haría lo posible para que tuviera una cristiana sepultura. ¡Padre, solo soy un niño! ¡Ayúdeme! ¿Cómo salgo adelante con mis hermanos?

Inmediatamente rompió a llorar desconsoladamente y se fundió en un abrazo con el joven sacerdote.

La confesión de Gianluca conmocionó mucho al padre José. Le dio un vuelco el corazón y pensó en dónde estaba el padre de los niños; ¿y los vecinos?, ¿por qué acudía a él? La confesión del niño era muy real y trágica. Recordaba la escena de la mujer cananea que se acercó a Jesús pidiéndole sanación para su hijo, y a Jairo intercediendo por su hija muy enferma.

Debía escuchar al niño y seguirle hasta la casa; entendió que era el mismo Dios quien le estaba hablando. De pronto se avergonzó delante de su discípulo Pietro –el sobrino del cardenal– y consideró que el palacio donde vivía era un lugar extraño al mundo real. Pero enseguida reaccionó:

–Espera, muchacho, que me ponga algo de abrigo y te acompaño a casa. Y tú, Pietro, avisa a Su Eminencia de que estaré fuera y no sé a qué hora volveré.

El padre José tomó una lámpara de aceite para guiarse por las oscuras calles de Roma acompañado del pequeño Gianluca. Pietro se quedó en casa velando su llegada, porque no tuvo la valentía de acompañarle durante la noche.

José y Gianluca cruzaron delante de las escalinatas del Campidoglio, siguieron en línea recta hasta la altura del teatro Marcelo, se introdujeron en el barrio judío, que bordearon hasta tomar rumbo al puente Sixto por la ribera del río. Tuvieron mucha suerte, porque ningún bandido se fijó en ellos. Tal vez el traje clerical fuera una buena protección en la insegura ciudad de los papas.

El hogar de Gianluca era un espacio de una sola pieza donde se dormía, se comía y se compartía todo. Pertenecía a una familia muy pobre formada por cuatro niños y la madre. La hermana mayor, de doce años, había quedado coja a los cuatro, porque fue atropellada por un coche de caballos y difícilmente podía ingresar dinero en casa, aunque se defendía para hacer los oficios domésticos. Por debajo de Gianluca estaba Pierino, de seis años, y Mario, de tres.

El médico certificó la muerte de Andrea asegurando que era un caso de peste bubónica. Los síntomas eran muy claros: fiebres altas, vómitos e hinchazón en el cuello. Había que actuar rápido y enterrar el cuerpo lo antes posible para evitar futuros contagios. Todavía les quedaba vivo el recuerdo de la última peste que asoló la ciudad de Roma años atrás.

Los niños estaban esperando con ansia al sacerdote. Los vecinos, también muy pobres, habían acomodado el cuerpo de Andrea y oraban por el eterno descanso de su alma a la luz de unas velas. Oraban sobre todo para que Dios se apiadara de estas criaturas que dejaba huérfanas.

–Actúe con rapidez, padre –le susurró el doctor–. Debemos enterrarla enseguida, no sea que la enfermedad se contagie entre los vecinos. La epidemia está en su fase más cruel y debemos actuar para que no termine de contagiar a toda la familia y a los vecinos. Dios tenga piedad de nosotros.

–Descuide, doctor, así lo haré.

El padre Calasanz sacó el ritual de bolsillo y susurró unas oraciones en latín que nadie entendía. Todos adivinaron que estaba encomendando el alma de la buena de Andrea a Dios. Con el hisopo asperjó agua bendita sobre su cuerpo inmóvil e invitó a todos a rezar un padrenuestro y un avemaría.

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