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Sinopsis Sinopsis La mujer silueta - Lucía Bocanegra, una recién licenciada en Derecho que busca empleo en los despachos de su ciudad, recibe una noticia sorprendente: su tía Maricarmen ha desaparecido. Al indagar en el suceso encuentra un silencio avergonzado en la familia y una serie de pistas falsas. Un aire de secreto rodea la vida de Maricarmen; las circunstancias de su divorcio, quizá no muy feliz, la han marcado como una mujer independiente y extraña. Para esclarecer los hechos, Lucía Bocanegra tendrá que averiguar qué se esconde detrás de algunas palabras que se teme pronunciar, de los prejuicios y de unas cuantas puertas cerradas. La mujer silueta es un relato a medio camino entre la novela psicológica y la de intriga, escrita con un gusto exquisito.
La mujer silueta
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Siete
Ocho
Nueve
Datos de autor
La mujer silueta -Lucía Bocanegra, una recién licenciada en Derecho que busca empleo en los despachos de su ciudad, recibe una noticia sorprendente: su tía Maricarmen ha desaparecido. Al indagar en el suceso encuentra un silencio avergonzado en la familia y una serie de pistas falsas. Un aire de secreto rodea la vida de Maricarmen; las circunstancias de su divorcio, quizá no muy feliz, la han marcado como una mujer independiente y extraña. Para esclarecer los hechos, Lucía Bocanegra tendrá que averiguar qué se esconde detrás de algunas palabras que se teme pronunciar, de los prejuicios y de unas cuantas puertas cerradas. La mujer silueta es un relato a medio camino entre la novela psicológica y la de intriga, escrita con un gusto exquisito.
La mujer silueta
La mujer silueta
© 2020, Javier Sánchez Lucena
© 2020 , La Equilibrista
info@laequilibrista.es
www.laequilibrista.es
Primera edición: 2020
Maquetación: La Equilibrista
Imprime: Ulzama Digital
ISBN: 978-84-18212-38-3
ISBN Ebook: 9788418212390
Depósito legal: T 765-2020
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.
A mis padres, Antonia y Rafael,
a mi hermana Marta y a mi pareja, Alicia,
por darme siempre su cariño y concederme todo su apoyo
Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.
Liev Nikoliáevich Tolstói (Anna Karénina)
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La mañana que la abuela llamó a casa y quiso hablar conmigo tuvieron que decirle que no estaba. Había ido al centro para repartir currículums —o currículos, nunca he tenido claro cómo se dice—, una de tantas veces que probaba suerte en los despachos y oficinas de la ciudad donde el recibimiento solía ser educado pero frío. La política de empresa consistía, según estaba comprobando, en no dar muchas esperanzas, tanto si existía un interés en contratar a alguien como si no. Llamar a puertas desconocidas, repetir una y otra vez la misma fórmula de presentación, decir algo amable que sugiriera un prometedor don de gentes, todo eso cansa.
De ciertos tratadistas que debí estudiar en la carrera creo haber aprendido algo acerca de la concisión y la claridad al explicar, de manera que resumiré: hacía unos meses que tenía la licenciatura en Derecho y desde entonces buscaba trabajo. Había dejado sobre multitud de mesas y mostradores de recepción una copia de las dos hojas —hoja y media, en realidad— con mis méritos y acreditaciones. Aprovechaba el tiempo para hacer algún curso y pensar, con mayor detenimiento del que me apetecía, en qué hacer a continuación. Mi novio me animaba a esperar respuesta de alguno de los despachos; me animaban mis padres, ilusionados con la idea de verme algún día vestida de toga o, al menos, con un bonito traje de dos piezas; y también mis amigas, embarcadas en parecidas búsquedas, estimaban de vital importancia que todas nos mantuviéramos animosas y positivas. Parecía que yo era la única en no verlo tan claro. ¿Era aquel el camino que quería seguir? Recorría las calles donde se acumulaban una mayoría de tiendas y negocios y pensaba en que mucho peor sería trabajar en una yogurtería, con la obligación de soportar jornada tras jornada el dolor de rodillas y la música puesta a todo volumen porque es un reclamo para los clientes. O como dependienta de una tienda de ropa de esas que quieren parecer elegantes y no lo son ni siquiera por casualidad, sino que resultan vulgares y demasiado clásicas. No me apasionaba la perspectiva de atender durante horas a mujeres con el pelo cardado y el suave autoritarismo de quien ha adquirido la costumbre de tener una cuenta corriente bien nutrida; señoras que se mostraban implacables con los errores ajenos aunque siempre, por supuesto, sin perder las formas ni alzar la voz. También sería peor, mucho peor, trabajar como vendedora en uno de esos comercios que no se sabe, exactamente, qué ofrecen a sus clientes de tan modernos y estilosos como quieren resultar. O como azafata de congresos. O en un catering. O en un banco, como cajera, aunque ser empleada de banca se suponía dentro de mi marco profesional y aspiraciones. Muchas cosas debían ser peor que trabajar en una asesoría, en una consultora o un despacho de abogados.
Pasado ya el mediodía me senté en un banco para fumar un cigarrillo y contemplar a la gente. Al cabo de un par de minutos sonó el teléfono móvil. Era mi madre.
—La abuela ha llamado. Quiere verte.
—¿Qué abuela?
—Abuela Claudia. Le he dicho que irías esta tarde.
—¡Mamá! ¡Pero si ya he quedado!
Que ya vería a mi novio después, dijo mi madre. Pasado aquel primer momento, me preocupé.
—¿Ha pasado algo?
—Parece que sí, algo de la familia de tu padre. La abuela te lo contará esta tarde.
Mi madre era incapaz de guardar un secreto; no debía saber nada. José Antonio, mi novio, tenía un examen muy cerca, a solo unos días, y no quería quitarle concentración o sueño con una propuesta de salir por la noche. Dije que comería en su casa y que desde allí iría directamente a hablar con la abuela. Tiré mi colilla, recogí el bolso y la carpeta. Estaba intrigada.
La comida fue sencilla y relajada: había lentejas y, de postre, una naranja. En casa de José Antonio no se fumaba, de manera que salimos al balcón. La luz calentaba la mitad del balcón y en la otra mitad hacía frío. La navidad quedaba cerca. ¿Sería eso de lo que quería hablarme abuela Claudia?
José Antonio y yo nos despedimos en la puerta con un beso, mientras su madre pasaba por detrás para llevar algo del salón a la cocina. En los momentos como aquel ella siempre tenía alguna razón para estar cerca, justo al lado si podía ser. Estaba celosa de mí, de todo lo que alejara a su precioso hijo de la protección vigilante que ella le había dispensado desde su nacimiento.
Abuela Claudia vivía en las afueras. Todos los de la familia habíamos disfrutado alguna vez, o muchas, de la hospitalidad de aquella casa con numerosos cuartos, una única planta con patio delantero y trasero, armada con muebles marrones y decrépitos y que olía como siempre se dice que huelen las casas de los viejos. El autobús me dejó a un par de esquinas de distancia. Recorrí sin prisa las calles, que eran bajas, anchas y estaban llenas de un aroma intenso a naranjo y limonero. Algunas de las fachadas lucían aún el embaldosado que solía usarse en los años setenta, en los ochenta, con apretados dibujos en tonos ocres, en blanco y negro, en un extraño rojo oscuro que hacía pensar en cubas de vino y tierras de labranza. Tal vez yo era demasiado imaginativa; eso me decía a veces mi madre. Bueno, ¿y qué? Había conseguido sacarme la carrera, ¿no? El número de la abuela era el diecisiete.
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