A estas tres explicaciones teístas hay que añadir las aportaciones de quienes han creído –y siguen creyendo– encontrar una respuesta menos insatisfactoria en el cosufrimiento de Dios, tal y como propuso E. Wiesel cuando tuvo que asistir en el patio del campo de exterminio de Auschwitz al ahorcamiento de un niño junto con dos adultos, o en la kénosis o abajamiento de Dios en el Calvario y en el descenso a los infiernos, tal y como sostuvo H. Urs von Balthasar (1905-1988), o la propuesta de hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente que formula G. Gutiérrez (1928) a la luz del libro de Job. Y a estas, la gran variedad de ensayos intentando discernir qué incidencia puede tener el exterminio nazi o Shoá en la idea, imaginario o representación de Dios. Son particularmente reseñables los que han sostenido que Dios no quiere más cadáveres en los calvarios contemporáneos; una tesis que no solo ha movilizado al compromiso contra la injusticia, sino que también ha abierto la puerta por la que ha irrumpido el sionismo, es decir, la transformación en victimarios de quienes hasta no hacía mucho habían sido víctimas.
Todas estas son aportaciones, en gran parte teístas, que, con sus aciertos y limitaciones, pueden ser acogidas como ensayos racionalmente más consistentes que las alternativas agnóstico-ateas, ateas o antiteístas cuando –ante la muerte injusta y antes de tiempo– defienden el silencio o se limitan a negar la existencia de Dios. Y, en todo caso, son aportaciones que no obstan para que deístas, teístas y no creyentes compartamos el compromiso en la erradicación de tanta desolación e injusticia.
e) Un Dios «sin carne»
Hay, sin embargo, una quinta cuestión que –estrictamente teológica y presente desde los primeros años del cristianismo– persiste en nuestros días cuando se pretende clarificar lo que decimos cuando decimos «Dios». Son propuestas que, calificadas como «sin carne» o «neognósticas», favorecen ideas o representaciones de Dios en términos de Mismidad, Quietud, Silencio, Misterio Indecible, Conciencia transpersonal, Océano de la Unidad Infinita o Realidad no-dual. Normalmente suele ser presentada como superación de una idea de Dios que, al enfatizar su compromiso con los parias de nuestro mundo, ha descuidado su cercanía consoladora y reconfortante en lo más íntimo de uno mismo y ha acabado siendo tipificada como «neopelagiana», es decir, como partidaria de recordar exclusivamente que Dios se transparenta como salvación conquistada gracias al compromiso y a la entrega a fondo perdido, sobre todo en favor de los parias y crucificados de nuestros días.
De estas dos representaciones, la neognóstica ha resurgido con particular fuerza en nuestros días, constituyendo una ineludible llamada a mostrar de nuevo la mayor consistencia racional de la teología y de la representación cristiana, es decir, de un Dios que, encarnado, es bastante más que armónica unidad y quietud, silencio, mismidad o paz. Y sin descuidar, por ello, que se trata de carne fundada en el amor antecedente de Dios, articulación de gratuidad y justicia, y transparente de manera particular –y por propia decisión– en los parias, los pobres y los crucificados («lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», Mt 25,40) y –no se puede descuidar– en sus lamentos, gritos y reivindicaciones.
2. La mayor consistencia racional del teísmo cristiano y católico
Finalmente, en el punto de llegada hay que explicitar la mayor racionalidad del teísmo cristiano con respecto a otras interpretaciones ateas, antiteístas, agnóstico-ateas e incluso neognósticas o «sin carne», indicando, en primer lugar, que la singularidad de dicho teísmo cristiano no solo se hace cargo de lo que, en términos deístas, se trasluce en el cosmos, en la vida o en la naturaleza como inteligencia originaria, creativa y teleológica, como fundamento y objeto del deseo humano, como el infinito perceptible en la finitud o como la bondad que emerge en medio del poder del mal, sino también de lo que los discípulos de Jesús de Nazaret percibieron en lo que dijo, hizo y encomendó este personaje histórico. Podríamos decir, en coherencia con ellos y mirando a los ateos contemporáneos, que, si no era Dios, se lo merecía.
Hablamos, por tanto, de un Dios que no solo se transparenta como conjunción de regularidad (legiformidad) y novedad (asimetría) a partir de las evidencias científico-empíricas que se vienen alcanzando en la astrofísica y en la protobiología contemporáneas, sino también como articulación de bondad y poder: es lo suficientemente fuerte como para encarnarse –obviamente, por amor– y hacerse perceptible en lo débil y pequeño, en lo frágil y limitado.
La historia del cristianismo y de la teología es una larga y permanente reconsideración de este equilibrio entre omnipotencia y debilidad por amor, no faltando las acentuaciones desmedidas ni los olvidos inaceptables. Pero tampoco los momentos en los que se han alcanzado felices formulaciones, racionalmente consistentes, cuando se ha prestado más atención a la unidad sin confusión y a la distinción sin separación entre Jesús y Cristo o entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Concilios de Nicea [325] y Constantinopla [381]). O cuando se ha atendido, de manera preferente, la diferencia y comunión de cada una de las tres Personas a las que nos referimos cuando decimos «Dios»: siendo mucha la unidad existente entre ellas, es mucho mayor la singularidad de cada una (Concilio IV de Letrán [1215-1216]).
A nosotros nos corresponde mostrar argumentadamente que los cristianos, cuando decimos «Dios», nos referimos a este equilibrio, permanentemente inestable, de unidad y singularidad entre Jesús y Cristo o de comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que denominamos «misterio». Y que lo hacemos no solo en términos de articulación entre unidad o comunión y singularidad, sino también entre verdad e historicidad, belleza y ocultamiento y, sobre todo, entre bondad y justicia.
Percatarse de esta confluencia formal no solo muestra la unidad de la verdad y su convergencia en la Verdad (de la que nuestro mundo, cosmos y vida es toda una transparencia y, a la vez, una anticipación), sino también lo saludable –y necesario– de una explicación análoga para quienes han preferido asomarse al misterio de Dios desde la bondad que se transparenta y anticipa en Jesucristo, así como en la entrega de tantas personas a lo largo de la historia y de nuestros días. Y otro tanto se podría decir cuando la referencia central de lo que decimos cuando decimos «Dios» es, además de Verdad y Bondad, Unidad y Belleza.
Caminar en esta dirección permite afrontar –y espero que superar– la parte de razón que asiste a la crítica de Paolo Flores d’Arcais sobre un cristianismo solo dispensador y consumidor de sentido, sin consistencia veritativa alguna. La tarea puede ser complicada, pero no por eso deja de ser igualmente apasionante.
Estas páginas se suman al trabajo realizado por otras muchas personas en la misma dirección y sentido… indudablemente veritativo. Y se hace con la voluntad de despejar, en el caso de que exista, algún complejo, en particular a quienes, sin tiempo para tareas más especulativas, han apostado acertadamente por disfrutar y mostrar el rostro, amoroso, comprometido y consolador, de Dios con los parias y crucificados de nuestros días.
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