Jesús Martínez Gordo - Ateos y creyentes

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Ha llegado la hora –dice el autor de estas páginas– de prestar atención de nuevo a la consistencia racional de la idea de Dios a partir de las pruebas científico-empíricas que se vienen alcanzando desde hace años, concretamente en la cosmología, en la biología y en la antropología modernas. Y creo que es algo que se puede hacer sin renunciar al imaginario –en mi caso, cristiano– de un Dios amor y justicia que, transparentándose en tantos millones de crucificados de todos los tiempos, es perceptible a la vez como belleza, atrayente y fascinante por sí misma.Además, creo que he de hacerlo dialogando con los llamados «nuevos ateos», es decir, con aquellas personas que cuestionan en la actualidad la solidez argumentativa y la verdad de lo que decimos cuando decimos «Dios» tanto a la luz de las evidencias científico-empíricas como de las conclusiones a que están llegando la antropología y la filosofía modernas, e incluso apoyados en algunas aportaciones teológicas y exegéticas de los últimos decenios

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Ellos me recuerdan, además, la importancia de aceptar que el debate sobre lo que decimos cuando decimos «Dios» ha de afrontarse no solo partiendo de lo que se ha formulado y alcanzado en la fecunda y rica tradición cristiana o en las de otras religiones, o de lo que se percibe en la Escritura, sino teniendo muy presentes los interrogantes, dudas y explicaciones alternativas que plantearon los maestros de la sospecha y que sus herederos intelectuales, los llamados «nuevos ateos», siguen reformulando en la actualidad. Conozco excelentes aportaciones en diálogo con la primera generación de ateos modernos. Me cuesta más encontrar las formuladas desde la segunda, aunque existen. Y algunas de ellas muy buenas, pero escasas y poco difundidas.

Por tanto, aceptando el marco de juego racional y argumentativo –y, en este sentido, veritativo– en el que se desenvuelven, estoy con el filósofo italiano en que estos, los nuevos ateos, ya no tratan la cuestión de Dios tanto en términos de incoherencia ética o de insoportable complicidad con la injusticia social –la crítica de K. Marx–, sino, sobre todo, como un asunto que tiende a recluirse en el ámbito de la interpretación moral o de la entrega generosa, pero que no está debidamente contrastado con las aportaciones que se vienen alcanzando estos últimos decenios por la astrofísica (¿es Dios eterno o más bien lo es el mundo?), la protobiología (la vida, ¿creada por Dios o fruto del azar?) o la antropología filosófica (¿quién crea a quién? ¿Dios al ser humano o es al revés?).

Estas y otras cuestiones aletean sobre muchos cristianos en nuestros días, apoderándose de ellos; incluidos los que se comprometen en defensa de los parias de nuestros días y por un mundo no solo más justo y libre, sino también fraterno y solidario.

Por eso creo que ha llegado la hora de tener muy presente que las pruebas o evidencias científico-empíricas, las aportaciones antropológicas o las argumentaciones filosóficas en las que dicen apoyarse los nuevos ateos pueden ser percibidas también como señales, transparencias e indicios que fundan consistentemente una explicación alternativa, sea deísta o teísta. E incluso de hacerse eco de los discursos, particularmente de los ateos que se han pasado al deísmo o al teísmo convencidos de la mayor consistencia racional de las explicaciones creyentes que las de las ateas, y hasta antiteístas de corte científico-positivo en las que han militado hasta no hace mucho. Son referenciales al respecto, como he adelantado, Antony Flew (1923-2010), el padre de dicho ateísmo y del correspondiente antiteologismo durante el siglo XX y convertido, según algunos, al teísmo o, según otros –en mi opinión, más acertadamente– al deísmo. Y, junto a él, Francis S. Collins (1950), el genetista estadounidense, director del Instituto Nacional Estadounidense de Investigación del Genoma Humano, ateo hasta los 27 años y convertido a un Dios personal y amoroso e interesado por nosotros. Y, con ellos, Clive Staples Lewis (1898-1963), sin duda alguna un adelantado para su tiempo. Estos tres forman parte del colectivo que podría ser tipificado como el de los «nuevos creyentes».

b) El ateísmo antropológico

Pero otro tanto hay que sostener cuando se aborda la relación entre Dios y el deseo humano, que, desde el ateísmo antropológico de L. Feuerbach (1804-1872), ha desembocado en una dogmática atea, superadora, al decir de los partidarios, de toda idea, imaginario o representación de la divinidad fundados en una realidad objetiva, tal y como han sostenido desde siempre los teístas. Según esta dogmática atea, cuando decimos «Dios» ya no estamos diciendo el «Creador», sino el ser humano que nos gustaría ser y que, porque no podemos ser, proyectamos en una idea fantástica, dotándola de existencia y denominándola «Dios». A partir de esta explicación, es frecuente escuchar que no es Dios quien ha creado el mundo ni el ser humano, sino que, al revés y a contrapelo de lo tenido como tradicionalmente comprobado, es el ser humano quien ha creado lo que decimos cuando decimos «Dios».

No faltan quienes, acogiendo como irrefutable o, cuando menos, difícilmente cuestionable, la tesis aportada por L. Feuerbach, se pasan a las filas del ateísmo o agnosticismo-ateo por él propuesto y afrontan la muerte como fusión con la finitud; y lo que pudiera ser la eternidad, como perpetuación en los hijos o memoria en la posteridad. Esta es, sostienen los ateos encuadrables como antropológicos, una alternativa racionalmente más consistente que la recibida del teísmo cristiano.

Los creyentes –tanto deístas como teístas– nos topamos de nuevo con otra cuestión de calado cuyo correcto afrontamiento no nos permite huir o refugiarnos en los amables campos de la dogmática eclesial o de la exégesis bíblica. No nos queda más remedio que aceptar, en principio, el campo de la sospecha antropológica en el que L. Feuerbach lo planteó para mostrar, teniendo presentes las pruebas o conclusiones alcanzadas por la antropología moderna, la mayor fortaleza racional de la tesis creyente: no es el deseo o la fantasía lo que crea a Dios, sino más bien es Dios quien activa el deseo de encontrarse y relacionarse con él.

W. Pannenberg (1928-2014) es, probablemente, quien ha formulado y propuesto la mejor y más fundada explicación al respecto en los últimos tiempos. Lo ha hecho, ajustándose al marco antropológico fijado, estudiando sus aportaciones más significativas y mostrando, a partir de las pruebas o evidencias alcanzadas, la mayor consistencia racional y veritativa de la cosmovisión teísta. Por eso, llegará a proclamar provocativamente que el alienado es el ateo, no el deísta o el teísta. Y lo es porque, esclavo de un tipo de conocimiento de corto vuelo (que algunos denominan «materialismo bruto» o «casualismo ocioso»), acaba subyugado y sometido a una fantasía prometeica y termina autoincapacitándose para percibir y reconocer en el ser humano, en el cosmos, en la vida y en la historia las señales o transparencias de lo que se dice cuando se dice «Dios».

c) El ateísmo ametafísico

Existe, en tercer lugar, otro grupo de pensadores que, porque defienden que la finitud es un límite racionalmente intraspasable, condenan al absurdo lo que sea que digamos cuando nos referimos a lo que se manifiesta en la finitud como residiendo también más allá del límite finito en cuanto tal, y que por ello se denomina «Dios». Me permito tipificar esta aportación como «ateísmo supuestamente ametafísico», es decir, como negación y rechazo de que sea posible hablar de manera racional de lo que, estando más allá de la finitud, se transparenta en ella con entidad propia y como diferente a la finitud en cuanto tal.

En coherencia con esta opción, supuestamente ametafísica, lo racional y verdadero es sostener –como hizo E. Tierno Galván (1918-1986)– que solo contamos con la finitud y que esta es absoluta, además de aproblemática y satisfecha. De ahí la mayor racionalidad y consistencia veritativa del agnosticismo –en esta ocasión, no metodológico, sino ateo– frente a cualquier explicación deísta o teísta. Y de ahí la conveniencia de hacer de la necesidad –la limitación y el perecimiento inexorables– virtud: vivir la finitud de la mejor manera posible. Y de ahí también la urgencia de proclamar la muerte de lo que se dice cuando se dice «Dios»; de manera semejante a como hizo el loco de la parábola de F. Nietzsche (1844-1900) por calles, bares, plazas e iglesias.

Pero, más allá de la gran variedad de agnosticismos en curso –incluidos los deístas y teístas–, la interpretación facilitada por E. Tierno Galván ha llevado a que otros pensadores contemporáneos denuncien su cortedad de miras. Si bien es cierto que se puede escuchar en nuestros días que la finitud puede ser percibida, sobre todo en el primero de los mundos, como un absoluto –o como una cárcel de oro–, también lo es que no faltan quienes la viven como una insoportable fuente de problematicidad, insatisfacción y con conciencia de una agobiante relatividad e insoslayable limitación. Son los pensadores que forman el grupo tipificable como «nihilistas trágicos».

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