Jesús Martínez Gordo - Ateos y creyentes

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Ha llegado la hora –dice el autor de estas páginas– de prestar atención de nuevo a la consistencia racional de la idea de Dios a partir de las pruebas científico-empíricas que se vienen alcanzando desde hace años, concretamente en la cosmología, en la biología y en la antropología modernas. Y creo que es algo que se puede hacer sin renunciar al imaginario –en mi caso, cristiano– de un Dios amor y justicia que, transparentándose en tantos millones de crucificados de todos los tiempos, es perceptible a la vez como belleza, atrayente y fascinante por sí misma.Además, creo que he de hacerlo dialogando con los llamados «nuevos ateos», es decir, con aquellas personas que cuestionan en la actualidad la solidez argumentativa y la verdad de lo que decimos cuando decimos «Dios» tanto a la luz de las evidencias científico-empíricas como de las conclusiones a que están llegando la antropología y la filosofía modernas, e incluso apoyados en algunas aportaciones teológicas y exegéticas de los últimos decenios

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Para estos, es mucho más racional reconocer la existencia de una relación con lo que, estando más allá de lo finito y sin saber qué es y cómo es, sin embargo resulta percibido en cuanto tal, provocando en quien lo capta la maravilla de que tal relación existe en términos de agonía o lucha por intentar traer al concepto lo transparentado en lo finito, así como de ética o cuidado por no asfixiar tan asombrosa percepción o la soledad que acompaña a la ausencia experimentada y al vacío, a veces vivido como insuperable. M. Cacciari (1944), entre otros, muestra la existencia de tan singular relación con la brillantez y complejidad que le caracterizan.

Pero tampoco han faltado quienes, desde el campo teísta, y yendo más lejos que los nihilistas trágicos y, en concreto, que el exalcalde de Venecia, han mostrado que eso que se trasluce en la finitud no solo es percibido como maravilla, agonía y ética, sino también como lo que decimos cuando decimos «Dios». Es posible percibirlo como tal en la finitud, porque también la finitud, e incluso su anverso más oscuro y trágico, es nexo o mediación a través de la cual se transparenta. Tal es el caso, entre otros, de las explicaciones aportadas por E. Hillesum (1914-1943), D. Bonhoeffer (1906-1945), E. Wiesel (1928-2016), R. Panikkar (1918-2010) o J. Cortina (1934-2005). Y estas son explicaciones que, asumiendo y prolongando las de los llamados «nihilistas trágicos», son además racionalmente más sólidas que las explicitadas por E. Tierno Galván y el colectivo agnóstico-ateo que representa.

d) La muerte injusta y antes de tiempo

Tenemos un cuarto grupo de personas, inmenso en esta ocasión, para quienes saber qué decimos cuando decimos «Dios» pasa por clarificar cuál es la relación entre su posible omnipotencia y bondad con la existencia de la muerte injusta y antes de tiempo. Por tanto, nada –o muy poco– que ver con el ineludible –y puede que necesario– perecer como ley de vida. Es una vieja cuestión que fue formulada hace más de dos milenios por Epicuro (341-270 a. C.): «¿Quiere Dios evitar el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere? Entonces, ¿por qué existe el mal?».

Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la contradicción –existencial y teórica– que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también –y frecuentemente– a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateísmo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el más llamativo de los últimos tiempos, es el argumentado testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman (1955) sobre su tránsito de la fe cristiana a dicho agnosticismo-ateísmo, precisamente por no haber podido soportar esta contradicción entre un imaginario de Dios como bondad y poder infinitos y la muerte prematura e injusta.

Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, que tampoco faltan en nuestros días teólogos para quienes este es, ante todo y sobre todo, un problema estrictamente filosófico o racional. Y, por ello, del que también son partícipes los deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas, sean del signo que sean. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de lo que se dice cuando se dice «Dios» –al menos del Dios todopoderoso e infinitamente bueno– y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, la racionalmente más sólida y adecuada. Si así fuera presentada, no dejaría de ser otra expresión, una más, del voluntarismo ciego y de la incertidumbre veritativa que también se apodera del ateísmo, del agnosticismo-ateísmo o del antiteísmo y que, semejantes a la que inevitablemente aparecen entre algunos teístas o deístas, es compatible con un admirable compromiso en su erradicación. Pero no es para nada una explicación más firme que la creyente.

Prueba de ello es que la cuestión de articular un imaginario de Dios concebido a la vez como omnipotencia y bondad infinita en el marco de un mundo en el que persiste la muerte injusta y antes de tiempo ha obligado a que los creyentes no bajaran nunca la guardia y a que no dieran por definitiva ninguna interpretación, incluida la que, también en el campo creyente, ha constatado la contradicción y la perplejidad o ha reconocido el silencio como la respuesta más racional y adecuada, compartiéndola con ateos y antiteístas. En los últimos años se ha asistido a la formulación de tres explicaciones que han sido acogidas, al menos en las filas deístas y teístas, como dotadas de una mayor racionalidad que la mera negación de Dios o que el establecimiento del silencio como la única respuesta o la alternativa formulada por Bart D. Ehrman. Tales son las explicaciones facilitadas por J. A. Estrada (1945) sobre la «imposible teodicea», J.-B. Metz (1928) sobre la teología como memoria passionis y A. Torres Queiruga (1940) sobre un Dios que, creando por amor, es presentado como el «Antimal».

Juan Antonio Estrada declara «imposible» el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente o creador. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de la persona. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida. La teodicea –el intento de articular bondad y poder en Dios– es imposible. Pero la imposible articulación racional no sume al cristiano en la indiferencia, en particular si se autocomprende como un seguidor del Crucificado. Cuando acontece tal autocomprensión, es posible afrontar el mal como lo hizo Jesús.

Sin dejar de reconocer el silencio en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas en nuestros días y a lo largo de la historia. He aquí el punto de partida de la propuesta presentada por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a reivindicar la importancia de la teodicea, pero comprendida no como un discurso ocupado en armonizar teóricamente la omnipotencia y la infinita bondad divinas, sino como «interrupción» o ruptura con un mundo en el que se siguen produciendo muertes injustas y antes de tiempo y con la racionalidad que lo fundamenta. No queda más remedio que erigir tales voces y lamentos en el principio cognoscitivo de la realidad y entender la teología como memoria passionis, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de los crucificados de todos los tiempos. También en el de quienes siguen siendo martirizados en nuestros días.

Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz (1646-1716), sale críticamente al paso de las teologías y filosofías que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el zimzum– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la finitud en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo. La suya es una propuesta formalmente «armónica» y, por ello, dispuesta a mostrar la articulación existente –y sin estridencias de ninguna clase– entre la insuperable idoneidad del amor divino –caracterizado como el Antimal– y el mal que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto.

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