Jacques Dupuis - No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro-entrevista es el último testamento del P. Jacques Dupuis, el reconocido teólogo y pionero jesuita de origen belga que murió hace quince años en Roma. Según el vaticanista Gerard O'Connell, este trabajo podría reabrir o, al menos, contribuir significativamente a la reapertura del debate teológico sobre un tema de gran relevancia en el que todavía queda mucho por comprender: el diálogo interreligioso. Esta es una larga y sustanciosa conversación con el prestigioso jesuita cuya obra principal, 'Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso', suscitó un vivo debate que incluso le llevó a un «proceso» por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuya cabeza se encontraba entonces Joseph Ratzinger…

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Por otro lado, el clima académico en Roma no era demasiado favorable. Uno siempre podía tener la sospecha de estar bajo supervisión y, eventualmente, amenazado con la denuncia. A los estudiantes se les permitía registrar en una grabadora la clase dada por el profesor. En un auditorio abarrotado, a un extraño le habría sido fácil unirse a los estudiantes con una grabadora en el bolsillo y grabar –¿en beneficio de quién?– la clase que se impartía. Debo confesar que nunca me dejé disuadir, tratando de decir y enseñar lo que pensaba que era verdad. Y de nuevo creo que los estudiantes acudían a mí porque sentían en mí esa honestidad y sinceridad, esa completa coherencia entre lo que pensaba y lo que enseñaba, lo que contribuía a la credibilidad del mensaje.

–En 1985, el papa lo nombró a usted consultor del Secretariado para los No Cristianos (SNC), más tarde conocido como Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso (PCID). ¿Podría decirme cómo sucedió eso? ¿Cómo vio ese encargo? ¿En qué consistió el trabajo? ¿Cuáles fueron los problemas sobre los que fue consultado?

–Cómo surgió este nombramiento, no lo sé. Cuando uno es nombrado por el papa a través de la Secretaría de Estado como consultor para un dicasterio romano, no le dicen por qué cualidades personales buenas ni a través de qué influencia ha llegado el nombramiento. Todo sucede de manera bastante impersonal y formal, con toda la pompa de la jerga del Vaticano. De acuerdo con las normas, los nombramientos son por cinco años, pudiendo ser confirmados por otros cinco, pero no más. Que el tiempo de realización del encargo para el que se te ha designado ha llegado a su fin se expresa con claridad mediante una carta de agradecimiento de la Secretaría de Estado, también de la misma manera formal. Las gracias son tan impersonales como el nombramiento. Así es como, efectivamente, fui consultor del SNC, más tarde el PCID, durante diez años, de 1985 a 1995.

El trabajo ordinario consistía en asistir a las reuniones del órgano asesor para tratar temas sobre los que las autoridades del Consejo querían tener una opinión ponderada, en vista de las decisiones que tenían que tomar o de las actitudes que se querían fomentar. Cuando se abría la sesión, el cardenal Francis Arinze, presidente del Consejo, agradecía profusamente a los consultores por los «grandes sacrificios» que habían hecho para poder asistir. Se enviaba un sobre a cada uno para cubrir los gastos básicos del viaje. Los consultores también podían asistir a algunas reuniones organizadas por el Consejo, tanto en Italia como en el extranjero, para tratar más ampliamente sobre cuestiones importantes que tenían que ver con el trabajo del Consejo. De este modo fui designado por el Consejo para asistir al coloquio teológico organizado por el mismo Consejo y que tuvo lugar en el Seminario Pontificio en Poona, India, en agosto de 1993, sobre cristología, eclesiología y teología de las religiones. Entregué allí un documento sobre «La Iglesia, el Reino de Dios y los otros”», que se publicó con las actas del coloquio en Pro Dialogo, el boletín del Consejo (85-86/1 [1994], pp. 107-130). Organizar tales reuniones o seminarios era para el Consejo una forma de sentir el pulso teológico en general sobre algunos temas candentes relacionados con el diálogo interreligioso; celebrarlos en el extranjero ayudó a despertar menos sospechas. En cuanto a las reuniones en el extranjero con otros grupos involucrados en el diálogo interreligioso, como la Unidad de diálogo con los pueblos de fe viva, del Consejo Mundial de las Iglesias, rara vez se nos pidió a los consultores del PCID que asistiéramos; los miembros del Consejo se guardaban esa tarea para ellos mismos.

Con respecto al tipo de temas para los que se buscaba la opinión de los consultores, puedo mencionar uno que causó sensación. La Congregación para la Doctrina de la Fe (en adelante CDF) publicó en octubre de 1989 una «Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» que provocó revuelo incluso en las estancias del Vaticano por su actitud negativa hacia la adopción de métodos orientales de oración y meditación por parte de los cristianos. El cardenal Arinze convocó una consulta especial sobre el tema. Los consultores del PCID fueron unánimemente negativos en sus reacciones al documento, que consideraron ofensivo hacia las otras tradiciones religiosas. El cardenal Ratzinger era conocido por su oposición personal a tales prácticas, que había presenciado en Alemania; una vez se refirió a la práctica del zen como «autoabuso» espiritual. Dada la fuerte desaprobación del documento por parte del Consejo, el cardenal Arinze le pidió al cardenal Ratzinger una reunión conjunta de los dos dicasterios sobre el asunto. La reunión tuvo lugar, pero a escala reducida y solo entre los altos funcionarios de ambos lados. Interrogado sobre la oportunidad y la sabiduría de tal documento, el cardenal Ratzinger se excusó diciendo que el documento había sido escrito antes de que él asumiera la función de prefecto de la CDF; él solo había puesto su firma en un documento con el que no había tenido nada que ver personalmente. A todo esto, ¡se había convertido en prefecto de la CDF en noviembre de 1981! Era una forma extraña de rechazar toda responsabilidad sobre un documento al que la firma del cardenal prefecto había dado toda la autoridad de su dicasterio. Esto coincidía con la disposición y la práctica común según las que, aunque los Consejos Pontificios para la Unidad de los Cristianos, el Diálogo Interreligioso y la Cultura no puedan publicar ningún documento sin la aprobación de la CDF, no se espera que la Congregación consulte a dichos Consejos cuando publica documentos estrechamente relacionados con el campo de operación de estos. El asunto quedó como estaba.

–Se le asignó la delicada tarea de redactar el documento principal que el PCDI produjo durante los diez años que usted fue su consultor, Diálogo y proclamación (1991), en colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, la antigua Congregación «De Propaganda Fide». ¿Podría recordar aquí su experiencia como redactor principal de ese documento? ¿Quién le pidió que escribiera ese texto? ¿Cuáles fueron los problemas cruciales? ¿Está satisfecho con el resultado final? ¿Recibió algún comentario después?

–El Secretariado para los No Cristianos había publicado en 1984 un documento titulado La actitud de la Iglesia hacia los seguidores de otras religiones: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo y la misión. El redactor principal de ese documento había sido Marcello Zago, el por entonces secretario del Secretariado, que luego se convirtió en general de los Oblatos de María Inmaculada. El objetivo de ese documento era aplicar al diálogo interreligioso la noción ampliada de la misión evangelizadora de la Iglesia que se desarrolló a raíz del Concilio Vaticano II. Previamente, evangelizar había sido prácticamente identificado con proclamar a Jesucristo y convertir a otros al cristianismo. Ahora tenía que quedar claro que otras actividades de la Iglesia pertenecían también a la misión evangelizadora de la Iglesia como «partes integrales», entre las que estaban la promoción para la liberación humana integral y el diálogo interreligioso. El diálogo se consideró, en el mejor de los casos, como un primer paso hacia la proclamación; debía mostrarse que el diálogo ya es evangelización por derecho propio. El documento de 1984 hizo esto de manera muy competente y abrió nuevos horizontes para la práctica de la misión evangelizadora. Al mismo tiempo planteó nuevas preguntas.

Si el diálogo ya era evangelización, ¿cómo se relacionaba con la proclamación del Evangelio y con la comisión de la Iglesia para anunciar a Jesucristo e invitar a los miembros de otras tradiciones religiosas a convertirse en sus discípulos en la comunidad de la Iglesia? Y, además, si el diálogo era evangelizador, ¿quedaba algún lugar o necesidad de proclamar y anunciar? Estas son las preguntas difíciles que el nuevo documento, previsto por lo que pronto se llamaría el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, estaba destinado a abordar. El documento se publicó en 1991 bajo el título Diálogo y proclamación: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y la proclamación del Evangelio de Jesucristo. Pero tenía una larga historia y una gestación difícil, que se había estado construyendo desde hacía varios años.

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