Una vez escuché que el título universitario no es más que una licencia para seguir aprendiendo mientras te permiten ejercer una profesión cualificada. Esto tiene ciertas analogías con el carné de conducir. Tener el carné no significa que realmente sepas conducir, solo que es «legal» que lo hagas. En mi caso, el doctorado me dio la licencia para investigar. El paso siguiente era empezar a publicar en revistas científicas. No tenía otra alternativa, al menos si quería llegar a convertirme en académico a tiempo completo.
Mi primer artículo lo publiqué a finales de 2010, unos diez meses después de leer mi tesis doctoral. La experimentación de ese artículo la diseñé y ejecuté yo mismo. La escritura, sin embargo, fue en gran parte fruto del trabajo de mis dos directores de tesis. Además, ese artículo apenas tenía que ver con el objeto de mi tesis doctoral.
El primer artículo que intenté escribir yo mismo, aunque no como único autor, fue publicado a principios de 2012. Teniendo en cuenta que ya disponía de buen material de mi tesis doctoral, no conseguí realmente hacerlo hasta dos años después. Fue en una buena revista y ahora puedo decir que valió la pena. Si me hubieras preguntado entonces, no lo habría tenido tan claro. Los dos años que me tomó publicar ese primer artículo derivado de mi tesis supusieron casi un segundo doctorado.
Después empezaron a venir más artículos. También vinieron muchos rechazos. Ya no era imposible. Si lo conseguí una vez, podía conseguirlo más veces. Así fui aprendiendo el oficio. A base de prueba y error y, sobre todo, con mucho esfuerzo y dedicación. Pero el proceso de aprendizaje estaba lejos de concluir. Progresivamente, me percaté de que publicar no era simplemente cuestión de acumular experiencia. A pesar de lo que sugería Michelle Obama, no consistía únicamente en dedicarle «más tiempo» a algo. Pero por aquel entonces no tenía una alternativa mejor, así que seguí un par de años trabajando exactamente igual.
2014 fue otro año crítico para mí. Ese año no conseguí publicar nada. El único artículo que publiqué se había aceptado en 2013. Ante mi fracaso y convencido de que todo era cuestión de hacer un esfuerzo mayor, redoblé el tiempo que le dedicaba a la investigación. Mi joven familia se resintió en el proceso. Mi humor también. Al final de 2014 conseguí que me aceptaran un artículo de los cinco que debía de tener en revisión en aquel momento. Era una buena revista. El artículo no sería publicado hasta 2015, pero al menos ya había cumplido con mi universidad aquel año. No obstante, otra vez percibía que algo no funcionaba. Estaba llegando al cuello de botella de mi capacidad productiva. Tenía demasiados artículos que volvían rechazados. El proceso de reformateo para enviarlos a otras revistas consumía excesivo tiempo. La calidad de mi docencia también se resentía.
A finales de 2014 tuve los primeros atisbos de convencimiento de que no estaba trabajando de forma adecuada. La culminación del convencimiento llegó dos años más tarde. A finales de 2016 llevaba casi un año trabajando como lecturer en Inglaterra. Había escrito algunas propuestas de investigación con gran esfuerzo. Cuando las compartía con mis compañeros, estos me las devolvían con una gran cantidad de comentarios críticos. No entendía el nivel de exigencia de mis compañeros. Parecía que disfrutaban destrozando mi trabajo. ¿Estaban leyéndose mis propuestas con atención o simplemente las ojeaban y criticaban alegremente? En ese momento ya había conseguido publicar al menos quince artículos. Tal vez mis compañeros eran demasiado pretenciosos. Yo por mi parte, seguía algo desorientado.
Pero fue a finales de mi primer año en Inglaterra cuando tuve la certeza de que tenía un problema con mi forma de trabajar. Preparé una propuesta para un pequeño proyecto de investigación internacional. La compartí con el entonces director de escuela que me llamó dos días después a su despacho. Recuerdo que me dijo: «Pablo, mira. Me he leído tu propuesta de principio a fin. Siento decirte que no he entendido nada. Cuando digo nada, digo “nada”».
Como ser humano, todos desarrollamos ciertos mecanismos de defensa. La primera reacción ante una crítica tan directa es pensar que esta no puede ser cierta. La culpa seguramente no era mía, sería suya. Pero las campanas de alerta llevaban sonando suficiente tiempo en mi cabeza. Tal vez la responsabilidad sí era mía.
Ese momento definió los años siguientes de mi carrera. Si me hubiera aferrado a mi tozudez, no habría aprendido nada. Seguramente habría seguido publicando igual que antes, con mis altibajos, con años mejores y peores. Pero puse mi orgullo a un lado. Intenté entender por qué mis colegas tenían aquella reacción ante mis artículos y propuestas, por qué los inundaban de comentarios críticos. Lo que siguió fue revelador.
Tras la reunión con mi director de escuela empecé a leer libros sobre cómo escribir artículos. Aún tenía un proyecto de investigación que entregar y poco tiempo de reacción. Decidí empezar a leer libros porque en ese momento tuve claro que no tenía el conocimiento para solucionar el problema por mí mismo, que sin ayuda no podría corregir mi propuesta de investigación. Los comentarios críticos de otros compañeros tampoco concordaban con mi forma de pensar. Ellos no me entendían y yo parecía no entenderlos a ellos. Tal vez buscar en libros me daría algunas ideas.
Fue cuando me desprendí de la convicción de que creía saber escribir cuando me percaté de la existencia de algo llamado «escritura académica». Para no extenderme demasiado solo compartiré esto contigo: realmente no tenía ni idea de escribir. Había publicado artículos, pero con muy poca eficiencia. Enviaba propuestas científicas, pero entre las pocas que eran financiadas, lo conseguía por la mínima y con una inversión descomunal de tiempo y energía. No tenía ni idea de cómo reportar ciencia. No entendía qué iba en cada parte de un artículo científico. No entendía cómo argumentar ni convencer. Pero entonces —a finales de 2016 y seis años después de doctorarme— aprendí. Y ya no olvidé.
Desde entonces he publicado muchos más artículos cada año dedicando la mitad de esfuerzo. He ganado muchos más proyectos y los he preparado en menos de dos semanas. Estoy convencido de que mis textos se entienden mucho mejor, aun cuando el lector esté distraído o los lea diagonalmente. ¿Qué ha cambiado? Fue sencillo. Tuve que aprender a desaprender.
***
Este libro pretende enseñarte a «desaprender». Desaprender lo que crees saber sobre cómo se investiga en el contexto académico y sobre cómo se escribe. Si estás leyendo este libro es porque probablemente perteneces a una de estas tres categorías: eres un investigador novel (doctorando o postdoc); eres un profesor universitario que lleva varios años sin conseguir (tal vez hasta sin intentar) publicar; o eres un director de investigación que quiere enseñar a otros investigadores cómo escribir. También podrías ser un académico que consigue publicar, pero al que le cuesta un gran trabajo hacerlo. En cualquier caso, este libro te va a ser de utilidad. Si me acompañas, prometo hacer el viaje interesante.
En este prólogo te he contado cómo empecé. Por el momento aún no te he contado nada acerca de mis otros méritos. Los ha habido, por supuesto. Tan solo te he contado aquellos momentos que me definieron como investigador, como «auténtico» investigador. Existen otras vías pero todas pasan por lo mismo: por obrar profundos cambios en ti. Vas a tener que dejar de hacer algunas cosas que haces. Vas a tener que empezar a hacer cosas que antes no hacías. No existe otra manera. Si no estás dispuesto, puedes dejar este libro donde lo cogiste.
Читать дальше