David Gallego Martínez - El Errante I. El despertar de la discordia

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El Errante I. El despertar de la discordia: краткое содержание, описание и аннотация

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Garrett, un mercenario veterano, castigado por la vida y movido por sus propios intereses, ha recorrido durante años muchos de los rincones de Árcanthur en busca del culpable de la destrucción de su hogar. Durante ese tiempo, no se ha preocupado por nadie más que por sí mismo, pero todo empezará a cambiar cuando conozca a un muchacho que le pide ayuda para aprender a ser fuerte.Mientras tanto, en las sombras, surgirá un corazón que cuestionará la verdad del mundo y que prenderá la llama en contra de la Capilla, la institución que promulga la religión de las Hermanas, compartida en todo Árcanthur. Lo que comienza como una conspiración, terminará por convertirse en una amenaza capaz de sacudir los cimientos del mundo conocido.

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Pero, mientras más se adentraban, los presos tenían un peor aspecto. Vio a una mujer que tenía pústulas en la nariz y los párpados. Tardó en reconocer que la mujer sostenía un bebé y, en cuanto la luz alumbró también su rostro, comprobó que padecía el mismo mal que su madre. En la misma celda había un hombre al que le faltaba parte de la piel de la cara, lo que dejaba a la vista sus músculos faciales.

Todo a su paso eran gemidos y lamentaciones ininteligibles. Seguían con el recorrido cuando algo se abalanzó contra las rejas de una de las celdas. Mientras el soldado retrocedía asustado, el alguacil acercó la antorcha hacia el lugar para alumbrar a un niño. El novato lo examinó con un gesto de horror en la cara. Al niño le faltaba el labio inferior, y en su lugar había una herida sangrante que no parecía cicatrizar. Varios arañazos le recorrían la cara, y parecía que los ojos se le fueran a salir en cualquier momento de las cuencas. Pero lo más extraño de todo era que sonreía. Sonreía tan abiertamente que dejaba expuestos unos dientes sanguinolentos. La sonrisa dio paso a una carcajada. La boca estaba llena de heridas, y parte de la lengua había desaparecido. Paró la risa de repente, y entonces el novato se dio cuenta de que lo miraba fijamente. Con un movimiento brusco, el niño tendió una de las manos. Unos muñones ocupaban el lugar donde estuvieron los dedos. El novato miró al alguacil, aterrado.

—Lo encontramos en una calle mientras se comía los dedos. Hace todo lo posible por herirse. Está poseído —el alguacil estaba serio mientras hablaba.

El niño se había alejado de la reja y saltaba y giraba por toda la celda, a la vez que gritaba y reía. Sin previo aviso, se derrumbó y pegó la cara al suelo. Emitía ruidos extraños, semejantes a los de un animal.

—Lo ejecutarán en pocos días. Pobre diablo.

El novato volvió a mirar al niño, que se golpeaba la cabeza contra el suelo. El alguacil abrió la marcha de regreso a las escaleras, donde el aire parecía escasamente más ligero. Mientras subían los escalones, el joven preguntó:

—¿Qué crímenes han cometido?

—Vivir. Están enfermos, y eso los convierte en un peligro para la seguridad de los demás. A veces, ni siquiera es necesario un robo o un asesinato para condenar a alguien a la muerte, y estoy seguro de que ninguno eligió acabar así.

De regreso al despacho, el alguacil se detuvo en la plazoleta.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Teren, señor.

—Bien, Teren, ¿sigues queriendo mantener el orden y la seguridad?

El joven se puso firme antes de contestar:

—Sí, señor —dijo sin vacilar.

Capítulo 5

El hambre sacó a Garrett de unos sueños intranquilos. Un sudor frío le inundaba la frente. Se tomó unos segundos para calmarse mientras recordaba dónde estaba. Tenía los músculos ligeramente agarrotados por haberse quedado dormido en la silla. Se observó la mano y vio que la cinta había caído al suelo. Después de recogerla, la guardó en el mismo bolsillo del que la había sacado. Tuvo que caminar un poco por la habitación para desperezarse por completo. Una vez lo hizo, volvió a colocarse la vaina a la espalda y se encaminó a la posada de la aldea.

Era una estructura sencilla de una sola planta. Un par de escalones conducían al interior de una amplia estancia cuadrada en la que había repartidas varias mesas redondas. En el lado derecho estaba instalada una barra de madera que recorría toda la habitación, donde un hombre entrado en años y con los ojos hundidos bajo unas cejas pobladas limpiaba unas jarras.

A esas horas de la mañana, la mayoría de los habitantes de Lignum seguían ocupados con sus respectivos trabajos, por lo que apenas había personas en la posada cuando Garrett apareció. El posadero lo observó mientras se sentaba en una mesa que había en un rincón, cerca de la puerta.

Poco después, a la mesa acudió una chica joven con una sonrisa radiante, con un plato de guiso de ternera, y se lo sirvió a Garrett sin mediar palabra. Aunque pasaba pocas veces por allí, Garrett siempre pedía lo mismo, por lo que llegó el punto en que le servían sin necesidad de preguntarle.

La chica que le había servido la comida se llamaba Lis, una muchacha que había comenzado a convertirse en mujer. El pelo, de una tonalidad dorada, lo llevaba recogido en una cuidada trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Era amable con todos los que pasaban por la posada, pero también era capaz de ser estricta con ellos cuando bebían más de la cuenta, y todos allí la respetaban, aunque fuese tan joven. O, al menos, así solía ser.

Aquel día un grupo de tres hombres escandalosos ocupaba una de las mesas. Reían a carcajadas y eructaban sin reparos, indiferentes al desprecio que se apreciaba en las miradas de los demás presentes hacia ellos. Por su manera de comportarse, no parecían ser de allí. Garrett les dedicó una mirada, pero sin dejar de devorar la comida en ningún momento.

—¡Oye, moza, tráenos más vino! —gritó uno de ellos.

Lis no parecía cómoda teniendo que atenderlos, pero lo hacía diligentemente, con la esperanza de que se marcharan pronto. Se acercó a la mesa con otra jarra de vino y comenzó a servirlo. Mientras, uno de los hombres le subió la mano por una de las pantorrillas. Lis se sintió avergonzada, pero no supo cómo reaccionar, así que no dijo nada cuando el hombre llegó a la nalga. Solo deseaba que desaparecieran y no regresaran nunca.

Garrett, aun ocupado con la comida, no les quitaba el ojo de encima a los hombres ni se perdía un solo detalle, como la mano juguetona de uno de ellos. Lis se retiró de la mesa, pero el hombre que había empezado a tocarla, moreno y con el pelo recogido en una coleta corta, la apresó por la muñeca.

—Ven aquí, muchacha. No me dejes así.

—Por favor, señor, suélteme —Lis comenzaba a preocuparse. Nunca le había ocurrido algo semejante.

—Qué educada —bajó el tono de voz—. ¿También eres así en la cama?

Lis estaba cada vez más nerviosa. Consiguió liberar su muñeca y se alejó de la mesa, pero el hombre, que no esperaba encontrar resistencia, la siguió. El posadero dejó las jarras para intervenir.

—Déjala —se puso delante del hombre con la mano en alto.

—Aparta, viejo —agarró al posadero con ambas manos y lo empujó con fuerza—. Oye, perra, ¿qué estás haciendo?

Lis estaba asustada frente a la actitud tan agresiva del hombre. Los otros dos observaban la escena mientras bebían.

—Señor, por favor, déjeme en paz —Lis no era capaz de mirarlo a los ojos.

—Venga, cielo, ¿no quieres divertirte? Lo pasaremos bien —notó una mano que le atenazó el hombro de repente—. Viejo, ya te he dicho que no te metas.

Pero la sorpresa del hombre fue enorme cuando, al darse la vuelta, recibió un puñetazo en la nariz que lo tiró al suelo. Garrett se sacudió la mano. Los otros dos, que tardaron en reaccionar por la cantidad de vino que llevaban encima, se levantaron de su sitio, desafiantes.

—¿Le damos una paliza, Reimus?

Reimus levantó una mano para calmarlos mientras se llevaba la otra a la nariz, de donde comenzaba a brotar sangre. Sus compañeros se acercaron a él y lo ayudaron a levantarse.

—Esto no se ha acabado —dijo señalando con el dedo a Garrett, que permanecía impasible—. Salgamos de aquí, muchachos.

Nadie abrió la boca mientras los alborotadores se dirigían a la puerta, gruñendo y murmurando.

—¿Estás bien? —preguntó Garrett en cuanto se hubieron ido.

Lis asintió, todavía asustada e incapaz de articular palabra. El posadero agradeció a Garrett su intervención.

—Era necesario —dijo—. No me dejaban comer tranquilo.

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