Jaime Herrera D'Arcangeli - El lugar secreto

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Noel y su familia llegan a vivir a Los Peumos para empezar de nuevo y concentrarse en el futuro. Pero Noel encontrará en el desván un antiguo espejo que lo hará viajar –literalmente– al pasado, a la década de los 80, cuando la adolescente Enid vivía en esa casa. Nacerá entre ellos algo más que una amistad, teñida por un fatídico destino que Noel intentará evitar.

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Mi habitación era un poco más grande que la de Luna. Como me carga tener que dormir en un sitio con las paredes peladas, pegué con chinchetas mi póster de Guardianes de la Galaxia, que había llegado un poco doblado.

Después agarré mi celular y le escribí a Ram.

–¡Hola, Ram!

–¡Hola, Pascual!

Lo de Pascual era un chiste interno, ya que nací cerca de la Navidad. Ram se llamaba en realidad Ramón, pero como era un fanático de la tecnología y la realidad virtual, el diminutivo le quedaba perfecto.

–¿Qué tal la casa nueva? –preguntó mi amigo.

–No está mal. Tienes que venir a conocerla.

–¿Vas a hacer una fiesta de inauguración? ¿La anoto en mi bitácora del capitán? –Sobra decir que Ram es también un gran admirador de Star Trek.

–Qué buena idea. No lo había pensado. Le diré a mi papá –respondí ilusionado.

–Y en una de esas te animas e invitas a la Dani. Antes de que a su papá lo vuelvan a trasladar a no sé dónde –sugirió Ram.

La Dani era una compañera de curso cuyo papá era funcionario bancario y siempre lo estaban cambiando de ciudad y de sucursal. Cada cierto tiempo, se iba lejos con toda su familia, pero por alguna extraña razón siempre terminaban volviendo.

Aunque la última vez habían tardado dos años en regresar.

–¡No te vaya a pasar de nuevo, Pascual! ¡Tienes que pedirle pololeo antes que algún gil se te adelante! –Ram a veces era como un brujo cibernético que leía los pensamientos ajenos.

–No te preocupes. Ya tengo preparada mi estrategia –mentí, por supuesto. La Dani era preciosa, con un cabello color miel que le llegaba hasta los hombros, y me sacaba como cinco centímetros de estatura (su papá era medio alemán). Me moría de vergüenza cuando estaba cerca de ella.

Conversamos un poco más. De las pruebas trimestrales que ya se acercaban y de la última versión de Descent, aunque ninguno de los dos había llegado al final del juego anterior con vida.

Me bajó el cansancio y empecé a cabecear. Se me cerraron los ojos. Escuché la radio en la pieza de mi papá tocando música de jazz y los resoplidos de Samo, que dormía a los pies de mi cama. No supe si dejé a Ram hablando solo en el chat.

La casa entera parecía crujir, como si se quejara. “No te preocupes, Noel. Es solo una construcción vieja que se sacude con el viento”, me dije.

Pero era una noche tranquila y no corría ni siquiera una brisa.

Abrí los ojos y vi el póster que coloqué frente a mi cama desprenderse y caer al suelo. Me incorporé y descubrí a Gran Samo sentado en sus patas traseras mirando fijamente la pared.

Una pequeña mancha de humedad se deslizaba por esta, como si fuera una lágrima.

Capítulo 2

Enid D estuvo aquí

Como el gásfiter que mi papá llamó no apareció nunca, decidimos arreglar nosotros mismos la filtración.

–Si ahora alcanzó tu pieza, no quiero ni pensar qué va a ocurrir el próximo invierno –dijo mi papá.

Era una exageración, claro, porque faltaban varios meses para eso.

En el pasillo frente a la cocina había una especie de puerta trampa casi invisible a primera vista. Pero mi papá hizo presión con un palo de escoba y levantó la cubierta que daba al entretecho.

–Listo. Ahora solo hay que subir y averiguar de dónde viene la humedad.

–Qué oscuro está. ¿Habrá murciélagos? –preguntó Luna, nerviosa.

Como no sabíamos si el piso del entretecho aguantaría y yo era más liviano, acordamos que a mí me tocaría la primera incursión, aunque con mucho cuidado al pisar y tratando de no tocar nada. Mi papá me puso un jockey de béisbol para que me protegiera la cabeza y me entregó su linterna amarilla.

–Cualquier cosa sospechosa que notes, bajas enseguida –me advirtió, arrastrando la escalera de tijera que le habían prestado para pintar la casa.

Me pregunté si habría guarenes; eso me daba más miedo que un montón de murciélagos medio ciegos.

Mi papá sujetó bien la escalera y yo trepé rumbo a ese cuarto oscuro lo más ágilmente que pude, blandiendo la linterna como si se tratara de una espada corta-sombras.

Asomé la cabeza, esperando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, y luego alumbré con la linterna en varias direcciones para conocer el lugar. Muchos de los travesaños de madera que sustentaban el techo parecían estar medio carcomidos y había bultos de arpillera regados por todas partes.

Tomé impulso y me introduje de cuerpo entero en ese lugar que en definitiva no era un entretecho. Alguien, hacía muchísimo tiempo, lo había utilizado como una buhardilla, o algo parecido.

Al ponerme de pie me di cuenta de que sobraba espacio, ya que el techo estaba inclinado en diagonal, lo cual no se distinguía desde fuera. Caminé y mis pasos produjeron un tenebroso crujido.

–¡Cuidado donde pisas, Noel! –gritó preocupado mi papá, desde abajo.

–¡Parece que ya sé de donde viene la filtración! –avisé, dirigiendo el haz de luz hacia un orificio de unos veinte centímetros que había en el techo. De seguro cada vez que llovía, el agua se colaba por aquella hendidura.

Apunté la linterna hacia el suelo y descubrí que estaba completamente seco. Eso sí que era raro. ¿De dónde entonces?

Revisé los bultos amontonados. Contenían ropa vieja. Además había una maleta de cuero café, con las chapas oxidadas.

Lo que me llamó la atención fue un antiguo tocadiscos marca RCA abandonado en el piso, sucio y polvoriento. A su lado reposaba una pequeña colección de discos de vinilo de la época en que mis papás eran jóvenes: Sheena Easton, Michael Jackson, Air Supply y Abba. Había también uno de Silvio Rodríguez y otro de Quilapayún.

De pronto, capté un movimiento a mi izquierda y me sobresalté. Una sombra se perfiló entre los bultos: retrocedí dos pasos y casi perdí el equilibrio.

Apunté la linterna y suspiré aliviado al descubrir al chico delgado de quince años y cara asustada que me miraba sosteniendo mi propia linterna desde un espejo trizado apoyado en la pared.

–¿Está todo bien ahí? –quiso saber mi papá.

–¡Todo ok! –contesté, acercándome fascinado al espejo. Era de marco ovalado en su parte superior y lo bastante alto para reflejarme de cuerpo entero. La trizadura, en forma de araña, abarcaba todo el lado derecho, pero no conseguía arruinar el reflejo de las imágenes.

Había algo raro en aquel espejo, pero en un primer momento no logré descifrar qué. Palpé con mi dedo su cubierta niquelada y descubrí que no estaba inmunda como los demás objetos abandonados en el entretecho. Se sentía muy fría al tacto e incluso un poco mojada.

El suelo que rodeaba el espejo rezumaba

humedad. En uno de los costados incluso observé una poza pequeña. Dejé la linterna en el piso y revisé la pared de atrás. Estaba seca.

Sin otras grietas en el techo, la única explicación era que la filtración provenía del interior del espejo y por eso su superficie estaba tan limpia.

“Eso es tonto. No puede ser”, me dije, tomando la linterna para salir cuanto antes de ese lugar tan raro.

El haz de luz chocó contra la pared frente al espejo e iluminó el texto que alguien había escrito en ella, seguramente hacía décadas.

Con letras borrosas, pero aún legibles, y de un eléctrico tono mezcla de morado y calipso pude leer “Enid D estuvo aquí”.

Mi papá se dio tiempo para todo. Reparó el techo con unas planchas de zinc y limpió el entretecho del polvo y las telarañas. “Será una buena buhardilla”. El tocadiscos le interesó bastante y aunque tenía una aguja rota opinó que podría repararse. “Estos artefactos son de colección, Noel. Ya casi no se fabrican. Es como haber descubierto un tesoro escondido”.

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