Algernon Blackwood - El valle perdido y otros relatos alucinantes

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Al evocar las misteriosas fuerzas espirituales de la naturaleza, los escritos de Algernon Blackwood habitan la nebulosa frontera entre la fantasía, el asombro, la maravilla y el terror. Del autor de Los sauces y El Wendigo, he aquí una exquisita antología donde figuran relatos monumentales, muchos de los cuales habían permanecido —inexplicablemente— inéditos en español."Blackwood es el absoluto e incuestionable maestro de la atmósfera fantástica… Su genio es indiscutible, pues nadie se ha aproximado a la destreza, seriedad y minuciosa fidelidad con la que él registra los tonos de extrañeza en ámbitos y experiencias ordinarias, o la notable perspicacia con la que construye detalle por detalle todas las percepciones que llevan de la realidad hacia una visión sobrenatural… Sus obras alcanzan un nivel genuinamente clásico, y evocan como ninguna otra cosa en literatura un sobrecogedor y convincente sentido de la inmanencia de extrañas entidades y esferas espirituales." H.P. Lovecraft «Blackwood es, sin lugar a dudas, la figura central de la literatura británica sobrenatural del siglo veinte.»
New York Review of Books"Seguimos lo bastante cerca de los días primitivos con su terror a la oscuridad para que la razón pueda abdicar sin resistirse con demasiada violencia… Estos relatos vieron su nacimiento acompañado de un delicioso estremecimiento." Algernon Blackwood

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—Vengo de la jefatura —respondió el coloso con voz profunda.

El profesor sólo tenía la más vaga idea de lo que significaba la jefatura, pero la palabra transmitía una importancia que de algún modo no pasó desapercibida. Mientras tanto, su impaciencia crecía junto con su agotamiento.

—Debo solicitarle, oficial, que exponga su asunto cuanto antes —dijo con aspereza— o que regrese cuando esté en mejores condiciones de atenderlo. La semana que entra, sin duda…

—No hay más tiempo que el presente —respondió el otro, con una extraña selección de palabras que escapó de la atención de su perplejo escucha, mientras sacaba de un espacioso bolsillo en el faldón de su abrigo una libreta sujeta con un aro de metal brillante como el oro.

—¿Su nombre es Parnacute? —preguntó, consultando la libreta.

—Sí —respondió el otro, con la resignación que viene del agotamiento.

—¿ Simon Parnacute?

—Por supuesto, sí.

—¿Y el pasado tres de abril —prosiguió, mirando con atención al enfermo por encima del cuaderno— usted, Simon Parnacute, entró en la tienda de Theodore Spinks en la calle P…, y ahí adquirió cierta criatura viva?

—Sí —respondió el profesor, que empezaba a sentirse acalorado ante el descubrimiento de su insensatez.

—¿Un pájaro?

—Un pájaro.

—¿Un mirlo?

—Un mirlo.

—¿Un mirlo cantor?

—Pues sí, era un mirlo cantor, si tanto necesita saberlo.

—¿En dinero usted pagó por este mirlo la suma de un chelín con seis peniques? —enfatizó el “con”, como lo había hecho el vendedor de pájaros.

—Uno con seis, sí.

—Pero en valor verdadero —dijo el policía, hablando con énfasis solemne—, ¿le costó bastante más?

—Puede ser —se retorció internamente ante el recuerdo.

Estaba asombrado, además, de que la visita tuviera que ver con él mismo y no con los sirvientes.

—¿Lo pagó con el corazón? —insistió el otro.

El profesor no respondió nada. Se sobresaltó. Casi se retorcía debajo de la sábana.

—¿Tengo razón? —preguntó el policía.

—Esos son los hechos, supongo —respondió en voz baja, sumamente desconcertado por el catecismo.

—¿Y usted llevó a este pájaro en una caja de cartón hasta los Jardines E… junto al río, y ahí lo puso en libertad y lo vio irse volando?

—Su declaración es correcta, me parece, en cada deta­lle. Pero francamente, ¡este absurdo interrogatorio, señor mío!

—¿Y su motivo para hacerlo —continuó el policía, ahogando con su voz los debilitados tonos del inválido— fue la liberación desinteresada de una criatura prisionera y atormentada? —Simon Parnacute levantó la mirada con la mayor sorpresa posible.

—Pienso que… ¡bueno, bueno!… tal vez así haya sido —murmuró avergonzado—. El canto extraordinario, porque era extraordinario, sabe, y verlo al pobre batiendo las alas me entristeció.

El policía corpulento guardó su libreta de pronto y se acercó a la cama, de modo que su cara entró en el círculo de luz de la lámpara.

—En ese caso —exclamó—, ¡usted es el hombre que quiero!

—¡Yo soy el hombre que quiere! —exclamó el profesor con un sobresalto incontenible.

—El hombre que estoy buscando —repitió el otro, sonriendo. Su voz de pronto se había vuelto suave y maravillosa, como el tañer de un gong de plata, y en su rostro había una expresión de ternura anhelante que lo volvía absolutamente hermoso. Resplandecía. Como salida de un cuadro, nunca había visto el profesor una expresión como ésa en ningún semblante humano, ni había oído labios humanos emitir semejan­tes tonos. Pensó, fugaz y confusamente, en una mujer, en la mujer que nunca había encontrado; en un sueño, un encantamiento como de música o de una visión sobre los sentidos.

“¡Me está buscando!”, pensó alarmado. “¿Y ahora qué hice? ¿De qué nueva excentricidad se me acusa?”

Ideas extrañas y desconcertantes, de contorno borroso y carácter descabellado, se agolparon en su mente.

Una sensación de frío atrapó su fiebre y la subyugó, bañándolo en sudor, haciéndolo temblar, pero no de miedo. Un nuevo y curioso deleite había empezado a pulsar las cuerdas de su corazón.

Luego una sospecha extravagante cruzó por su cerebro, pero no era una sospecha del todo injustificada.

—¿Quién es usted? —preguntó, levantando la vista—. ¿De verdad es sólo un policía? —el hombre se acercó de manera que parecía, de ser posible, aún más enorme que antes.

—Soy un policía mundial —respondió—, un guardián, quizá, más que un detective.

—¡Santo cielo! —gritó el profesor, pensando en la locura y en los crímenes cometidos por locura.

—Sí —prosiguió el otro en esos tonos serenos y musicales que en poco tiempo empezaron a tener un efecto tranquilizante sobre su escucha—, y es mi deber, entre muchos otros, tener vigilada a la gente excéntrica; encerrarla cuando es necesario y, cuando su sentencia ha expirado, liberarla.

”Además —agregó imponentemente—, como en el caso de usted, sacarlos de su jaula sin dolor… cuando se lo han ganado.

—Ah, Dios mío, ¡válgame! —exclamó Parnacute, que no estaba acostumbrado a usar interjecciones, pero tampoco podía pensar en nada más que decir.

—Y a veces cuidar que sus jaulas no los destruyan; y que no se maten golpeándose contra los barrotes —continuó, con una sonrisa bastante maravillosa—. Nuestros deberes son muchos y muy variados. Soy parte de una fuerza numerosa.

El hombre instruido en Economía Política sintió que la cabeza le daba vueltas. Pensó en pedir ayuda. De hecho, ya había acercado la mano a la campana cuando un gesto de su extraño visitante lo contuvo.

—¿Entonces por qué me busca a mí , si se puede saber? —titubeó en vez de tocarla.

—Para anotarlo; y cuando llegue el momento, para sacarlo de su jaula de manera fácil y cómoda, sin dolor. Ésa es una recompensa por su bondad con el pájaro —los temores del profesor ahora habían desaparecido por completo. El policía parecía completamente inofensivo después de todo.

—Es muy amable de su parte —dijo débilmente, volviendo a meter el brazo bajo la ropa de cama—. Sólo que… eh… no era consciente, exactamente, de estar viviendo en una jaula.

Levantó la vista resignado hacia el rostro del hombre.

—Sólo se da uno cuenta cuando sale —respondió—. Así es con todos. El pájaro no acababa de entender lo que pasaba, sólo sabía que era desdichado. Es igual con usted. Se siente infeliz en ese cuerpo que tiene y en esa mentecita cuidadosa que ha regulado tan bien, pero, por mucho que lo intente, no logra entender cuál es el problema. Quiere espacio, independencia, probar la libertad. ¡Quiere volar, eso es lo que quiere! —exclamó, levantando la voz.

—¿Yo… quiero… volar? —dijo el inválido con voz en­trecortada.

—Oh —sonriendo otra vez—, nosotros, los policías mundiales, tenemos miles de casos como el suyo. Nuestro campo es extenso, muy extenso en verdad.

Entró más de lleno a la luz y se volteó de perfil.

—Aquí está mi insignia, si la quiere ver—dijo orgulloso.

Se encorvó un poco para que los ojitos brillantes del profesor pudieran enfocar fácilmente el cuello de su abrigo. Ahí, igual que las letras en el cuello de cualquier policía londinense, sólo que en oro brillante en vez de plata, resplande­cía la constelación de las Pléyades. Luego se volteó para enseñarle el otro lado, y Parnacute vio la constelación de Orión inclinada hacia arriba, como a menudo la había visto en el cielo nocturno.

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