Algernon Blackwood - El valle perdido y otros relatos alucinantes

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Al evocar las misteriosas fuerzas espirituales de la naturaleza, los escritos de Algernon Blackwood habitan la nebulosa frontera entre la fantasía, el asombro, la maravilla y el terror. Del autor de Los sauces y El Wendigo, he aquí una exquisita antología donde figuran relatos monumentales, muchos de los cuales habían permanecido —inexplicablemente— inéditos en español."Blackwood es el absoluto e incuestionable maestro de la atmósfera fantástica… Su genio es indiscutible, pues nadie se ha aproximado a la destreza, seriedad y minuciosa fidelidad con la que él registra los tonos de extrañeza en ámbitos y experiencias ordinarias, o la notable perspicacia con la que construye detalle por detalle todas las percepciones que llevan de la realidad hacia una visión sobrenatural… Sus obras alcanzan un nivel genuinamente clásico, y evocan como ninguna otra cosa en literatura un sobrecogedor y convincente sentido de la inmanencia de extrañas entidades y esferas espirituales." H.P. Lovecraft «Blackwood es, sin lugar a dudas, la figura central de la literatura británica sobrenatural del siglo veinte.»
New York Review of Books"Seguimos lo bastante cerca de los días primitivos con su terror a la oscuridad para que la razón pueda abdicar sin resistirse con demasiada violencia… Estos relatos vieron su nacimiento acompañado de un delicioso estremecimiento." Algernon Blackwood

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Ahora bien, sucedió que esta embestida combinada de imagen y sonido sorprendió al veterano profesor por la línea de menor resistencia: la línea de una sensación que no había probado y, por lo tanto, no se había agotado. Aquí, al parecer, había una emoción hasta entonces desconocida y, por lo tanto, aún no regulada hasta atrofiarla.

Pues, con una intuición tan singular como penetrante, de pronto entendió algo de la pasión de las Cosas Enjauladas salvajes del mundo, y captó en un fugaz vislumbre algo de su indecible dolor.

En un raudo momento de auténtica empatía mística, pudo sentir la peculiar cualidad de su anhelo insatisfecho exactamente como si fuera suyo; el anhelo no sólo de aves y animales cautivos, sino de hombres y mujeres angustiados, atrapados por las circunstancias, confinados por la debilidad, encerrados por carácter y temperamento, todos anhelando una libertad que no sabían cómo alcanzar —enjaulados por la pequeñez de sus deseos, por la impotencia de su voluntad, por la mezquindad de su alma—, enjaulados en cuerpos de los que sólo la muerte podía traer una liberación final.

Algo de todo esto se abrió camino hasta el corazón del anciano profesor cuando estaba ahí parado viendo la pantomima del mirlo cautivo —la Cosa Enjaulada—, y, tras un momento de titubeo que reflejó una gran cantidad de sentimiento condensado, entró decididamente por la puerta baja de la tienda y preguntó el precio del pájaro.

—El mirlo… eh… que canta en la jaulita —tartamudeó.

—Uno con seis solamente, señor —respondió el tosco hombre de cara colorada que era dueño de la tienda, levantando la vista de un conejo que estaba metiendo en una caja, empujándolo con dedos torpes—; sólo un chelín con seis peniques —y luego siguió con abundantes comentarios sobre los mirlos en general y las cualidades superiores de éste en particular—. Lleva aquí cuatro meses y canta precioso —agregó, a manera de clímax.

—Gracias —dijo Parnacute en voz baja, tratando de convencerse de que no se sentía mortificado por su impulsiva y excéntrica acción—; entonces le voy a comprar el pájaro… de inmediato… eh… si me hace el favor.

—Verá que no se ha equivocado, señor —dijo el hom­bre, mientras empujaba el conejo a un lado y salía para traer el mirlo.

—No, no voy a necesitar la jaula, pero… eh… quizá podría acomodarlo en una caja de cartón, para poderlo llevar conmigo más fácilmente.

Se había referido al pájaro casi como si fuera una persona, y el cambio, notado subrepticiamente por así decirlo, abonó a su sensación general de confusión. Era demasiado tarde, sin embargo, para cambiar de parecer, y después de ver al hombre meter al pájaro a la fuerza en una caja con sus toscas manos, tomó el lazo de hilo con que estaba amarrada y salió de la tienda con todo el aplomo y la dignidad que pudo.

Pero en el momento en que salió a la calle con ese paquete vivo bajo el brazo —podía oír y también sentir el golpeteo de las patas del pájaro—, la conciencia de que había sido culpable de lo que consideraba un escandaloso acto de excentricidad por poco lo rebasó. Pues había sucumbido de la manera más lamentable a un impulso momentáneo, y había comprado el pájaro para liberarlo. “¡Válgame!”, pensó. “¡Cómo he podido permitirme hacer una cosa tan excéntrica e impulsiva!”

Y de no haber sido por el hecho de que eso sólo hubiera acentuado su excentricidad, en ese mismo instante se habría regresado a la tienda a devolver el pájaro.

Pero como ahora, claramente, eso era imposible, cruzó la calle y entró en Little Park por la primera verja de hierro que encontró. Caminó por el camino de grava, batallando con el hilo. En un minuto más el pájaro habría sido libre, cuando se le ocurrió mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observara y vio frente a los matorrales a su izquierda… un policía.

Esto, sintió, era una tremenda molestia, pues tenía la esperanza de completar la transacción sin ser visto.

Enderezándose, volvió a ajustar el hilo nerviosamente y siguió caminando como si nada, despacio, buscando un sitio más solitario donde pudiera estar por completo libre de observación.

El profesor Parnacute ahora se hizo consciente de que esa molestia —causada principalmente por su acto impulsivo, e incrementada por el hecho de ser observado— ya se había vuelto bastante aguda. Era extraordinario, reflexionaba, cómo los policías tenían esa manera de manifestarse en los lugares menos apropiados, menos necesarios. No había ninguna razón para que un policía estuviera parado frente a esos inocentes matorrales, donde no había nada que hacer, nadie a quien ver. En casi cualquier otro punto de Little Park quizás hubiera sido de mayor utilidad, y sin embargo, en efecto, había tenido que escoger el único lugar donde no se le quería: donde su presencia, de hecho, era absolutamente objetable.

El policía, entretanto, lo miraba fijamente mientras él se retiraba con el molesto paquete. Lo traía cargando al revés sin darse cuenta. Sentía como si lo hubiera descubierto en un crimen. Él también miraba al policía de reojo, ansiando acabar ya con todo el asunto.

“Ese policía es un tipo tremendo”, pensó. “Nunca he visto a un gendarme tan grande, tan robusto. Debe de ser el policía del distrito, lo que sea que eso signifique, una verdadera muralla y torre de defensa.” El casco lo hizo pensar en un ariete, y los botones de su abrigo en cañones de pistolas.

Se alejó y dobló la esquina aparentando inocencia lo mejor que pudo, como si trajera cargando un paquete de libros o algún artículo nuevo de vestimenta.

Es, sin duda, el deber de cada gendarme estar alerta para observar tan agudamente como sea posible el transcurso de los eventos que pasan frente a sus ojos, pero este poli en particular parecía mucho más interesado en la caja de cartón de Parnacute de lo que la circunstancia ameritaba. La seguía implacablemente con la mirada.

Quizá, pensó el profesor, había oído los movimientos apurados del pájaro asustado en su interior. Quizás había pensado que era un gato que llevaba a ahogar en el estanque or­namental. Quizás —¡oh, espantosa idea!— había pensado ¡que era un bebé!

Sin embargo, como las sospechas de un policía inteligente eran imposibles de adivinar, Simon Parnacute las ignoró sabiamente y, justo entonces, dobló una esquina, donde quedó cubierto de su persistente observador por un grupo de tupidos arbustos de rododendro.

Aprovechando el momento oportuno, y actuando con una decisión expedita nacida del terror a la reaparición del policía, cortó el hilo, abrió la tapa de la caja y, un instante después, tuvo la intensa satisfacción de ver al mirlo prisionero saltar al borde y luego salir volando con un hermoso giro descendiente y un zumbido de alas hacia el cielo abierto. Volteó una vez al volar y su brillante ojo café lo miró. Luego se había ido, perdido en la luz del sol que resplandecía por encima de los arbustos y lo llamaba sobre las copas ondulantes hacia el otro lado del río.

El prisionero estaba libre. Por espacio de un minuto entero, el profesor se quedó inmóvil, consciente de una sensación de auténtico alivio. Ese sonido de alas, ese veloz trayecto del trémulo cuerpecito escapando hacia la libertad ilimitada, la penetrante mirada de gratitud en sus diminutos ojos cafés: esto agitó en él nuevamente la misma prodigiosa emoción que había experimentado por primera vez esa tarde afuera de la tienda para aficionados a los pájaros. La liberación de la “criatura enjaulada” le brindó una especie de experiencia vicaria de libertad y un deleite como nunca había conocido en toda su vida. Casi parecía como si él mismo hubiera escapado: hubiera salido de su “círculo”. Luego, cuando se dio la vuelta, con la caja vacía aún colgando de la mano, la primera cosa que vio, avanzando lentamente hacia él por el camino a paso firme, fue… el policía grande.

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