Larissa Adler-Lomnitz - Redes sociales, cultura y poder

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En los artículos incluidos, Adler Lomnitz muestra las redes con las que se mueven algunos grupos sociales latinoamericanos que buscan superar las formalidades de la sociedad estructurada y logran subsistir de manera informal en sus diferentes ámbitos. La autora aplica las herramientas antropológicas al análisis de un grupo «moderno» y revela el esquema del compadrazgo. En el estudio de un grupo de migrantes pobres en la ciudad de México, vuelve a centrar su atención en la solidaridad resultante de la ayuda mutua.

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De entrada, centró su atención en uno de los institutos de investigación: buscaba entender el significado de la carrera de investigador vis-á-vis otro tipo de carreras dentro de la universidad. Por cierto, la inmersión en este mundo la llevó a repensar ciertas ideas de su investigación previa, donde se había privilegiado el análisis de los vínculos horizontales. En la universidad mexicana de la década de 1970, brutalmente politizada, resaltaba la importancia de los vínculos verticales, como integradores de grupos que manifestaban fuertes tendencias centrífugas. De la misma manera, para entender las formas de articulación entre los marginados (ahora rebautizados como “sector informal”), y el mundo de la economía moderna (o “sector formal”), era indispensable entender las relaciones de poder e intermediación, que fueron entonces cuidadosamente descritas. [7]Respecto de la estructura universitaria, aparentemente inteligible en términos de una racionalidad formal, Larissa Lomnitz descubrió una racionalidad subyacente: la de los grupos clientelares y la intermediación política vertical. A su vez, los grupos se orientaban en función de cuatro distintos “cauces”: el académico, el profesional, el político ideológico y el político pragmático. Los dos últimos, en ciertas etapas históricas, adquirían una importancia desproporcionada frente a los otros dos. Por ejemplo, en los años que siguieron al movimiento estudiantil de 1968 y al resurgimiento de la izquierda mexicana, las universidades se convirtieron en ámbitos privilegiados de confrontación y negociación para los diversos partidos y fuerzas políticas. Controlar a los estudiantes y profesores se convirtió en una obsesión de muchos políticos, quienes para ello crearon lazos con ciertas autoridades universitarias y prohijaron a los llamados porros –jóvenes golpeadores habilitados como alumnos–, así como a agentes provocadores, soplones e ideólogos oficialistas. [8]Incluso muchos académicos y estudiantes empezaron a ver la universidad como una plataforma para entablar alianzas políticas y trepar a puestos en la administración pública. Por su parte, quienes se han empeñado en mantener un compromiso académico, han debido también buscar procesos de intermediación con los núcleos estratégicos del poder, a fin de conservar un flujo adecuado de recursos. Como esos recursos nunca llegan a ser muy abundantes, y los premios y estímulos a los investigadores deben con frecuencia dosificarse y aplazarse, la consolidación de un grupo científico requiere de una fuerte ideología que valore positivamente el trabajo intelectual sistemático sobre cualesquiera otras opciones. Durante varios años, Lomnitz y Jacqueline Fortes, una de sus alumnas graduadas, siguieron la pista a uno de los equipos de investigación más fuertes de la UNAM (el de los biomédicos), y formularon un modelo explicativo de los procesos de transmisión y adquisición de la ideología científica. [9]Igualmente, Leticia Mayer y Martha W. Rees, también alumnas suyas, colaboraron con nuestra autora en la investigación de una carrera profesional –la medicina veterinaria– y sus egresados. Esta carrera resultaba muy idónea para comprender el cuarto “cauce” universitario: los profesionales, cuyas características respondían al condicionamiento del mercado de trabajo; pero a un mercado de trabajo asimismo marcado por las demandas del poder estatal, y por tanto parcialmente mediatizado por las relaciones políticas de los directores, profesores y alumnos. [10]

Al final de la década de 1970, en la trayectoria intelectual de Larissa Lomnitz cobró forma otro proyecto innovador: el del estudio de una familia de empresarios, miembros de la élite mexicana beneficiada por la Revolución. En realidad, este proyecto, realizado junto con Marisol Pérez Lizaur, había comenzado un poco al azar, cuando ambas investigadoras discutían sobre la importancia de las redes familiares, no solamente para explicar la “sobrevivencia de los marginados”, sino incluso la constitución y las estrategias de los grupos de hombres de negocios. Al ganar acceso a informantes clave para la reconstrucción de las relaciones internas y externas, la ideología, rituales y prácticas políticas de un extenso clan por un periodo que cubría más de ciento cincuenta años, las dos formularon y llevaron a feliz término una de las pesquisas más notables en el análisis del fenómeno de la clase alta en América Latina, cuya reproducción está a menudo vinculada a la reproducción de empresas familiares. En esta pesquisa se dilucidaron aspectos de la economía y de la política económica mexicana que eran imperceptibles desde panoramas institucionales o macropolíticos; y se iluminó la sutil relevancia de los papeles femeninos en los entramados empresariales donde se intercambia información y se sancionan alianzas. [11]Pero, además, las autoras diseñaron lo que posiblemente es el modelo cultural más acabado de la familia urbana en América Latina. Partiendo de la metodología desarrollada por David M. Schneider y Raymond T. Smith para el estudio cultural de la familia en Estados Unidos y el Caribe –centrada en la articulación y usos de estructuras ideológicas y simbólicas–, [12]develaron, tanto para los empresarios como para los “marginados”, una estructura familiar trigeneracional, construida en torno a las relaciones patriarcales verticales. En contraste, la estructura de la familia anglo-norteamericana, en el análisis de Schneider y Smith, era bigeneracional y se construía en torno a las relaciones horizontales de la pareja. En otras palabras: el modelo estadounidense-anglosajón se nutre de una cultura de pactos individualistas, mientras que el mexicano se nutre de una cultura mediterránea de cuño corporativo. En el primer caso, parece inevitable un proceso segmentario y centrífugo; en el segundo, la fisión causada por los matrimonios de los hijos puede contrarrestarse por mecanismos de autoridad, patronazgo e interdependencia económica, así como por el espíritu corporativo que se encarna y recicla en ritos de pasaje que convocan y congregan a varias generaciones de parientes. [13]Ahora bien: este tipo de familia extensa –o “gran familia”– resulta entonces un contexto muy apropiado para la creación y manipulación de relaciones preferenciales que pueden ser trasladadas hacia ámbitos pragmáticos muy variados.

Con todo, Larissa Lomnitz era plenamente consciente de la insuficiencia de la explicación cultural para entender por qué las relaciones preferenciales pueden cobrar tanta importancia en sociedades modernas supuestamente basadas en el principio de la igualdad de oportunidades para todos los individuos. Para abordar esta cuestión, escribió dos importantes artículos teóricos: uno de ellos, sobre los vínculos horizontales y verticales en la estructura de la ciudad de México, y el otro, sobre lo que ella llamó “redes informales en sistemas formales”. [14]Un punto de partida en estos trabajos era la vieja tesis enunciada –entre otros– por Eric R. Wolf: cuando los sistemas formales políticos y económicos no son capaces de garantizar la seguridad y el bienestar, los miembros de cualquier sociedad recurrirán a redes de amistad, parentesco y patronazgo para solventar sus problemas. [15]Pero Larissa fue más allá: la propia formalización de la sociedad es la que produce la informalidad. Es decir: ningún sistema es capaz de funcionar a la perfección –porque, incluso, ningún sistema está exento de contradicciones–; por ello, a mayor rigidez en las normas, la necesidad de solucionar los problemas fuera de ellas será mayor. El caso extremo es el de la ex Unión Soviética, que trataba de crear una centralización todopoderosa y por tanto generó un verdadero sistema paralelo para que la gente pudiera transitar sin tropiezos excesivos por la vida cotidiana. Igualmente, el caso del compadrazgo chileno refería a un desfase entre el tamaño del aparato estatal y la insuficiencia de los recursos para hacerlo funcionar. En México, la ley y las garantías individuales constituyen un verdadero espacio ficticio: lo que permite a los individuos habitar un espacio inteligible y previsible –en los negocios, en los barrios populares, en la universidad, en la práctica profesional y, por supuesto, en la política– son las relaciones de confianza y lealtad, incorporadas en redes de lazos horizontales y verticales. No se trata simplemente de que la corrupción obstaculiza al sistema. Por supuesto, la corrupción existe en los tres casos mencionados; y en México el soborno abierto es no sólo una práctica frecuente sino un aspecto sobresaliente de la cultura nacional –como también lo era en la Unión Soviética. La corrupción, entendida como la privatización de las capacidades públicas, es parte de un proceso más amplio de informalización, y éste es a su vez el reverso de la medalla del propio sistema formal. Sin embargo, para no caer en la trivialización y hasta en la justificación de la bellaquería, es necesario destacar que, mientras más democrática e igualitaria sea una sociedad, las ineficacias del sistema podrán ser mejor resanadas y disminuirá la importancia relativa de la informalización.

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