A la desazón evidente de Liliana Hecker ante lo que considera una traición de la sobreviviente, se le contrapone la profunda reflexión de Pilar Calveiro en su notable estudio Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina (1998). La autora, sobreviviente de la ESMA y hoy profesora universitaria en México, refuta la división simplista de los secuestrados en héroes y traidores, y revela los mecanismos concentracionarios que posibilitaron todo tipo de situaciones ambiguas y grises. Más importante aún, sostiene que todo mecanismo individual de supervivencia dentro del campo (desde simular y colaborar en pequeñas tareas hasta pasarse abiertamente de bando) no puede comprenderse sino en el contexto de los mecanismos sociales de adaptación al poder militar: “Ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración, constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto” (98). Los campos y la sociedad civil deben pensarse entonces como dos caras de un espejo que reflejan la misma ambigüedad:
Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social [...] Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios, son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos. (137)
A esa misma vasta zona gris se refieren otras cinco sobrevivientes, las autoras de Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA (2001). Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar, todas ellas participantes en el plan de “recuperación” de la Armada, se reunieron durante un año y grabaron sus conversaciones sobre lo vivido, en un ejercicio de introspección que luego se virtió en el libro. De manera descarnada dicen saberse sospechosas por haber sobrevivido (“la culpa de estar vivo, el miedo a que te señalen por la calle y te digan: ¡Si está vivo, por algo será!”, 238) y sostienen que “más allá de pequeños episodios de heroísmo o de santidad, la verdadera historia la hicieron contradictorios seres humanos” (14). Más aún, comparan su caso con el de los campos nazis y se preguntan por qué en la Argentina se mide a los sobrevivientes del terrorismo de Estado con una vara diferente:
Por qué todo el mundo entiende que algunas prisioneras judías se hayan acostado con alemanes para sobrevivir y se horrorizan sin embargo de que haya pasado lo mismo aquí en la ESMA. (99)
Las mismas dudas y autocuestionamientos marcan la experiencia de Mario Villani y sus reflexiones a lo largo de tres décadas y media, que hoy se cristalizan en este libro. Una y otra vez se pregunta por qué él sobrevivió y otros no, y la única respuesta posible es la que ofrece al final de su relato: “¿Por qué hoy estoy vivo? No lo sé, no soy yo quien lo decidió”. Lo único que estuvo a su alcance fue hacer lo posible, día tras día a lo largo de cuarenta y cuatro interminables meses, para que no lo mataran. Debió mentir, simular y ocultar sus verdaderos sentimientos mientras trabajaba como mano de obra esclava en los campos reparando aparatos electrónicos, acondicionando automóviles y ayudando a limpiar y cocinar. Durante todo ese tiempo una mínima esperanza le permitió seguir adelante: el deseo de quedar vivo para que alguien contara lo sucedido. En Los hundidos y los salvados , Primo Levi reproduce las palabras de uno de los pocos sobrevivientes de los Sonderkommandos : “Es verdad que hubiera podido matarme o dejarme matar, pero quería sobrevivir para vengarme y para dar testimonio de todo aquello. No creáis que somos monstruos, somos como vosotros, aunque mucho más desdichados” (46). ¿Es posible –o incluso moral– pagar un precio semejante para lograr dar testimonio? Que cada lector decida por sí mismo. Pero que al hacerlo tenga en cuenta que los actores de esta historia fueron contradictorios e imperfectos, como todos los seres humanos: “Murieron los peores y los mejores, sobrevivieron los mejores y los peores” (Vezzetti, 141). Como ejemplifica Mario Villani en su relato, ni morir fue prueba última de heroísmo, ni sobrevivir lo fue de traición a los ideales. Los sobrevivientes de los centros clandestinos no son monstruos ni fenómenos de circo. Por el contrario, son seres humanos, tan humanos como nosotros, tal vez incluso más humanos porque acarrean consigo el deber (y la desdicha) de para siempre tener que atestiguar.
Atlanta, mayo de 2011
Soy un ex desaparecido, un sobreviviente, o si se quiere un desaparecido reaparecido . El 18 de noviembre de 1977 a las nueve de la mañana me secuestraron en plena calle en la ciudad de Buenos Aires. No lo sabía entonces, pero cuando un grupo de hombres armados y vestidos de civil me sacó del auto por la fuerza, me convertí en un desaparecido por los siguientes tres años y ocho meses de mi vida. Durante ese largo tiempo que hoy puedo medir cronológicamente pero que mientras duró consistió simplemente en tratar de sobrevivir cada día hasta el siguiente, pasé por los centros clandestinos de detención conocidos como el Club Atlético, el Banco, el Olimpo, el Pozo de Quilmes y la ESMA.
Desde mi retorno de las tinieblas creció en mí la necesidad de hacer públicas mis memorias y compartir las reflexiones que esa experiencia me suscitó, tanto durante mi permanencia en los campos como después de mi liberación. Éstas me ayudaron a sobrevivir entero, no sólo allí adentro sino también en el arduo período que siguió a mi liberación. Me ha llevado muchos años concretar este deseo. No soy un escritor y, por añadidura, me resulta muy difícil escribir sobre experiencias personales tan traumáticas, sobre todo en lo relacionado a las emociones y los afectos. Dentro de los campos no me podía permitir sentir o emocionarme, so pena de que se resquebrajara la armadura que me ayudaba a soportar ese infierno. Una vez en libertad, tuve que empezar a deshacerla lentamente –proceso que aun continúa– para poder recuperar la alegría de vivir.
Afortunadamente surgió la propuesta de mi querido amigo y escritor, Fernando Reati, de hacer de este libro un trabajo conjunto. Tras una larga serie de entrevistas grabadas, que él desgrabó y a las que –reflejando fielmente mis dichos– les dio forma literaria, el libro pudo concretarse. Pretendemos que este relato contribuya a la denuncia del terrorismo de Estado. No se me escapa que muchas de mis reflexiones pueden resultar polémicas. No me considero el dueño de la verdad y no le temo a la discusión, más bien le doy la bienvenida. De ella podemos aprender todos; la discusión ayuda a que se mantenga viva la memoria.
Éste es entonces el relato de mi paso por el infierno.
Los integrantes de la “patota” iban siempre provistos de un voluminoso arsenal, absolutamente desproporcionado respecto de la supuesta peligrosidad de sus víctimas. Con armas cortas y largas amedrentaban tanto a éstas como a sus familiares y vecinos [...] La cantidad de vehículos que intervenían variaba, ya que en algunos casos empleaban varios autos particulares (generalmente sin chapa patente)...
Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Nunca más (17)
Aquel 18 de noviembre de 1977 me acababa de levantar para ir al trabajo. Vivía en la calle Patagones entre Monasterio y Manuel García del barrio de Parque Patricios, y estaba empleado en la empresa de un amigo donde ayudaba a armar equipos de electrónica. Ya no era un jovencito, tenía treinta y ocho años, y debido a mis actividades políticas hacía un tiempo había dejado de trabajar en la CNEA, donde desarrollaba modelos matemáticos para el funcionamiento de reactores nucleares. Ese día, después de bañarme y tomar el desayuno, salí de casa y subí a mi Fiat 600. La calle donde vivía era mano hacia la derecha y, media cuadra hacia la izquierda, otra calle me llevaba directamente al centro de la ciudad. Para ahorrar tiempo hice como todos los días y recorrí a contramano esos cincuenta metros. Después doblé a la derecha para dirigirme al trabajo, pero tuve que detenerme frente a un semáforo en rojo. Fue en ese momento cuando me rodearon tres autos.
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