Ese contacto tangencial con los centros clandestinos de detención alimentó durante años mis peores temores y fantasías. ¿Cómo había sido la vivencia de quienes estuvieron secuestrados en esos lugares inimaginables? ¿Qué se siente cuando se está encapuchado por semanas o meses, escuchando los gritos de los supliciados? ¿Se puede volver a la realidad y sacar fuerzas para seguir viviendo después de semejante experiencia? Tal vez por eso, cuando salí en libertad y me mudé a St. Louis, Estados Unidos, donde me inscribí en la universidad, un curso inmediatamente me llamó la atención: el que ofrecía el inolvidable profesor Harry James Cargas (hoy fallecido) sobre la literatura del Holocausto. Más que leer, devoré las memorias y novelas escritas por sobrevivientes de los campos nazis, buscando allí respuestas a las preguntas que me venían atormentando desde la Argentina. Noche , una breve novela autobiográfica de Elie Wiesel (premio Nobel de la paz 1986), me impactó particularmente por el relato de su paso por Auschwitz y la pérdida de toda su familia cuando sólo tenía quince años. De ahí mi emoción indescriptible cuando recibí una nota de puño y letra de Wiesel: el profesor Cargas, amigo suyo, le había hecho llegar una copia de mi trabajo final para el curso sobre literatura del Holocausto donde, en mi inglés todavía precario, yo reflexionaba sobre lo que había visto en las cárceles argentinas.
Desde entonces leo ávidamente todo lo que cae en mis manos con relación a la supervivencia, la memoria y el trauma. Pero la lectura de testimonios del horror es como una droga dura: mientras más se lee, más se siente la insatisfacción de no poder llegar al fondo de un misterio que apenas se vislumbra y se muestra siempre elusivo: ¿cómo narrar aquello que por su naturaleza misma es inenarrable? Y si no se lo puede narrar, ¿cómo acceder mínimamente a eso que se niega a dejarse representar? Años después de aquellas primeras lecturas sobre el Holocausto, conocí la filosofía de Ludwig Wittgenstein y encontré en él una parecida frustración y el comienzo de una posible solución al dilema. Para el filósofo austríaco, el paso por las trincheras de la Primera Guerra Mundial y su posterior internación en un campo italiano de prisioneros de guerra fue lo que lo llevó a preguntarse sobre cómo hablar de lo indecible cuando el lenguaje no alcanza para representarlo. Esta preocupación de Wittgenstein se tradujo en su breve Tractatus Logico-Philosophicus de 1921 donde plantea que, si es imposible hablar sobre lo indecible (el horror, lo traumático o incluso lo inefable), sólo caben dos opciones: callar para que el silencio abrume como un grito, o “mostrar” en/con los padeceres del cuerpo aquello que no se puede decir. Wovon man nicht sprechen kann, darüber muβ man schweigen , “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, dice la proposición final de su Tractatus .
El trauma es indecible. Sólo es comprensible aquello que se puede expresar con el lenguaje, pero al mismo tiempo sólo se puede pensar aquello que es factible traducir en palabras. En esta paradoja –hay una dimensión impensable, pero no por ello menos real, que radica más allá del lenguaje humano– Wittgenstein complementa a Freud y su noción de lo traumático y la repetición del síntoma. También se anticipa al dilema ético-filosófico del Holocausto (Primo Levi, Elie Wiesel, Viktor Frankl, Jorge Semprún, Imre Kertész, Hanna Arendt y tantos otros) que plantea la incapacidad última del lenguaje para “poner palabras a lo que está fuera de discurso ya que ese acontecimiento real llamado trauma es un agujero en lo simbólico” (Rubin de Goldman, Nuevos nombres del trauma , 103). Como indica Hernán García Hodgson en Wittgenstein y el Zen , Wittgenstein se topa “con los límites del lenguaje, con los confines de la significación y constata la existencia de una dimensión inefable que no puede ser transferida ni expresada por medio de palabras” (12). Ante lo traumático sólo cabe entonces alcanzar un “silencio ostensible” o una “mostración de lo indecible” (Françoise Fonteneau, La ética del silencio , 47). Pero ese silencio no representa pasividad y, por el contrario, es un silencio “activo”. Al imperativo de callar ante lo indecible le sigue otro: mostrar por otros medios aquello que no se puede nombrar. Para Wittgenstein, “se puede mostrar allí donde no se puede hablar” (Fonteneau, 39), y en esto acompaña la teoría psicoanalítica de Freud para quien el cuerpo y los síntomas de sus enfermedades revelan lo silenciado a modo de discurso no verbal que llena los huecos del discurso lógico. Igual que el arte, la poesía o el misticismo religioso, el cuerpo muestra en silencio aquello que el discurso lógico no puede representar y expresa a gritos, por medio de sus marcas, aquello que el lenguaje calla: el inconsciente no calla nunca (Rubin de Goldman, 154). Para expresarlo de otro modo: ante lo indecible el lenguaje falla; pero donde el lenguaje falla, el cuerpo muestra.
Tal vez por eso me intrigó la historia que Villani nos contó sobre su experiencia en los campos cuando dio su charla en Georgia State University aquel febrero de 2005. Me intrigó su relato sobre los horrores vividos, pero también los silencios reveladores de ese “hueco” en el discurso lógico de que hablan los estudios de Wittgenstein: la sonrisa enigmática de Villani cuando narra hechos difíciles de imaginar, o su humor cáustico (a veces rayano en el humor negro) que desmiente su aparente distancia emocional y revela que hay algo intransferible más allá de las palabras. A partir de aquella visita a Atlanta, Mario y yo nos hicimos amigos. Nos volvimos a ver pocos meses después, en abril de 2005, con motivo de un congreso en Hood College, Maryland, organizado por la profesora argentina María Griselda Zuffi. Más tarde nos reencontramos varias veces porque los familiares de mi esposa viven en Miami y aproveché nuestras visitas a esa ciudad para reconectarme con él y conocer a su esposa Rosita Lerner. A lo largo de los siguientes dos años fue germinando lentamente una idea hasta que, después de muchas charlas telefónicas y encuentros informales, me atreví a planteárselo: ¿y si escribiéramos juntos un libro sobre tu experiencia en los campos en base a entrevistas grabadas? Para mi sorpresa, Mario y Rosita respondieron con un rotundo sí.
Grabadora en mano, nos reunimos por primera vez en marzo de 2008 en Miami. Volvimos a hacerlo en abril, julio y noviembre de ese mismo año. Cada encuentro representó dos días y cerca de ocho horas de grabación por vez. En junio de 2009 grabamos otros dos días de charla por Skype. Por último, volvimos a reunirnos en Miami cuatro veces más, dos días en agosto y dos en diciembre de 2010. Además de eso, hubo numerosas conversaciones telefónicas e intercambios de correos electrónicos que nos permitieron ir discutiendo aspectos del libro, mientras Mario me enviaba textos de sus escritos, testimonios judiciales y conferencias públicas que me sirvieron para corroborar ciertos datos y agregar otros. Al comienzo me fue difícil escuchar por horas el relato de sus historias llenas de situaciones traumáticas; por sobre todo, me fue muy difícil transcribir esas historias al papel durante el largo proceso de desgrabación de las entrevistas. Incluso mi esposa Yvette, que a veces escuchaba desde otra habitación la voz sonora de Mario saliendo de la grabadora, llegó a sentirse afectada por el flujo de hechos terribles relatados con un tono neutro y calmo. Avrum Weiss, un extraordinario terapeuta de Atlanta que se especializa en el tratamiento del síndrome postraumático y ha trabajado extensamente con veteranos de Vietnam y ahora con los de la guerra de Irak, fue quien me dio la solución. Escuchar relatos de sufrimiento y muerte, me advirtió, es como penetrar en un territorio sagrado: no se puede entrar y salir casualmente como quien visita un centro comercial. Así como al ingresar a un templo religioso marcamos la frontera entre lo profano y lo sagrado con cierto ritual –persignarse en una iglesia católica, dar dos palmadas frente a un altar shintoísta, cubrirse la cabeza en una sinagoga–, para escuchar y transcribir las historias de Mario sin sentirme abrumado debía adoptar un ritual que honrara el mundo de las víctimas y lo distinguiera de mi vida cotidiana. Ese ritual consistió en lavarme las manos y meditar por unos segundos sobre el significado de la tarea: de allí en más lo hice antes y después de encender la grabadora para una entrevista, y antes y después de prender la computadora para transcribir su relato.
Читать дальше