Las repercusiones de los crímenes que Karadima cometió han sido vastas y complejas. No solo porque ha quedado al descubierto que, al igual que en otras partes del mundo, ha existido toda una red eclesial de encubrimiento, manipulación, y proteccionismo de parte de obispos y autoridades religiosas para obstruir el proceso investigativo respecto a estos crímenes; sino que, además, el caso Karadima ha develado de una forma particularmente evidente la forma como se administraba el poder en la Iglesia, sus problemáticas alianzas estratégicas con sectores de la elite políticosocial nacional, y las oscuras prácticas de control, tortura y amedrentamiento psicoespirituales que se implementaron en la formación de toda una generación de sacerdotes, muchos de los cuales siguieron ocupando posiciones de poder en la Iglesia 16.
Desafortunadamente, han existido cientos de otras denuncias y procesos hacia pederastas religiosos en nuestro país. Los intentos de sistematizar la información aún son incipientes y dificultosos debido al continuo aumento de denuncias y develamiento de abusos sexuales cometidos por religiosos. Por ejemplo, en enero de 2018 la ONG Bishop Accountability reportó que habría cerca de 80 sacerdotes que han recibido acusaciones de abuso sexual en Chile 17. Sin embargo, un año más tarde, luego de la polémica visita del papa Francisco al país, las denuncias de abuso habían crecido exponencialmente, llegando a existir 164 investigaciones en curso, 220 personas investigadas, y 246 víctimas para abril de 2019 18. En un reciente trabajo la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico de Chile sistematizó la información disponible de 230 casos de denuncia de abuso sexual, los que involucrarían a dos cardenales, seis obispos, 35 autoridades eclesiásticas, 146 sacerdotes, 37 hermanos y hermanas, cinco diáconos, tres capellanes y nueve laicos 19. La Iglesia chilena ha enfrentado una profunda crisis que ha incluido numerosas órdenes religiosas a lo largo de todo el país, entre las cuales se cuenta a los Salesianos, los Hermanos Maristas, la Compañía de Jesús, la Orden de la Merced, Los Legionarios de Cristo, Franciscanos y el movimiento Schöenstatt, entre otras. En ese sentido, los últimos años ha ido en aumento la consciencia de que este es un problema que se encuentra considerablemente extendido en la Iglesia, y que las acusaciones de abusos sexuales a sacerdotes implican todo el espectro de sectores eclesiales; desde los más conservadores a los más liberales, desde el caso de O’Reilly al de Cristian Precht. Dentro de este último universo, destaca la reciente denuncia de abuso de consciencia y abuso sexual que la teóloga chilena Marcela Aranda, realizó en el año 2019 al fallecido sacerdote Renato Poblete, icónico, carismático y querido sacerdote jesuita chileno. De acuerdo a la teóloga los abusos implicaron siniestras prácticas de abuso sexual colectivo, violencia física y amedrentamiento para que se realice tres abortos como consecuencia de las violaciones del religioso 20.
Por incompleta y apresurada que haya sido esta revisión de antecedentes, los datos actuales que disponemos al respecto debieran poder ayudarnos a dimensionar el nivel del problema que se enfrenta. Lo que dichas cifras revelan es que el establecimiento de relaciones abusivas de parte del clero católico se expresa de forma consistente y significativa en distintas partes del mundo, trascendiendo, con creces, la noción de casos aislados o anecdóticos. Pero más allá de todo número, de toda estadística y porcentaje, están ante nosotros las miles de víctimas y sobrevivientes. En última instancia, nuestro deber intelectivo está justamente del lado de todos aquellos que han sido tan profundamente heridos y traicionados. Una traición que no solo ha sido perpetrada por aquellos religiosos y sacerdotes católicos que a las víctimas les han arrebatado sus infancias, manipulado sus consciencias, envenenado su sexualidad y corrompido sus almas y su espiritualidad; sino que también ha sido ejercida por toda una estructura jerárquica e institucional que no ha estado a la altura del desafío de abordar el problema de la pederastia en su interior. En rigor, siendo más precisos sería más correcto afirmar que, en una abrumadora cantidad de veces, la jerarquía eclesial ha colaborado pasiva o activamente en la perpetuación de los abusos, ya sea apartando la vista del problema, escondiendo y/o reubicando sacerdotes con conductas criminales, o francamente realizando prácticas encubridoras propias de un funcionamiento gansteril.
ACTITUDES PROBLEMÁTICAS PARA EL ESTUDIO Y COMPRENSIÓN DEL FENÓMENO
Sin embargo, una de las primeras dificultades que emergen luego del sano reconocimiento de la gravedad de la situación de la crisis de la Iglesia, es la de poder vincularnos con el horror de los abusos sin sucumbir ante algunas actitudes que, aunque humanamente comprensibles, pueden dificultar una aproximación al fenómeno lo suficientemente profunda, constructiva y potencialmente transformadora.
En mi camino de intentar vincularme con los casos de abusos sexuales en la Iglesia para comprender sus mecanismos, dinámicas y factores subyacentes he encontrado algunas actitudes, perspectivas y opiniones —de ciudadanos comunes que se han sentido interpelados por la crisis, de miembros activos de la Iglesia y de personas provenientes del mundo académico— que he considerado particularmente nocivas. A ellas me referiré a continuación.
La primera de estas actitudes es una reacción bien esparcida en ciertos círculos no confesionales o abiertamente anticatólicos. Básicamente es una respuesta fuertemente emocional que, ante la constatación de la gravedad del problema de los abusos sexuales en la Iglesia, realiza una generalización desproporcionada respecto el funcionamiento de la totalidad del clero. Es decir, toma la premisa a priori de que un sacerdote o religioso va tener, por definición, algún tipo de desorden psicológico y/o sexual, ya que en último término “todos los sacerdotes son pedófilos encubiertos o son abusadores de algún tipo” . La —legítima— indignación contra la conducta del clero, y sobre todo con el comportamiento de su jerarquía, va a llevar a afirmaciones un tanto apodícticas, las que se suelen acompañar con golpes en la mesa, donde se corre el riesgo de “tirar al bebé con el agua de la bañera”, si se me permite el modismo explicativo. Lo inadecuado de la generalización se relaciona con lo que conocemos hoy en día por el estado de las investigaciones más relevantes al respecto: aunque los caso de los abusos sexuales emergen como una terrible y devastadora realidad, lo cierto es que el porcentaje de religiosos que presentan estas conductas se ha encontrado, hasta ahora, en el terreno del único dígito. Ciertamente, esto puede sufrir modificaciones en el futuro y dicho porcentaje puede ir en aumento. No obstante, existe evidencia suficientemente sólida para afirmar que la gran mayoría de los sacerdotes y religiosos no presentaría un comportamiento destructivo predatorio hacia niños y adolescentes.
En la vereda del frente, entre las personas que aprecian o pertenecen a la Iglesia católica, han existido una variedad de posturas desafortunadas.
La primera de ellas son las personas que adoptan una actitud de fuerte defensa corporativa, esgrimiendo una serie de argumentos autovictimizantes y persecutorios respecto a ciertos “enemigos” de la Iglesia que estarían detrás de la “magnificación” de la crisis.
La estructura de la argumentación sería algo así como:
1) Este es un problema en la Iglesia, es cierto,
2) pero…
3) a) no es tan grave, o, b) está agrandado/magnificado, o, c) en otros lugares es peor o igual que en la Iglesia;
4) ergo , esto es una creación que quiere destruir la Iglesia y su influencia en el mundo.
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