Por una puerta del fondo en la que Hugh no ha reparado, sale un sacerdote, un joven a quien no conoce. Aunque Hugh no va a ninguna iglesia, sabe que el párroco de esta es el padre Yaeger, y el sacerdote que acaba de salir no es él. Camina rápido, pero disminuye el paso en cuanto ve a Hugh. Sonríe, sobresaltado, y Hugh observa sus grandes manos de dedos gruesos, en contraste con el rostro dócil y delicado del joven. El padre campesino, la madre camarera, piensa Hugh.
—Hola —dice el cura—. Bienvenido. Debe de haber oído las campanas.
—Sería difícil no oírlas —dice Hugh.
—Acabo de encenderlas —le informa el sacerdote, enfatizando la frase con el gesto de pulsar un interruptor—. ¿Cree que son demasiado ruidosas? —Parece sumirse en una reflexión superficial—. Porque en realidad no son campanas. Son, bueno, quiero decir que sí, son campanas, pero están grabadas. Es una cinta. Tenemos un nuevo amplificador en dos fases y un sistema de altavoces, Mackintosh y Micro-Acoustic. —Señala el techo un instante—. Suena muy bien, ¿no le parece?
—Muy bonito.
Hugh observa cicatrices en la cara del joven.
—El año pasado hicimos una colecta para la instalación. Nuestras viejas campanas no eran sólidas, se desplomaban y se resquebrajaban… bueno, estoy seguro de que no desea escuchar esta cháchara de iglesia. Soy el padre Albert Duquesne.
Le tiende la mano y Hugh se la estrecha.
—Yo… —Hugh acaricia la idea de darle un alias al cura, pero no se le ocurre uno con suficiente rapidez—, soy Hugh Welch.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—La verdad es que nada —dice Hugh—. En el coche me sentí mareado del calor, en ese momento oí las campanadas y entré a refrescarme un rato.
—¿Quiere un poco de agua? —El sacerdote no espera a que Hugh responda. Aparece al cabo de un minuto con un vasito de papel—. Tome.
El agua no está fría, pero Hugh la bebe de todos modos. Debe venir de un mal pozo: sabe a hierro.
—No está fría, ¿verdad? —dice el sacerdote, tratando de reír—. Es del grifo que hay en el sótano, pero por lo menos es agua limpia.
—Gracias.
Hugh le devuelve el vaso.
El joven lo arruga, mira alrededor en busca de un lugar donde tirarlo, mira de nuevo a Hugh y se lo queda en la mano.
—¿Lo hemos… lo hemos visto aquí antes?
—No, no soy católico. Vivo cerca de aquí y he estado en esta iglesia varias veces, pero no soy practicante.
El sacerdote asiente y se limpia la otra mano con la sotana.
—Pero aquí está de todos modos. Un accidente de… supongo que deberíamos decir del destino. —Exhibe una sonrisa privada—. Discúlpeme un momento. Debo apagar esas campanas. —Sale apurado y de repente cesa el sonido de las campanas, sin reverberaciones ni eco. La atmósfera retiene su bolsa de silencio y el sacerdote regresa precipitadamente—. Es probable que la gente haya pensado que se trataba de una boda, supongo. Solo que es demasiado temprano. A la gente no le gusta casarse antes del mediodía. Podrían hacerlo, pero no lo hacen. No, quien haya pasado en coche por ahí delante habrá creído que había un funeral. Cualquier hora es buena para un funeral. ¿Por qué será? Debería reflexionar sobre el tema.
Hugh observa que de alguna manera se ha librado del vaso de papel.
—Mi mujer y yo nos casamos por la mañana —comenta Hugh—. Alrededor de las diez. No recuerdo por qué razón.
—Eso no es corriente —dice el sacerdote—. Casi que no le creo. ¿En una iglesia? Oh, no. Ha dicho que no es practicante. —Se rasca con intensidad el cuero cabelludo. Ve que Hugh lo observa y le explica—: Una picadura de nigua. Hace un par de días fui a pescar y olvidé ponerme sombrero.
—Esas picaduras pueden ser muy molestas —dice Hugh, fingiendo solidaridad—. No, no nos casamos en una iglesia. Lo hizo Harold, el primo de mi mujer, que es pastor presbiteriano. Pero aquella tarde tenía que ir a otra parte. A un partido de fútbol, creo. Era sábado. Vino a casa, nos casó, tomamos una copa de champaña y eso fue todo. Tenía que optar entre Harold o la municipalidad y no quería que nos casara un escribano.
—El escribano no está facultado. Lo hace un juez.
—El escribano municipal puede casar. Dispone de facultades.
—No, no las tiene —insiste el sacerdote—. Estoy bastante seguro. Al fin y al cabo, no es más que un administrativo. —Mira a Hugh con expresión de incertidumbre—. Bueno, ¿quiere que le muestre el templo? ¿Dispone de unos minutos?
Le muestra a Hugh la pila de agua bendita y luego lo precede a lo largo de las hileras de bancos hasta el altar. Se arrodilla, señala detalles del vitral y le resume la historia de la iglesia que, según él, se remonta a 1936, cuando la iglesia anterior —que también se llamaba Saint Luke y se alzaba en el mismo lugar— fue destruida por un incendio cuyo origen sigue siendo hoy un misterio.
—Me dijeron que fue un luterano —dice el sacerdote y se ríe por formulismo—. ¿Dice usted que vive aquí, en Five Oaks?
—Casi toda mi vida —responde Hugh.
Mira hacia el fondo, al lado sudoeste de la iglesia.
—Yo soy nuevo aquí. Soy el ayudante del párroco. ¿Pesca?
—A veces —dice Hugh. Decide hacerle un favor al cura e indicarle un buen lugar de pesca, pero no el mejor de los que conoce—. Pruebe en el lado sur del lago Silver, sobre todo por la tarde, cuando la sombra de los álamos cubre el agua. Cerca de la residencia de verano de Bill Martin, un poco más allá de su embarcadero. Tiene que evitar que el señuelo se enrede con las hojas flotantes de los lirios de agua. Si va, es probable que consiga buenas percas. Así de grandes. —Indica el tamaño con las manos.
El sacerdote asiente.
—Lo recordaré. Muchas gracias.
Hugh asiente a su vez.
Tras otro silencio, el sacerdote también mira hacia el fondo de la iglesia, como si allí hubiera algo, y, en voz queda, dice:
—Bueno, ¿en qué puedo serle útil?
Hugh señala algo junto a la pared.
—¿Qué es eso?
—Los confesionarios.
—¿Escucha confesiones?
—Sí, claro.
El sacerdote empieza a caminar en dirección a la puerta trasera. Con los dedos hace un rápido gesto de intranquilidad detrás de la sotana.
—Es muy joven.
—Sí, eso es lo que dice la gente. Sé que parezco un muchacho. Pero la verdad es que la edad de un hombre importa poco. El hombre no es más que un instrumento. El sacerdote es un intermediario.
—¿Se siente mejor la gente después de confesarse? —pregunta Hugh detrás del sacerdote.
—Se sienten mejor porque están mejor.
—Jamás le he confesado nada a nadie en mi vida —dice Hugh—. No lo he hecho desde sexto grado. No creo que pudiera. No parece muy…
Se detiene en el centro del pasillo, tratando de dar con la palabra, mientras el sudor se le desliza por los costados del pecho. El sacerdote se vuelve y lo mira con atención. Hugh observa que es una mirada de adulto, una mirada astuta.
—¿Muy digno?
—No —responde Hugh—. No es eso lo que estaba pensando. No es muy maduro.
—Ah. —El sacerdote se apoya en el lado de un banco, cuya madera cruje a causa del peso, y con gesto de profunda fatiga juvenil, se lleva las manos a la cara y las baja lentamente, como si tratara de despertarse—. Bueno, supongo que podría decir que en la iglesia, por lo menos en esta iglesia, todos somos niños ante Dios. Eso es lo importante: ser de nuevo un niño. Puede ocurrir, se lo aseguro. Pero creo que usted ya lo sabe y, además, no ha entrado en esta iglesia a escuchar esto. Ni para volver a ser niño.
Hugh sonríe.
—¿Para qué he entrado?
El sacerdote se aclara la garganta. Mira a Hugh y luego desvía los ojos.
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