Charles Baxter - Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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Al otro lado de los siete grandes ventanales de vidrio de Bruckner Buick, el sol del mediodía veraniego hace que los transeúntes, agobiados y sudorosos, se apuren a buscar la sombra. No es día para comprar coches, ni para venderlos. En primer lugar, los autos exhibidos se han calentado al sol, la pegajosidad de los volantes es molesta y no es posible enfriarlos conectando el aire acondicionado unos momentos antes de que el cliente suba. Con este calor, el funcionamiento de los motores puede ser errático y hay que aumentar tanto la velocidad de los ventiladores que el cliente no puede oír al vendedor.

Aunque la sala de exposición es fresca y la hermosa música que ha elegido el director de ventas satura la atmósfera de una almibarada pieza para orquesta de cuerdas, Hugh y su compañero, Larry Hammerman, no tienen clientes. No hay nada que mirar ni que escuchar excepto la música insípida o la voz metódicamente serena de Larry cuando hace una llamada de seguimiento a un posible cliente, un profesor de biología de secundaria, un tal señor Peterfreund, que ha puesto los ojos en un Electra que probablemente no se puede permitir.

Mientras piensa en Dorsey y su marido actor, Hugh mira a su alrededor en el despacho abierto por un lado —la placa de símil metal con su nombre, sus galardones como vendedor enmarcados y colgados de ganchos en la pared, su fichero de direcciones y el libro inventario a la derecha de la decorativa carpeta con secante de Bruckner Buick, las fotos de Laurie, Tina y Amy al lado de la mesa, donde tanto él como sus desconfiados clientes pueden verlas— y contempla la carretera que reluce ese día cálido y sin viento, en que ni siquiera ondean las banderolas de la sección de coches usados. Prueba con una frase: «Cuánto hace que no nos veíamos, Dorsey». Espera un momento. «¿En qué estás trabajando? ¿Eres feliz? ¿Va todo bien?».

Las preguntas se desprenden de su mente como piedras, piedras que caen a un estanque y no producen ondas. Quien domina las frases acertadas es Simon. Las memoriza. Ese es su trabajo. El miembro de la familia que últimamente Hugh siente más cercano es su sobrino, Noah, que nunca dice nada, excepto con las manos. Sentado en su cubículo, tomando su café frío, Hugh experimenta el repentino impulso de aprender el lenguaje de señas norteamericano o el método inglés de signos, como sea. Sería más expresivo con las manos de lo que jamás he sido con la voz, reflexiona. Abre el cajón de su escritorio y saca una carta, cuyo papel se ha ablandado de tanto tocarlo. La carta está dirigida a Hugh y escrita con caligrafía infantil. Se la ha enviado Noah, por su cuenta. Hugh lo sabe porque el sello del sobre está al revés, un error que Dorsey es incapaz de cometer. Aunque se la sabe de memoria, Hugh lee la carta de todos modos.

Querido Tío Hugh:

Pronto nos veremos. Vamos a ir en coche y estaremos en tu casa. Espero con ilusión ver a mis primas, pero también estoy deseando verte. Te extraño.

Voy a llevarte un regalo.

Te quiere,

Noah

Hugh se guarda la carta en el bolsillo y va a la sala de exposición. Como de costumbre tiene el profundo convencimiento de lo útiles que son los coches. Antídotos de la vida tal como es. A Hugh le encantan los Buicks. Los quiere casi tanto como a su familia, casi tanto como a las mujeres. Sin embargo, uno no puede pasarse el día entero con mujeres. Hugh considera que la atracción que siente por las mujeres, el amor que siente por ellas, es un defecto de carácter. Los hombres resueltos no se obsesionan con las mujeres. Van a lo suyo. Distraído, da unas palmaditas al Skylark gris oscuro, en el paragolpes, por encima de la rueda delantera izquierda. El acero y la cera no dan sensación de piel, pero sí cierta aproximación, un condón metálico de potente erotismo.

Al contrario que ciertos vendedores, Hugh no considera que el cliente sea su víctima. Para él, cualquier hombre o mujer que entra en Bruckner Buick está buscando pareja y, por lo tanto, como vendedor su papel es el de casamentero. Specials y Skylarks para los jóvenes; Skyhawks para los matrimonios; Electras, Somersets, Regals y LeSabres para las personas de probado éxito. El cliente es la novia, el coche es el novio. Un cliente desdichado solo puede culpar al casamentero.

Al otro lado de la ruta 63, Hugh ve las banderolas inmóviles y los coches calientes como sartenes alineadas en el solar de Pentel Ford. El concesionario Ford le produce una ligera molestia física. Siente un interés antropológico por otros coches; son una competencia vana y absurda. Contempla los avisos comerciales y los folletos de la competencia a la vez fascinado y alicaído. Detesta a Lee Iacocca, se había hecho ilusiones con la bancarrota de Chrysler. Los demás automóviles son un error, el resultado de una sociedad entregada al libre albedrío.

Gracias a su radar de vendedor, Hugh sabe que Larry Hammerman ha finalizado la llamada al señor Peterfreund y que el profesor de biología se ha amedrentado. (Hugh sabe que era un coche inadecuado para él; el Electra era demasiado auto para ese hombre a quien, sin la menor duda, le cuadra un Skyhawk). Larry, encorvado sobre la mesa en su cubículo, examina la lista de nombres para hacer llamadas de seguimiento. En una población como Five Oaks nunca hay demasiadas personas a quienes llamar y, poco después, Larry suspira, maldice entre dientes y se pasa la mano derecha —a la que le falta medio índice (un accidente con la podadora en verano)— por ese rasgo tan acusado de su fisonomía que es la espesa cabellera. Larry tiene la piel rosada, el pelo de una tonalidad marrón óxido, y cuando se siente frustrado la pasión que anida en su pecho se extiende por el cuello y se hace visible en la frente. Su rostro adquiere un arrebol brillante y desolado.

Larry está atravesando una época de dificultades económicas. Su mujer, Stella Hammerman, es bellísima, pero le apasiona gastar dinero en muebles y ropa, y con la aprobación de Larry ha comprado hace poco una embarcación de fibra de vidrio de seis metros de eslora y motor de treinta y cinco caballos de fuerza. Según Larry, se pasan el fin de semana en la bahía de Saginaw, donde de vez en cuando lanzan algún anzuelo por la borda y en ocasiones pica un pez. Stella es una mujer que sabe pasarla bien (Larry le ha contado a Hugh, en privado, lo que también le gusta hacer a su mujer al aire libre en el barco mientras se deslizan por las aguas encrespadas), y Hugh respeta los esfuerzos de Larry por pagar todas sus facturas. Un hombre hará cualquier cosa por una mujer de piernas largas con antojos como los de Stella. Y encima tienen una hija de quince años a quien últimamente se ha visto en los asientos traseros de varias motocicletas, abrazada a conductores con gomina en el pelo y campera de cuero negro que cruzan rugiendo las calles de Five Oaks en dirección al bowling y el local de videojuegos. Digna hija de su madre, deseosa de complacer y de ser complacida. Los demonios de Larry empiezan a alborotarse; en los últimos tiempos lo mantienen insomne, y por eso a veces entra tambaleante por la mañana en la concesionaria, con pasos rígidos de muerto vivo y ojos de luna llena.

Larry se endereza, parece reconocer dónde está, se acerca al lugar donde Hugh permanece de pie y juntos miran por el ventanal.

—¿Nada?

—Se acobardó.

—¿Por qué?

—Su mujercita vio las especificaciones.

—¿Y qué?

—«Demasiado coche».

—¿Eso es lo que dijo ella?

—Las palabras exactas de la señora Peterfreund. «Demasiado coche». Me gustaría darle a ella demasiado coche.

—Yo vi al marido —dice Hugh—. Tiene razón.

—Lo que yo digo es que hasta un profesor de biología de escuela secundaria puede escapar de su condición.

—No estés tan seguro —dice Hugh—. Necesitaría mucho más que ese Electra.

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