Charles Baxter - Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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—¿Por ejemplo?

—Para empezar, una nueva vida.

Larry se ríe quedamente, un jadeo rítmico con la boca cerrada.

—Tenía algo de fe en el hombre —dice—. Había empezado a hablar de las opciones. Ventanillas eléctricas y el aspecto de la visibilidad. Llegó hasta esos detalles.

Hugh asiente. Sigue mirando por la ventana.

—Hace calor —comenta.

—Nunca he vendido ningún coche un día con temperatura superior a treinta grados. No es posible. Excepto a las víctimas de accidentes.

—¿Las víctimas de accidentes?

—Sí. —Larry hace sonar las monedas que tiene en el bolsillo—. Ya sabes lo que quiero decir. Gente que ha destrozado completamente el querido coche de la familia. Nunca se lo toman con calma ni estudian las distintas posibilidades. No, entran bramando y compran lo primero que ven. ¿Recuerdas a la familia Klingerman?

—La ranchera LeSabre.

—La misma. No estabas en la sala de exposición cuando ocurrió. Llegaste el día en que tomaron posesión del vehículo. El viejo Klingerman entró tambaleándose , no, usted discúlpeme a mí, con un collarín ortopédico y un bastón de aluminio que le habían dado en el hospital. Señaló la ranchera con el bastón y dijo: «Me llevo ese». El cable del velocímetro era ruidoso, pero yo no iba a enfriar el entusiasmo del buen hombre. La temperatura en el exterior era de treinta y dos grados; yo ni siquiera tuve oportunidad de hacer una observación sobre el calor ni de preguntarle cuál era su grupo sanguíneo. —Esto último es una referencia a la teoría del casamentero que tiene Hugh acerca de la venta de coches—. Se sentó, sacó la lapicera y el talonario de cheques. Tienes que respetar a un hombre con collarín ortopédico, capaz de extender un cheque por más de diez mil dólares, en una ciudad como esta. Bueno, tal vez no. Las ventas cuando hace tanto calor son impredecibles. No sé. —Sonríe—. Reza por que haya accidentes. No reces por víctimas mortales. Si hay víctimas mortales pierdes a los clientes.

—¿Cómo está Stella? —pregunta Hugh.

Al instante le parece una pregunta fuera de lugar.

—Bien —dice Larry—. Acaba de comprar una consola de video con sonido estereofónico. Alquila películas con más rapidez de la que tenemos para verlas. De amor, de terror, de aventuras, musicales, porno… me resulta imposible estar al día. ¿Cómo está Laurie?

—Laurie está bien.

—¿Y las chicas?

—Como siempre.

—Viene tu hermana, ¿no?

—Así es.

—Con su marido, el marica.

—Simon no es exactamente marica. Es más complicado.

—Claro. ¿Cuándo llegan?

—A tiempo para celebrar el 4 de Julio. No lo sé exactamente. No usan mapas.

Larry asiente, como si eso fuera lo más natural del mundo.

—¿Adónde se dirigen?

—A Minneapolis —responde Hugh—. Simon ha conseguido allá trabajo como actor.

—¿Y tu hermana qué va a hacer?

—No lo sé. Tiene un cargo en Buffalo y tal vez vuelva allí porque su hijo va a una escuela privada para sordos que no los obliga a vocalizar ni a leer los labios. Utilizan los sistemas de lenguaje de señas norteamericano e inglés, y Dorsey quiere que siga ahí. Dice que el chico progresa. No sé si a ella le conviene quedarse ahí pero… es su vida.

—Buffalo —dice Larry, y su tono es un juicio.

—Ajá.

Hugh nota un instante de mareo, como si la cabeza se le llenara de helio de modo que, si no estuviera anclado, subiría al techo de la sala de exposición. Mucho café, piensa, y trata de volver al suelo. En el lugar donde se encuentra, el aire acondicionado zumba con ruido apagado, y la mezcla de la música y el pensamiento en su hermana le pone los pelos de punta. Tiene la sensación de que la sala de exposición de Bruckner Buick avanza hacia él y luego retrocede, a la manera de un acordeón.

—¿Qué te pasa? —le pregunta Larry—. Te has puesto pálido.

—No lo sé —dice Hugh—. De repente me siento muy mal.

—Tómate un descanso —dice Larry—. Te aconsejo que te tomes la tarde libre. Puedo ocuparme yo solo de este trajín en la sala de exposición. Y en caso de que no pudiera, Leachman no debe andar lejos. —Leachman es el director de ventas—. Te ves como la mierda.

—Así me siento —dice Hugh—. Creo que voy a seguir tu consejo.

Mira su cubículo, contempla un momento los galardones de ventas y se encamina a su coche, pensando en Dorsey y en el defectuoso sistema circulatorio que él ha heredado.

Una vez sentado al volante, mientras el aire acondicionado le lanza aire tibio (el sistema tiene algún problema) y sintoniza la radio en la emisora comunitaria WFOM, se siente un poco mejor, pero todavía está sofocado de calor. Como no tiene ningún lugar especial adonde ir, toma en dirección a su casa, hacia el norte de Five Oaks. En ese recorrido diario pasa ante Mason Motors (Chrysler-Plymouth), el supermercado Red Owl, Maderas Lampert, cruza las dos vías del ferrocarril Grand Trunk (la vía principal y la secundaria que enlaza con el aserradero), la tienda de radio y televisión Knapp y luego lo que se denomina el centro de Five Oaks. Las pocas personas que deambulan por la vereda del distrito comercial —a la mayoría de las cuales Hugh conoce— se ven patéticamente arrugadas y lánguidas. Ve a la señora Castlehoff, la esposa del farmacéutico, que tiene el pelo rojizo como fuego de turba y una cara que evoca la hambruna irlandesa de la papa, con una voluminosa bolsa de papel madera. Tiene el pelo apelmazado y en la cara de ave expresión de alarma reprimida. ¿Por el hecho de que la vean en la calle con una bolsa llena de abultados y sospechosos artículos personales? ¿O alarma por el calor que hace? ¿O alarma, sin más? Hugh sonríe, la saluda moviendo la mano y, aunque ella lo ve y responde al saludo con un leve e irritado movimiento de la cabeza bañada por el sol, no agita la mano a su vez. Aprieta la bolsa contra el pecho y se apura a meterse en el coche, un Escort al que le quedan dos años largos de vida.

Hugh frena bruscamente en el cruce de Lake Street y Cross, donde está uno de los semáforos colgantes de Five Oaks. Mientras espera, cierra los ojos e imagina la escena: Bacon Drug a la derecha, la tienda Quik-’n’-Ezy a la izquierda, sumergidas bajo las aguas que han dejado los glaciares derretidos. Piensa en enormes peces pleistocénicos nadando por la calle principal y en conchas de almejas depositadas a la entrada de la zapatería.

En el otro lado de la ciudad, cerca del parque, oye un tañido retumbante y al principio cree que el clamor se origina en su cabeza, el zumbido vibrante del oído medio. Se lleva la mano al cuello para examinar las pulsaciones. Pero no, al avanzar por la calle se da cuenta de que son campanas que repican, si eso es lo que hacen, en la iglesia católica de Saint Luke. Son los repiques de campana más fuertes, y en cierto modo más nítidos, que ha oído jamás. Hugh, que no es católico, solo ha entrado en esa iglesia para asistir a bautismos, bodas y funerales. Por eso el templo tiene para él un aura de crisis, de chillidos, besos y sollozos. Es una iglesia pequeña y el interior huele a pino blanco y barniz. No hay ningún coche estacionado afuera y las campanas repican sin razón alguna. Hugh tiene la frente húmeda de sudor y ningún lugar adonde ir. Estaciona y sube apurado los escalones de la iglesia.

La idea de que no haya nadie dentro le resulta agradable. Quiere oler el interior de Saint Luke, sobre todo la vieja y gruesa madera resinosa. En cuanto cruza las pesadas puertas y entra en el vestíbulo, aspira hondo y mira el altar cubierto por el paño blanco. El vitral circular en lo alto deja pasar densos rayos de luz solar coloreada, que tiñe el polvo del aire. La sensación es de pureza. Ahí de pie, Hugh piensa: virginidad .

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